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Ahora que tenía una visión completa del ojo del huracán, contempló impresionado la malévola belleza de aquel monstruo de la naturaleza. Después miró directamente hacia arriba y vio un helicóptero color turquesa con la palabra NUMA pintada en el fuselaje que descendía. El aparato se detuvo a unos seis metros de la terraza para bajar con sendos cables a dos hombres vestidos con monos turquesas y cascos a juego. En cuanto se desengancharon, uno de los tripulantes del helicóptero bajó dos grandes bultos envueltos en plástico naranja. Los hombres desengancharon los bultos y señalaron que estaba todo despejado.

El tripulante recogió los cables y se despidió levantando el pulgar mientras el helicóptero comenzaba a subir. Al ver a Morton, los dos visitantes se le acercaron cargados con los voluminosos bultos, que no parecían pesarles.

El más alto de los dos se quitó el casco. Tenía los cabellos negros, con unas pocas canas en las sienes. Su rostro mostraba las huellas de una vida en los elementos y sus ojos, de un color verde opalino, con las típicas arrugas de la risa en las comisuras, parecieron taladrar el cerebro de Morton.

– Por favor, llévenos con el señor Hobson Morton -dijo, con una voz tranquila que sonó extraña dadas las circunstancias.

– Yo soy Morton. ¿Quién es usted y por qué está aquí?

– Me llamo Dirk Pitt. -Se quitó el guante y le tendió la mano-. Soy el director de proyectos especiales de la National Underwater and Marine Agency . -Señaló al hombre bajo con los cabellos rizados y grandes cejas, que parecía ser un descendiente de un gladiador romano-. Éste es mi segundo, Al Giordino. Hemos venido para preparar el remolque del hotel.

– Me avisaron que los remolcadores de la compañía no podían salir del puerto.

– No se trata de los remolcadores de la Odyssey, sino de un barco de investigación científica de la NUMA capaz de remolcar una nave del tamaño de su hotel.

Dispuesto a cogerse de un clavo ardiente, Morton invitó a Pitt y Giordino a entrar en el ascensor y los escoltó hasta su despacho.

– Les pido disculpas por el recibimiento -dijo. Los invitó a sentarse-. No me avisaron que vendrían.

– No tuvimos mucho tiempo para prepararnos -respondió Pitt, sin darle importancia-. ¿Cuál es la situación actual?

– Bastante mala. -Morton sacudió la cabeza-. Las bombas apenas si consiguen achicar el agua, la estructura amenaza con ceder en cualquier momento, y en cuanto choquemos contra las rocas en la costa dominicana… -hizo una pausa y se estremeció-… morirán unas mil personas, incluidos ustedes dos.

El rostro de Pitt se convirtió en un trozo de granito.

– No vamos a chocar contra las rocas.

– Necesitaremos la ayuda de su personal de mantenimiento para enganchar el hotel a nuestro barco -manifestó Giordino.

– ¿Dónde está ese barco? -preguntó Morton, con un tono que reflejó sus dudas.

– El radar de nuestro helicóptero lo ha situado a menos de cincuenta kilómetros de aquí.

Morton miró a través de la ventana la terrible pared que encerraba el ojo del huracán.

– Su barco no tendrá tiempo de llegar hasta aquí antes de que nos vuelva a pillar la tormenta.

– El Centro de Huracanes de la NUMA dice que el ojo tiene un diámetro de noventa kilómetros y que se mueve a una velocidad de treinta kilómetros por hora. Con un poco de suerte, conseguirá llegar aquí a tiempo.

– Dos horas para encontrarse con nosotros y una para la maniobra de enganche -dijo Giordino, que consultó su reloj.

– Si no me equivoco -manifestó Morton con tono grave-, hay que discutir el tema del salvamento marítimo.

– No hay nada que discutir -replicó Pitt, irritado ante la demora-. La NUMA es un organismo del gobierno norteamericano dedicado a la investigación oceánica. No somos una compañía de salvamento. Aquí no se trata de que, si no paga, no hay servicio. Si tenemos éxito, nuestro jefe, el almirante James Sandecker, no le cobrará a su jefe, el señor Specter, ni un puñetero centavo.

– Si me permite un añadido -dijo Giordino con una amplia sonrisa-, al almirante le encantan los puros.

Morton miró a Giordino. No sabía cómo tratar con estos hombres que habían caído del cielo sin más y le habían informado tranquilamente que iban a salvar el hotel y a todos los ocupantes. No tenían pinta de ser sus salvadores, pero cedió.

– Por favor, caballeros, díganme qué necesitan.

El Sea Sprite se negaba a morir.





Se hundió hasta una profundidad de la que parecía imposible que un barco pudiera volver a emerger. Totalmente cubierto, hundido en el agua de proa a popa, solo un milagro podía hacer que se librara. Durante unos segundos que se hicieron eternos, pareció estar suspendido en un vacío verdegrís. Después, muy poco a poco, laboriosamente, la proa comenzó a subir mientras luchaba desafiante por volver a la superficie. Luego la potencia de los motores consiguió imponerse y lo impulsaron hacia delante. Por fin salió de nuevo para enfrentarse a la furia de la tormenta, con la proa por encima del agua como una marsopa. La quilla golpeó contra la superficie con una fuerza que sacudió hasta la última plancha del casco, aplastado por las toneladas de agua que corrían por las cubiertas para volver al mar.

La demoníaca galerna había descargado el más terrible de sus golpes contra el barco y el Sea Sprite lo había soportado heroicamente, así como había resistido todos los embates anteriores. Parecía como si el Sea Sprite supiera sin ninguna duda que era capaz de enfrentarse a cualquier ataque del mar.

Con el rostro blanco como una sábana, Maverick miró a través de la ventana del puente de mando, que milagrosamente no se había roto.

– Eso ha sido algo macabro -comentó-. No tenía idea de que me había enrolado en un submarino.

Ningún otro barco habría podido enfrentarse a semejante ataque sin acabar en el fondo del mar. Pero el Sea Sprite no era una embarcación cualquiera; lo habían construido para navegar en los tempestuosos mares polares. La plancha de acero del casco era mucho más gruesa de lo normal porque tenía que resistir la presión de los hielos. Así y todo, no escapó sin daños. Sólo le quedaba un bote salvavidas; las olas se habían llevado los demás.

Barnum miró a popa y se sorprendió al ver que las antenas de los equipos de comunicación no se habían roto. Los que soportaban la tormenta bajo cubierta no tenían la menor sospecha de lo cerca que habían estado de acabar para siempre en el fondo del mar.

De pronto, el sol iluminó el puente de mando. El Sea Sprite había entrado en el ojo del huracán Lizzie. Resultaba paradójico ver el cielo despejado y al mismo tiempo el mar embravecido. Barnum se dijo que era una triste jugarreta que una visión absolutamente encantadora fuese tan amenazadora.

Se volvió hacia el oficial de comunicaciones, Mason Jar, que seguía aferrado a la mesa de cartas con todas sus fuerzas y una expresión como si hubiese visto un ejército de fantasmas.

– Si ya se le ha pasado el susto, Mason, llame al Ocean Wanderer y dígale a la persona que esté al mando que llegaremos lo más rápido posible.

Todavía pasmado por la experiencia, Jason se rehízo poco a poco, asintió con un gesto y salió del puente como un hombre en trance para ir a la sala de comunicaciones.

El capitán miró la pantalla de radar, donde un punto luminoso a cuarenta kilómetros al este indicaba la posición del hotel. Introdujo los datos del nuevo rumbo en el ordenador y esperó a que entrara en funcionamiento el sistema de control automático. Cuando acabó, se enjugó el sudor de la frente con un viejo pañuelo rojo.

– Incluso si llegamos antes de que se estrelle contra las rocas, ¿qué haremos? -murmuró-. No disponemos de botes para acercarnos, y si los tuviésemos no nos servirían porque las olas los harían zozobrar. Tampoco tenemos tornos con la potencia necesaria, ni cables lo bastante gruesos para remolcarlos.

– Así y todo, no quiero pensar lo que sería presenciar impotentes cómo se destruye el hotel contra las rocas con todas las mujeres y los niños a bordo -declaró Maverick.

– No, no es un pensamiento agradable -admitió Barnum.

11

Heidi llevaba tres días sin aparecer por su casa. Dormía a ratos en un catre en su despacho, bebía litros de café y no comía otra cosa que bocadillos de salchichón y queso. Si caminaba por el Centro de Huracanes como una sonámbula, no era por la falta de sueño sino por la tensión y la angustia de trabajar en medio de una catástrofe colosal que iba a provocar una destrucción y un número de muertos a una escala sin precedentes. Si bien había pronosticado correctamente la descomunal potencia del huracán Lizzie desde su nacimiento y había dado la voz de alarma de inmediato, aún se culpaba a sí misma por no haber hecho más.

Observó cada vez más angustiada las imágenes y las proyecciones en los monitores mientras Lizzie se lanzaba hacia la tierra más próxima.

Gracias a sus primeros avisos, más de trescientas mil personas habían sido evacuadas a la zona montañosa de la República Dominicana y de su vecino, Haití. Así y todo, la cifra de muertos y desaparecidos sería tremenda. Heidi también temía que la tormenta pudiera desviarse hacia el norte y atacar Cuba antes de llegar a la parte sur de Florida. Sonó el teléfono y atendió la llamada, con el recelo de recibir otra mala noticia.

– ¿Algún cambio en tu pronóstico respecto a la dirección? -le preguntó su marido desde su despacho en el Servicio Nacional de Meteorología.

– No. Lizzie continúa su marcha hacia el este como si avanzara sobre rieles.

– Es algo muy extraño que recorra miles de kilómetros en línea recta.

– Más que extraño. Es algo nunca visto. Todos los huracanes conocidos han zigzagueado.

– ¿La tormenta perfecta?

– Lizzie dista mucho de ser perfecta -replicó Heidi-. Pero la tengo clasificada como un cataclismo letal de la máxima magnitud. Ha desaparecido toda una flota pesquera. Otros ocho barcos, superpetroleros, mercantes y yates, han dejado de transmitir. Ya no recibimos sus llamadas de socorro. Tememos lo peor.

– ¿Cuál es la última noticia del hotel flotante? -preguntó Harley.

– Según el último informe, rompió las amarras y el viento y las olas lo empujan hacia la costa dominicana. El almirante Sandecker ha enviado a uno de los barcos de exploración científica de la NUMA a su posición, para intentar remolcarlo hasta un lugar seguro.