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La visibilidad se medía en centímetros. Empujadas por el viento, el agua pulverizada y la espuma azotaban las ventanas del puente de mando en los escasos momentos en que el barco no estaba sepultado debajo de miles de toneladas de agua. Las olas y el viento absolutamente monstruosos eran más que suficientes para aterrorizar a cualquiera que no se hubiera criado en el mar. Pero Barnum permanecía sentado en su sillón como una roca, con una mirada que parecía atravesar las traicioneras olas para clavarse en algún enloquecido dios de los océanos, centrado en el problema de la supervivencia. Aunque no tenía ninguna duda de la capacidad del sistema informático para dirigir al barco en su lucha contra la tormenta, siempre podía aparecer una emergencia que lo obligara a intervenir.

Observaba las olas mientras pasaban sobre su barco, mirando las crestas que subían muy por encima del puente de mando, atento a la masa de agua hasta que el Sea Sprite llegaba al otro lado y se hundía en el seno.

Transcurrían las horas sin el menor respiro. Unos pocos tripulantes y casi todos los científicos sufrían mareos, aunque ninguno se quejaba. Era impensable salir a las cubiertas, que eran barridas constantemente por las olas. Una mirada al mar arbolado era bastante para enviarlos de nuevo a los camarotes y atarse a las literas con la ilusión de llegar a ver el amanecer de un nuevo día.

El único consuelo entre tanto sufrimiento era la temperatura cálida. Los que miraban a través de los ojos de buey veían olas altas como edificios de diez pisos. Observaban atónitos cómo la furia del viento les cortaba las crestas para convertirlas en enormes nubes de espuma antes de desaparecer en el aguacero.

Para aquellos que se encontraban en los sollados de la tripulación y la sala de máquinas, el vaivén no llegaba a los extremos que soportaban Barnum y los oficiales en el puente de mando. El capitán comenzó a preocuparse por la manera en que el mar zarandeaba al Sea Sprite como si fuese un coche en una montaña rusa. Cuando el barco comenzó a escorar hacia estribor, observó la lectura en el cimómetro digital. Vio que había llegado a un ángulo de treinta y cuatro grados antes de que los números volvieran a marcar poco a poco entre cinco y cero.

Otro más como este, murmuró para sus adentros, y acabaremos viviendo en el fondo del mar para siempre.

Le resultaba imposible comprender cómo el barco conseguía mantenerse a flote en unas condiciones que superaban todo lo conocido. Entonces, como si ya se merecieran un descanso, los instrumentos marcaron una rápida disminución en la velocidad del viento hasta indicar un poco menos de ochenta kilómetros. Sam Maverick sacudió la cabeza, asombrado.

– Al parecer estamos a punto de entrar en el ojo del huracán, y sin embargo el mar parece todavía más agitado.

– ¿Quién dijo aquello de que la noche es más oscura antes del alba? -replicó el capitán.

El oficial de comunicaciones, Mason Jar, un hombre bajo y rechoncho con los cabellos blancos y un gran pendiente en la oreja izquierda, se acercó a Barnum y le entregó un mensaje. El capitán le echó una ojeada.

– ¿Acaba de llegar?

– Hace menos de dos minutos -respondió Jar.

Barnum le pasó el mensaje a Maverick, que lo leyó en voz alta.

– “El hotel Ocean Wanderer gravemente afectado por condiciones meteorológicas extremas. Rotos los cables de amarre. Ahora va a la deriva y la tormenta lo empuja a la costa dominicana. Por favor, responda cualquier barco que esté en la zona. Más de mil personas a bordo”.

El primer oficial le devolvió el mensaje a Barnum.

– A juzgar por las llamadas de socorro, debemos de ser el único barco todavía a flote que puede intentar el rescate.

– No han transmitido la posición -señaló el oficial de comunicaciones.

– No son marinos, son posaderos.

Maverick se acercó a la mesa de cartas y cogió las reglas.

– Estaba a ochenta kilómetros al sur de nuestra posición cuando levamos anclas para capear la tormenta. No será fácil rodear el arrecife de la Natividad para efectuar el rescate.

Jar reapareció con otro mensaje. Este decía así:

PARA EL SEA SPRITE, DEL CUARTEL GENERAL DE LA NUMA, WASHINGTON. SI ES POSIBLE, INTENTEN EL RESCATE DE LAS PERSONAS EN EL OCEAN WANDERER. CONFÍO EN SU JUICIO Y RESPALDARÉ SUS DECISIONES. SANDECKER.

– Bueno, al menos ahora tenemos la autorización oficial -dijo Maverick.

– Sólo tenemos a cuarenta personas a bordo del Sea Sprite -manifestó Barnum-. En el Ocean Wanderer hay más de mil. No puedo largarme sin que me pese en la conciencia.

– ¿Qué pasará con Dirk y Summer en el Pisces ?

– Creo que podrán capear la tormenta, protegidos como están por el arrecife.

– ¿Disponen de una buena reserva de aire? -preguntó Maverick.

– Suficiente para seis días -respondió Barnum.

– Si esta maldita tormenta acaba de una buena vez, tendríamos que estar allí en dos.





– Siempre y cuando podamos enganchar al Ocean Wanderer y remolcarlo a una distancia segura de la costa.

Maverick hizo una pausa mientras miraba a través de la ventana del puente de mando.

– En cuanto entremos en el ojo del huracán, podremos avanzar a toda máquina.

– Calcula la última posición del hotel y la deriva -ordenó Barnum-. Después fija el rumbo para el encuentro.

Barnum comenzó a levantarse de la silla para ir a ordenarle al radioperador que transmitiera al almirante Sandecker su decisión de intentar el rescate del Ocean Wanderer , cuando vio horrorizado que una ola monstruosa, mucho más grande que cualquiera de las anteriores, se elevaba casi veinticinco metros por encima del puente de mando, que estaba a quince metros por encima de la línea de flotación, y caía con una fuerza descomunal que golpeó y engulló al barco de proa a popa. El Sea Sprite superó valientemente la montaña de agua, y se hundió en lo que parecía un seno sin fondo antes de comenzar a subir de nuevo.

El capitán y Maverick se miraban el uno al otro absolutamente atónitos, cuando una segunda ola todavía mayor que la anterior cayó sobre el barco y lo empujó hacia las profundidades.

Aplastada por millones de toneladas de agua, la proa del Sea Sprite empezó a hundirse cada vez más profundamente, como si no tuviera la intención de detenerse.

10

El Ocean Wanderer estaba ahora totalmente indefenso. Libre de las amarras, el hotel flotante se encontraba a merced de la furia del huracán. Los hombres ya no podían hacer nada para salvar a sus familias y al hotel.

La desesperación de Morton crecía por momentos. Se enfrentaba a una decisión crítica tras otra. Ahora tenía que decidir si ordenaba llenar los tanques de lastre para que el hotel se hundiera en el agua y así reducir la deriva impulsada por la galerna, o vaciar los tanques y dejar que las olas sacudieran la estructura y a los huéspedes como una casa pillada por un tornado.

A simple vista, la primera opción parecía la más práctica. Pero significaba permitir que una fuerza irresistible machacara a placer un objeto prácticamente inmóvil. Ya había secciones de la estructura que comenzaban a ceder, y las bombas de achique trabajaban a pleno rendimiento para sacar el agua que inundaba los niveles inferiores. La segunda opción aumentaría todavía más los sufrimientos de todos los que estaban a bordo y aceleraría el inevitable impacto contra la rocosa costa de la República Dominicana.

Ya se disponía a dar la orden de llenar los tanques de lastre al máximo, cuando el viento empezó a amainar bruscamente. Al cabo de media hora casi había desaparecido del todo y el sol iluminó el hotel con toda su fuerza. Las personas que se encontraban en la sala de baile y el cine prorrumpieron en vítores, convencidos de que lo peor ya había pasado.

Morton no se engañaba. Había disminuido el viento pero el mar seguía revuelto. Miró a través de las ventanas manchadas de sal y vio la pared gris del huracán que se elevaba hasta perderse en el cielo. La tormenta pasaba directamente sobre ellos y ahora mismo acababan de entrar en el ojo. Lo peor aún estaba por llegar.

Dispuesto a aprovechar las pocas horas de calma antes de que acabara de pasar el ojo, Morton llamó a todo el personal de mantenimiento y todos los hombres aptos. Los organizó en grupos de trabajo y los envió a reparar los daños y a reforzar las ventanas de los niveles inferiores, que amenazaban con ceder en cualquier momento. Trabajaron heroicamente y muy pronto sus esfuerzos dieron resultado: bajó el nivel del agua y las bombas comenzaron a ganarle la carrera a las filtraciones.

Morton tenía claro que sólo habían conseguido un alivio que se mantendría mientras estuvieran dentro del ojo, pero era vital mantener la moral y asegurarles a todos que tenían una oportunidad de salvar la vida, aunque él mismo no lo creyera.

Regresó a su despacho y se puso a mirar las cartas marinas de la costa de la República Dominicana, en un intento por adivinar dónde podía tocar tierra el Ocean Wanderer . Con un poco de suerte podrían acabar en alguna de las numerosas playas, pero la mayoría eran demasiado pequeñas, e incluso había algunas que las habían hecho volando la roca con dinamita para construir hoteles. Sus cálculos más optimistas señalaban que tenían un noventa por ciento de probabilidades de chocar contra las rocas, formadas a partir de la lava volcánica millones de años atrás.

Tampoco se le ocurría la manera de sacar a más de mil personas de un hotel encallado y transportarlas sanas y salvas hasta tierra firme mientras eran castigados por unas olas gigantescas.

No parecía haber ninguna manera de evitar un terrible destino. Nunca se había sentido tan vulnerable, tan impotente. Se frotaba los ojos inyectados en sangre cuando el encargado de comunicaciones entró como una tromba en el despacho.

– ¡Señor Morton, vienen a ayudarnos! -gritó.

Morton lo miró, desconcertado por la sorpresa.

– ¿Un barco de rescate?

El hombre sacudió la cabeza.

– No, señor, un helicóptero.

El optimismo de Morton se apagó en el acto.

– ¿De qué nos sirve un helicóptero?

– Han avisado por radio que bajarán a dos hombres en la azotea.

– Imposible.

Entonces se dio cuenta de que sería posible mientras estuvieran en el ojo del huracán. Pasó junto al encargado de comunicaciones, entró en su ascensor privado y subió hasta la terraza. En cuanto se abrieron las puertas y salió a la terraza, se quedó boquiabierto al ver que no quedaba nada de todo el complejo deportivo, excepto la piscina. Pero el golpe más duro fue comprobar que habían desaparecido los botes salvavidas.