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– ¿Alguna vez encontraste oro? -preguntó Summer, en son de broma.

– Sólo una vez. Descubrí un rastro en un río subterráneo que hay en el desierto de baja California y desemboca en el golfo.

En cuanto mencionó el río, Pitt, Giordino y Loren se echaron a reír. Micky se sorprendió mucho cuando le explicaron que Pitt y Giordino habían descubierto el río cuando habían rescatado a Loren de manos de unos saqueadores de yacimientos arqueológicos durante el proyecto “Oro de los Incas”.

– El río Pitt -exclamó Micky, impresionada-. Tendría que haberme dado cuenta. -Continuó describiendo sus viajes alrededor del mundo-. Uno de los proyectos más fascinantes fue investigar los niveles del agua en las cavernas de piedra caliza en Nicaragua.

– Tenía noticias de las cuevas de murciélagos en Nicaragua -dijo Summer-, pero no de que hubiera cavernas de piedra caliza.

– Las descubrieron hará cosa de unos diez años; son muy grandes. Algunas se extienden varios kilómetros. La compañía que me contrató estaba considerando el proyecto de construir un canal seco entre los océanos.

– ¿Un canal seco a través de Nicaragua? -repitió Loren-. Esa sí que es nueva.

– En realidad, los ingenieros lo llaman “puente subterráneo”.

– ¿Un canal subterráneo? -dijo la congresista, con tono escéptico-. No me lo imagino.

– Los puertos y las zonas de libre comercio en el mar de las Antillas y el Pacífico, que están por construirse, estarían unidos por un ferrocarril de alta velocidad y levitación magnética que pasaría por los túneles excavados debajo de las montañas y el lago de Nicaragua, con trenes capaces de alcanzar una velocidad de quinientos sesenta kilómetros por hora.

– La idea no está mal -opinó Pitt-. Si se puede llevar a la práctica, reduciría los costes marítimos casi a la mitad.

– Estás hablando de una inversión descomunal -señaló Giordino.

– El presupuesto estimado era de siete mil millones de dólares -dijo Micky.

Loren seguía mostrándose escéptica.

– Encuentro extraño que el Departamento de Transporte no enviara ningún informe referente a un proyecto de tal envergadura.

– O que no lo mencionara la prensa -añadió Dirk.

– Eso es porque nunca se puso en marcha -explicó Micky-. Me dijeron que la empresa constructora había decidido abandonar el proyecto. Nunca descubrí el motivo. Me hicieron firmar un documento de confidencialidad que me prohibía hablar de mi trabajo o revelar cualquier información del proyecto, pero desde entonces han pasado cuatro años. A la vista de que aparentemente está muerto y enterrado, no me importa saltarme el compromiso y comentarlo con mis amigos en la sobremesa.

– Un relato fascinante -admitió Loren-. Me pregunto quién estaría dispuesto a financiar el proyecto.

– Según tengo entendido, una parte de la financiación la aportaba la República Popular China. -Micky bebió un sorbo de oporto-. Están invirtiendo mucho dinero en América Central. Si hubiesen seguido adelante con el proyecto de un sistema de transporte subterráneo, ahora tendrían un gran poder económico en Norte y Sudamérica.

Pitt y Loren intercambiaron una mirada llena de significado. Después Loren le preguntó a Micky:

– ¿Cómo se llama la empresa constructora que te contrató?

– Es una corporación multinacional llamada Odyssey.

– Sí -dijo Pitt en voz baja, al tiempo que apretaba la rodilla de Loren por debajo de la mesa-. Sí, creo que la he oído mencionar…

– Para que después hablen de coincidencias -comentó Loren-. Dirk y yo estuvimos hablando de Odyssey esta misma mañana.

– Un nombre curioso para una empresa constructora -señaló Summer.

Loren esbozó una sonrisa y parafraseó a Winston Churchill:

– “Un rompecabezas envuelto en un laberinto de negociaciones secretas dentro de un enigma”. El fundador y presidente, que se llama a sí mismo Specter, es tan desconocido como la fórmula para viajar en el tiempo.

– ¿Por qué crees que descartó el proyecto? -intervino Dirk con una expresión pensativa-. ¿Falta de dinero?

– Todo menos eso -respondió Loren-. Los periodistas económicos británicos calculan que su fortuna personal ronda los cincuenta mil millones de dólares.

– Uno no puede dejar de preguntarse porqué no siguió adelante con la construcción de los túneles, cuando había tanto en juego -murmuró Pitt.





Loren vaciló, pero Giordino le dio una réplica.

– ¿Cómo sabes que tiró la toalla? ¿Cómo sabes que no está cavando en secreto debajo de Nicaragua, mientras nosotros disfrutamos del oporto?

– Eso es imposible -afirmó la congresista-. Las fotos tomadas por los satélites descubrirían los trabajos. No hay manera de esconder unas excavaciones de tanta magnitud.

Giordino observó su copa vacía.

– Sería el truco perfecto si consiguiera esconder los millones de toneladas de piedra y arcilla procedentes de las excavaciones.

– ¿Podrías facilitarme un mapa de la zona donde estén marcados los dos extremos del túnel? -le preguntó Pitt a Micky.

– Has despertado mi curiosidad -respondió la muchacha, entusiasmada-. Si me das tu número de fax, te enviaré los planos.

– ¿Qué estás pensando, papá? -preguntó Dirk.

– Al y yo navegaremos rumbo a las costas de Nicaragua dentro de unos días -contestó Pitt, con una sonrisa astuta-. Quizá podríamos darnos una vuelta por el lugar para echar una ojeada.

17

Dirk y Summer fueron a la residencia de Julien en Georgetown en el Meteor modelo 1952 sin capota de Dirk, un coche con la carrocería de fibra de vidrio hecha a medida en California, y equipado con un motor DeSoto FireDome V8 que había sido modificado para tener una potencia de doscientos setenta caballos en lugar de los ciento sesenta de fábrica. La carrocería estaba pintada con los colores de carrera norteamericanos, blanco con una raya azul en el medio del capó. En realidad, el coche nunca había tenido capota. Cuando llovía, Dirk sacaba un trozo de tela plástica de debajo del asiento, lo extendía sobre el habitáculo y sacaba la cabeza por un agujero en la tela.

Circuló por la calle arbolada con pavimento de ladrillos hasta que llegó a la entrada de una gran mansión, de tres pisos y ocho aguilones. Entró en el camino de coches que rodeaba la casa y se detuvo delante de lo que habían sido las caballerizas. De grandes dimensiones, habían albergado en otros tiempos a diez caballos y cinco carruajes, con habitaciones para los mozos y cocheros en la planta superior. Julien Perlmutter lo había adquirido hacía cuarenta años y había reformado el interior para convertirlo en una magnífica biblioteca con kilómetros de estanterías ocupadas por libros y documentos antiguos y modernos, que abarcaban tres mil años de historia de la vida en el mar y todo lo relacionado con ella. Gastrónomo de primera, tenía una despensa refrigerada con manjares de todo el mundo y una bodega de cuatro mil botellas.

No había timbre, sino un gran aldabón en forma de ancla. Summer golpeó tres veces y esperó. Tres minutos más tarde se abrió la puerta y apareció un hombretón que pasaba del metro noventa de estatura y de los ciento ochenta kilos.

Perlmutter era un gigante, pero distaba de ser obeso: tenía la carne firme y unos músculos poderosos. Llevaba los cabellos grises desgreñados y su barba se veía realzada por unos mostachos con las puntas curvadas hacia arriba. Excepto por su tamaño, los niños podían confundirlo con Papá Noel debido a su rostro redondo con las mejillas arreboladas, la nariz de pimiento y los ojos azules. Perlmutter vestía su habitual bata de seda roja y dorada; el cachorro Dachshund que corría alrededor de sus pies ladró alegremente a los visitantes.

– ¡Summer! ¡Dirk! -exclamó.

Apretó a los jóvenes con sus enormes brazos y los levantó en el aire como un oso. Summer tuvo la sensación de que le partían las costillas y Dirk se quedó sin respiración. Para su gran tranquilidad, Perlmutter, que no era consciente de su fuerza, los dejó en el suelo y los invitó a pasar.

– Entrad, entrad. No sabéis la alegría que me produce veros. -Reprendió al cachorro-: ¡Fritz! Deja ya de ladrar o te pondré a dieta.

Summer se masajeó los costados doloridos tras el abrazo.

– Confío en que papá te avisara de nuestra visita.

– Sí, sí, me llamó -respondió Perlmutter alegremente-. ¡Qué placer! -Hizo una pausa y se le nublaron los ojos-. Cuando veo a Dirk, recuerdo a tu padre cuando tenía tu edad, incluso un poco más joven, cuando venía a verme y de paso consultar alguno de mis libros. Es como si no hubiese pasado el tiempo.

Dirk y Summer habían visitado a Perlmutter en varias ocasiones en compañía de su padre y siempre se asombraban de los enormes archivos que combaban los estantes, y los libros que se amontonaban en todos los pasillos y habitaciones de la antigua caballeriza, incluidos los baños. Había sido considerada la mayor colección de historia naval del mundo. Las bibliotecas y archivos de todo el país hacían cola, dispuestas a ofrecer el precio que fuera si Perlmutter tomaba algún día la decisión de vender su inmensa colección.

Otra cosa que asombraba a Summer era la fabulosa memoria del historiador. Cualquiera hubiese esperado que toda aquella ingente cantidad de información estuviera debidamente clasificada e informatizada, pero él repetía que era incapaz de pensar en abstracto para justificar su negativa a comprar un ordenador. Sorprendentemente, sabía dónde estaba cada nota, cada libro, cada documento, y se vanagloriaba de que podía encontrar cualquier volumen dentro de aquel laberinto en menos de sesenta segundos.

Perlmutter los llevó hasta el comedor revestido con madera de sándalo y que era la única habitación de la casa donde no había libros.

– Sentaos, sentaos -tronó, mientras les señalaba una mesa redonda hecha con el timón del famoso barco fantasma Mary Celeste, cuyos restos se hallaron en Haití-. He preparado un almuerzo ligero de langostinos con salsa de papaya. Lo acompañaremos con una botella de chardo

Fritz se instaló junto a la silla de su amo, con la cola barriendo el suelo. Perlmutter le daba cada tanto un trocito de langostino, que el perro engullía sin masticar.

Dirk fue el primero en palmearse el estómago.

– Los langostinos estaban tan buenos que he comido como un cerdo -anunció.

– No has sido el único -murmuró Summer, llena a más no poder.

– Ahora que habéis comido, ¿qué puedo hacer por vosotros? -preguntó Perlmutter-. Vuestro padre me dijo que habíais encontrado unos objetos celtas.