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- No te oigo -murmuro, feroz-. No te veo. No existes. Voy a ir al médico para conseguir una medicina y librarme de ti.

- ¿Adónde ha ido tu amante?

- No era mi amante -le espeto bajando la voz-. Estaba intentando hacer negocios con él y la cosa se ha estropeado por tu culpa. Lo has echado todo a perder. Todo.

- Ah. -Arquea las cejas sin el menor arrepentimiento-. No veo cómo puedo haberlo hecho si no existo.

- Pues lo has hecho. Y ahora estoy aquí acorralada, ante estas absurdas ostras que ni me gustan ni puedo permitirme, y ni siquiera sé cómo se comen…

- ¡Es muy fácil comerse una ostra!

- Qué va.

En la mesa contigua, una rubia con un vestido estampado le da un codazo a una de sus emperifolladas acompañantes mientras me señala con disimulo. Estoy hablando sola. Debo de parecer una chiflada. Cojo un panecillo y empiezo a untarlo de mantequilla sin mirar a Sadie.

- Disculpe. -La rubia se inclina hacia mí con una sonrisa-. No he podido evitar oírla. No quisiera interrumpir, pero… ¿ha dicho que lleva un teléfono incrustado en un pendiente?

Le sostengo la mirada mientras me devano los sesos para encontrar otra respuesta que no sea «sí».

- Sí -digo por fin.

La mujer se tapa la boca con una mano.

- Increíble. ¿Cómo funciona?

- Tiene un… chip especial. De última generación. Japonés.

- He de conseguir uno. -Observa maravillada mis pendientes de Claire’s Accessories (5,99 libras)-. ¿Dónde los venden?

- Éste es un prototipo. Estarán a la venta en un año.

- Bueno, ¿y usted cómo lo ha conseguido? -Me lanza una mirada agresiva.

- Bueno… es que conozco a unos japoneses. Lo siento.

- ¿Puedo verlo? -Extiende la mano-. ¿Le importaría quitárselo un momento para mostrármelo?

- Es que… ahora mismo me está entrando una llamada. Noto la vibración.

- Yo no veo nada. -Escruta mi oreja con aire incrédulo.

- Es muy sutil -digo a la desesperada-. Microvibraciones. Eh… ¿qué tal, Matt? Sí, puedo hablar.

Le hago gestos de disculpa a la mujer, que vuelve a su comida de mala gana. Veo que me señala y les habla de mí a sus amigas.

- Pero ¿qué dices? -Sadie me mira con desdén-. ¿Cómo va a haber un teléfono en un pendiente? Parece un acertijo.

- No lo sé. No empieces a darme la lata tú también. -Pincho una ostra sin ningún entusiasmo.

- ¿De veras no sabes cómo se comen las ostras?

- Nunca las he comido.

Sadie menea la cabeza.

- Coge el tenedor. El de marisco. ¡Venga! -Le lanzo una mirada suspicaz, pero obedezco-. Has de desprenderla por todos lados, asegurarte de que está despegada del caparazón… Ahora échale un chorrito de limón y tómala. Así. -Hace el gesto para mostrármelo y yo la imito-. Echa la cabeza atrás y trágatela. Toda. ¡Como vaciando la copa de un trago!

Es como tragarse un trozo gelatinoso de mar. Me las arreglo para sorberlo todo ruidosamente, tomo la copa y bebo un buen trago de champán.

- ¿Has visto? -Sadie me mira con gula-. ¿A que es deliciosa?

- Pse, está bien -digo a regañadientes.

Dejo la copa y la observo en silencio. Está repantigada en la silla como si fuera la dueña del local: con un brazo extendido a un lado y el bolsito colgado de la muñeca con su cadenita de cuentas.

Es un producto de mi fantasía, me digo. Una invención de mi subconsciente. Aunque… mi subconsciente no sabe cómo se come una ostra, ¿no?

- ¿Qué pasa? -dice, adelantando la barbilla-. ¿Por qué me miras así?





Mi cerebro se aproxima muy lentamente a una conclusión. A la única posible.

- Eres un fantasma, ¿no? -digo por fin-. No eres una alucinación, sino un fantasma de verdad, vivito y coleando.

Ella se encoge de hombros, como si no le interesara el tema.

- ¿No es cierto?

Tampoco ahora responde. Tiene la cabeza ladeada y se mira las uñas. Quizá no quiera ser un fantasma. Bueno, pues mala suerte. Porque lo es.

- Eres un fantasma. Estoy segura. ¿Y yo qué soy, entonces? ¿Una médium?

Un hormigueo me recorre la cabeza mientras digiero esta revelación. Siento escalofríos. Puedo hablar con los muertos. Yo, Lara Lington. Siempre he sabido que era distinta.

Imagínate todas las implicaciones. ¡Piensa en lo que significa! Quizá empiece a hablar con otros fantasmas. Con montones de ellos. Dios mío, ¡podría tener mi propio programa en la tele! ¡Hacer giras por todo el mundo! ¡Ser famosa! Tengo una repentina visión de mí misma en un plato, atrayendo espíritus y almas en pena mientras el público observa con ojos desorbitados. Con un arranque de excitación, me inclino sobre la mesa.

- ¿Conoces a otras personas muertas? ¿Puedes presentármelas?

- No. -Sadie se cruza de brazos y pone morritos-. A ninguna.

- ¿Has conocido a Marilyn? ¿Y a Elvis? ¿O… a la princesa Diana? ¿Es simpática? ¿Y a Mozart? -Casi me marean las posibilidades que se despliegan en mi imaginación-. Es alucinante. Tienes que describírmelo. Contarme cómo son las cosas… ahí.

- ¿Dónde?

- Ahí… Ya me entiendes.

- No he ido a ninguna parte. -Me mira con ceño-. No he conocido a nadie. Me despierto y es como si estuviera en un sueño. Un sueño espantoso. Porque yo sólo quiero mi collar, pero ¡la única persona que me entiende se niega a ayudarme! -Me lanza una mirada tan acusadora que consigue indignarme.

- Bueno, si no te hubieras presentado y lo hubieras estropeado todo, esa persona tal vez tendría ganas de ayudarte. ¿No se te ha ocurrido pensarlo?

- ¡Yo no he estropeado nada!

- ¡Cómo que no!

- Te he enseñado a comer ostras, ¿no?

- ¡No necesitaba aprender a comerme una ostra asquerosa! Lo que quería era que mi candidato no se retirara.

Por un instante, parece acorralada. Pero enseguida alza la barbilla otra vez.

- No sabía que era tu candidato. Pensaba que era tu amante.

- Bueno, pues ahora mi empresa está hundida. Y yo no puedo permitirme esta comida absurda. Un desastre completo. Y todo por tu culpa.

Cojo otra ostra, malhumorada, y empiezo a sacarla con el tenedor. Le echo un vistazo a Sadie. Todos sus ánimos parecen haberse evaporado. Ahora se abraza las rodillas con ese aire alicaído de flor marchita. Me mira a los ojos y baja otra vez la cabeza.

- Lo siento mucho -susurra-. Te pido perdón por haberte causado tantos problemas. Si pudiera comunicarme con otra persona, te aseguro que lo haría.

Ahora soy yo la que se siente mal, claro.

- Mira -le digo-, no es que no quiera ayudarte…

- Es mi último deseo. -Sadie me mira con sus ojos oscuros y aterciopelados y con un triste mohín en los labios-. Es mi único deseo. No quiero nada más, no te pediré ninguna otra cosa. Sólo mi collar. Sin él no puedo descansar. No puedo…

Se interrumpe y mira para otro lado, como incapaz de terminar la frase; o como si no quisiera terminarla.

Pisamos un terreno delicado. Pero estoy demasiado intrigada para dejarlo pasar.

- Cuando dices que «no puedes descansar» sin tu collar -intento aventurarme con delicadeza-, ¿te refieres a sentarte y relajarte? ¿O a «descansar» en el sentido de irte…? -Veo su expresión glacial y me corrijo-. O sea, al otro mun… quiero decir, de pasar a mejor… de alcanzar la otra… -Me restriego la nariz, sofocada.

Por Dios, esto es un campo minado. ¿Cómo debería decirlo? ¿Cuál es la expresión políticamente correcta?

- O sea -intento una aproximación distinta-, ¿cómo funciona exactamente?

- ¡No sé cómo funciona! No me han dado un folleto de instrucciones, ¿sabes? -dice en tono cáustico, pero detecto un destello de inseguridad en sus ojos-. Yo no quiero estar aquí. Me he encontrado aquí. Y lo único que sé es que he de recuperar mi collar. Sólo eso. Y que necesito tu ayuda.

Se hace un silencio. Me trago otra ostra, la cabeza llena de pensamientos incómodos. Es mi tía abuela. Y es su último deseo. Debería esforzarme en satisfacerla. Aunque parezca absurdo e imposible.