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- Sadie -digo suspirando-, si encuentro tu collar, ¿te irás y me dejarás en paz?

- Sí.

- ¿Para siempre?

- Sí. -Sus ojos han empezado a brillar de nuevo.

Cruzo los brazos con severidad.

- Si busco tu collar con todas mis fuerzas, pero no puedo encontrarlo porque se perdió hace tropecientos años o porque (más probable aún) nunca existió, ¿te irás igualmente?

Se produce una pausa. Sadie parece enfurruñada.

- Existió -dice.

- ¿Te irás igualmente? -insisto-. Porque yo no pienso pasarme todo el verano embarcada en una absurda búsqueda del tesoro…

Me mira ceñuda, sin duda pensando en una réplica para desarmarme. Pero no la encuentra.

- Muy bien -acepta al fin.

- De acuerdo. Trato hecho. -Alzo mi copa-. Por el éxito de nuestra búsqueda.

- ¡Venga! ¡Empieza a buscar! -Vuelve la cabeza a ambos lados con impaciencia, como si fuéramos a empezar aquí mismo, en el restaurante.

- ¡No podemos buscar al tuntún! Debemos actuar metódicamente. -Hurgo en el bolso, saco el dibujo y lo despliego sobre la mesa-. Muy bien. Haz memoria. ¿Cuándo fue la última vez que lo llevaste?

Capítulo 5

El hogar de ancianos Fairside está en una calle arbolada de aspecto residencial. Es un edificio de doble fachada, todo de ladrillo rojo, con visillos en las ventanas.

Lo examino desde la acera de enfrente y miro a Sadie, que me ha seguido en silencio desde la estación de Potters Bar. Ha venido conmigo en tren, pero apenas la he visto, porque se ha pasado todo el rato revoloteando por el vagón, mirando a la gente, surgiendo del suelo de repente para enseguida desaparecer de nuevo.

- Así que es aquí donde vivías -digo con una vivacidad que suena algo falsa-. ¡Es muy bonito! Y con un jardín encantador -añado, señalando un par de arbustos birriosos.

Sadie no contesta. La observo y percibo una sombra de tensión en su pálido rostro. Debe de resultarle extraño volver aquí. Me pregunto hasta qué punto recuerda el lugar.

- Oye, ¿cuántos años tienes? -le digo con curiosidad-. Bueno, ya sé que tienes ciento cinco. Pero quiero decir ahora. Tal como eres… en este momento.

Sadie parece desconcertada. Se mira los brazos, examina su vestido y palpa, pensativa, la tela.

- Veintitrés -dice al fin-. Sí, creo que veintitrés.

Hago un rápido cálculo mental. Murió a los ciento cinco, lo cual significa que…

- Tenías veintitrés en mil novecientos veintisiete.

- ¡Exacto! -Su expresión se anima-. El día de mi cumpleaños mis amigas se quedaron a dormir en casa. Bebimos gin fizz toda la noche y bailamos hasta el alba… ¡Ay, cómo añoro esas fiestas! -Se abraza a sí misma-. ¿Vosotras también os pasáis toda la noche de juerga?

Me pregunto si un ligue de una noche entrará en la misma categoría de juerga…

- No sé si es exactamente lo mismo… -Me interrumpo al ver la cara de una mujer que me observa desde la ventana más alta-. Anda, vamos allá.

Cruzo deprisa la calle, subo por el sendero hasta la enorme puerta principal y pulso el botón del interfono.

- ¿Hola? -digo-. No, no tenía cita.

Se oye girar la llave en la cerradura y se abre la puerta. Una enfermera de uniforme azul me recibe con una ancha sonrisa. Es una mujer de treinta y pocos años, con el pelo recogido y una cara rolliza y lechosa.

- ¿Qué desea?





- Bueno, verá, me llamo Lara y he venido a causa de una… antigua residente. -Le echo un vistazo a Sadie.

Ha desaparecido.

Escruto el jardín de una ojeada, pero se ha esfumado del todo. Maldita sea, me ha dejado en la estacada.

- ¿Una antigua residente? -apunta la enfermera.

- Sí… Sadie Lancaster.

- ¡Sadie! -Su expresión se ablanda en el acto-. ¡Pase! Yo soy Gi

La sigo por un vestíbulo cubierto de linóleo. Huele a cera de abeja y desinfectante. Todo está en silencio, aparte del chirrido de las suelas de goma de la enfermera y el sonido lejano de un televisor. Por una puerta vislumbro a dos ancianas sentadas, con mantitas de ganchillo en las rodillas.

A decir verdad, nunca he conocido a una persona mayor. Muy, muy mayor, quiero decir.

- ¡Hola! -Saludo nerviosamente con la mano a una señora de pelo blanco cuando pasamos por su lado. Su rostro se contrae en una mueca de angustia. La he pifiado-. Perdone -le digo en voz baja-. No pretendía…

Enseguida se le acerca otra enfermera y yo me apresuro a seguir a Gi

- ¿Es usted de la familia? -me pregunta, haciéndome pasar a una salita.

- Soy la sobrina nieta.

- ¡Estupendo! -exclama, encendiendo el calentador de agua-. ¿Una taza de té? Estábamos esperando que llamase alguien. No ha venido nadie a recoger sus cosas.

- Para eso venía. -Titubeo y decido lanzarme-. Estoy buscando un collar que creo que perteneció a Sadie. Un collar de cuentas de cristal, con una libélula montada sobre diamantes de imitación. -Sonrío como disculpándome-. Sé que no es fácil y supongo que usted ni siquiera…

- Ya sé a cuál se refiere.

- ¿Qué? -La miro como una tonta-. ¿Quiere decir que… existe?

- Sadie tenía algunas cosas preciosas. -Sonríe-. Pero ésa era su preferida. Siempre se ponía ese collar.

- ¡Vaya! -Trago saliva, sin perder la compostura-. ¿Podría verlo?

- Estará en la caja -dice-. Debo pedirle que rellene primero un impreso… ¿Lleva algún documento que la identifique?

- Claro. -Hurgo en el bolso con el corazón a cien. No puedo creer que haya sido tan fácil.

Mientras relleno los datos del formulario, sigo echando vistazos alrededor, pero Sadie no aparece por ningún lado. ¿Dónde se ha metido? ¡Se está perdiendo el gran momento!

- Aquí está. -Le entrego la hoja a Gi

- Los abogados nos dijeron que sus parientes más cercanos no tenían interés en recoger sus efectos personales. Sus sobrinos, ¿no? Nunca los vimos por aquí.

- Ah. -Me sonrojo-. Mi padre y mi tío.

- Los hemos conservado por si cambiaban de opinión. -Gi

Es la misma anciana arrugadita de la otra foto. Aparece envuelta en un chal rosa de encaje y lleva una cinta en su pelo de algodón de azúcar. Noto un pequeño nudo en la garganta mientras examino la foto. No consigo relacionar esa cara diminuta y cubierta de arrugas con el perfil elegante y orgulloso de Sadie.

- Ésta es de cuando cumplió los ciento cinco -dice Gi

En la foto, Sadie está detrás de un pastel de cumpleaños y las enfermeras se apiñan alrededor con tazas de té, amplias sonrisas y sombreritos de fiesta. Mientras las contemplo, siento cada vez más vergüenza. ¿Cómo no estábamos allí? ¿Por qué no la rodeábamos nosotros: mamá, papá y yo, y todos los demás?

- Ojalá hubiese asistido. -Me muerdo el labio-. Quiero decir… yo no sabía…

- No es fácil. -Gi

Me acuerdo del miserable funeral en aquella sala vacía y me siento peor todavía.

- Sí, más o menos… ¡Eh! -Un detalle de la fotografía me ha llamado la atención-. ¡Un momento! ¿Es ése?

- Sí, el collar de la libélula -asiente Gi