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- ¡No habrá sitio! -digo repentinamente aliviada-. Estará lleno.

- Ha dicho que puede conseguir una reserva. Conoce a alguien. Y la va a poner a tu nombre.

- Maldita sea.

Kate se mordisquea el pulgar.

- ¿Cuánto queda en el fondo de gastos?

- Unos cincuenta peniques -suspiro-. Estamos sin blanca. Tendré que usar mi tarjeta de crédito.

- Bueno, valdrá la pena. Es una inversión, ¿no? Has de dar la imagen de una ejecutiva de tomo y lomo. Cuando te vean almorzando en Lyle Place, todos pensarán: «¡Vaya, tiene que irle de fábula si puede permitirse traer a sus clientes aquí!»

- Pero ¡es que no puedo permitírmelo! ¿No podemos llamarle y cambiarlo por un café?

Incluso antes de terminar de decirlo, me doy cuenta de lo patético que quedaría. Si quiere un almuerzo en Lyle Place, tendrá un almuerzo en Lyle Place.

- Quizá no sea tan caro como creemos -dice Kate, esperanzada-. Al fin y al cabo, los periódicos no paran de hablar de lo mal que va la economía, ¿no? Quizá han bajado los precios. O tienen una oferta especial.

- Cierto. Y a lo mejor él no pide gran cosa -añado con repentina inspiración-. A ver, es deportista. No puede ser un tragaldabas.

- Claro que no. Tomará, no sé, un poquito de sashimi y un vaso de agua. Y segurísimo que no bebe. Ya nadie bebe en el almuerzo.

Empiezo a sentirme más optimista. Kate tiene razón. Hoy en día nadie bebe alcohol en las comidas de negocios. Y podemos limitarnos a tomar un plato y el postre. O sin postre. Un entrante y una buena taza de café. ¿Qué tiene de malo?

Y en todo caso, comamos lo que comamos, tampoco puede costar tanto, ¿no?

Ay, Dios mío, creo que voy a desmayarme.

Salvo que no puedo, porque Clive Hoxton acaba de pedirme que le repita las condiciones del puesto.

Estoy sentada en una silla transparente ante una mesa cubierta con un mantel impecable. A mi derecha está el famoso acuario de langostas, lleno de crustáceos de todas clases que se arrastran entre rocas y que, de vez en cuando, acaban en la red de un tipo que ha de subirse a una escalera para pescarlos. A la izquierda hay una jaula de pájaros exóticos, cuyos trinos se mezclan con el murmullo de fondo de la fuente que ocupa el centro del salón.

- Bueno. -Mi voz suena apagada-. Como bien sabes, Leonidas Sports acaba de comprar una cadena holandesa…

Mientras voy hablando en piloto automático, mis ojos recorren la carta impresa en plexiglás. Cada vez que veo un precio, siento un escalofrío.

«Ceviche de salmón al estilo origami: 34 libras.»

Y es un entrante. ¡Un entrante!

«Media docena de ostras: 46 libras.»

No hay ninguna oferta especial. Ni el menor indicio de estos tiempos difíciles. A lo largo del salón, la gente come y bebe despreocupada, como si todo esto fuera completamente normal. ¿Fanfarronean? ¿Están todos temblando por dentro? Si me subiera a una silla y gritara: «¡Es demasiado caro! ¡No estoy dispuesta a pasar por el aro!», ¿desataría una desbandada en masa?

- Naturalmente, el consejo de administración quiere un director de marketing capaz de supervisar esta nueva expansión…

Ni siquiera yo entiendo las tonterías que digo. Me estoy armando de valor para echar un vistazo a los platos principales.

«Filete de pato con tres combinaciones de naranja: 59 libras.»

El estómago se me encoge otra vez. No paro de hacer cuentas y el resultado nunca baja de las trescientas libras, lo cual empieza a provocarme náuseas.

- ¿Agua mineral? -Ha aparecido un camarero y nos ofrece a cada uno un recuadro de plexiglás azulado-. Ésta es nuestra carta de aguas. Si les gusta con gas, la Chetwyn Glen es una auténtica delicia -añade-. Se filtra entre rocas volcánicas y tiene un sutil regusto alcalino.

- Ah. -Me obligo a asentir en plan inteligente y el camarero me mira sin parpadear. Seguro que, en cuanto regresan a la cocina, se mondan de risa: «¡Quince pavos, ha pagado! ¡Por una botella de agua!»

- Prefiero Pellegrino -dice Clive, encogiéndose de hombros. Tiene cuarenta y pico años, el pelo grisáceo, ojos de rana y bigote. No ha sonreído ni una vez desde que nos hemos sentado.

- ¿Una botella de cada, pues? -sugiere el camarero.

¡Nooo! ¡Ni hablar de dos botellas de agua carísima!





- ¿Y qué te apetece comer, Clive? -digo con una sonrisa-. Si tienes prisa, podemos pasar directamente al plato principal…

- No tengo prisa. -Me mira suspicaz-. ¿Y tú?

- Ninguna -me apresuro a responder-. Elige lo que te apetezca. -Pero no las ostras, por favor. Las ostras no…

- Las ostras, para empezar -dice, pensativo-. Y luego estoy dudando entre la langosta y el risotto con setas.

Recorro discretamente la carta con la vista. La langosta, 90 libras; el risotto, 45.

- Difícil elección. -Intento adoptar un tono informal-. ¿Sabes?, el risotto es siempre mi favorito.

Se hace un silencio mientras Clive examina la carta con ceño.

- Me encanta la comida italiana -digo con una risita relajada-. Y seguro que las setas están deliciosas. Pero tú decides, Clive.

- Si no se decide -propone el camarero, solícito-, puedo traerle ambas cosas: la langosta y un risotto más reducido.

¿Que puede qué…? ¿Quién le ha pedido que se meta?

- ¡Excelente idea! -Me sale una voz más aguda de lo que quisiera-. ¡Dos segundos platos! ¿Por qué no?

El camarero me mira con ojos sardónicos y deduzco que me lee el pensamiento. Sabe que estoy sin blanca.

- ¿Y para la señora?

Recorro con un dedo la carta arrugando el ceño.

- La verdad es que… he asistido a un desayuno de trabajo bastante copioso esta mañana. Así que tomaré solamente una ensalada César. Sin entrante.

- Una ensalada César, sin entrante. -El camarero asiente, impertérrito.

- ¿Te apetece seguir con agua, Clive? -Procuro eliminar de mi voz cualquier matiz esperanzado-. ¿O quieres vino? -Sólo de pensar en la carta de vinos me recorre un temblor.

- Echemos un vistazo a la carta. -A Clive se le ilumina la expresión.

- ¿Y tal vez una copa de champagne gran reserva para empezar? -sugiere el camarero con una sonrisa afable.

El muy sádico no puede sugerir simplemente champán. Ha de ser «champagne gran reserva»… Grrrr.

- ¡Creo que me dejaré convencer! -dice Clive, con una lúgubre risita, y yo me obligo a sumarme a la propuesta.

El camarero se aleja finalmente, después de servirnos sendas copas de un champán que debe de costar una millonada. Me siento un poco mareada. Pasaré el resto de mi vida pagando este almuerzo. Pero habrá valido la pena. Tiene que valerla.

- Bueno -digo con vivacidad, alzando mi copa-. ¡Por el puesto! Estoy muy contenta de que hayas cambiado de opinión, Clive.

- No he cambiado -dice, bebiéndose media copa de un trago.

Lo miro desconcertada. ¿Me estoy volviendo loca? ¿Habrá entendido mal Kate?

- Pero yo creía…

- Es una posibilidad. -Parte un panecillo-. No estoy satisfecho con mi trabajo ahora mismo y empiezo a considerar la posibilidad de un cambio. Pero veo algunos inconvenientes en Leonidas Sports. Adelante, véndeme el puesto.

Por un momento, me quedo sin habla de pura consternación. ¿Me estoy gastando con este tipo el equivalente de lo que costaría un coche sencillito y al final quizá ni siquiera le interese el trabajo? Bebo un sorbo de agua y levanto la vista, adoptando con esfuerzo mi sonrisa más profesional. Puedo ser como Natalie. Sí, soy capaz de venderle este puesto.

- Clive, tú no estás satisfecho con tu puesto actual. Y para un hombre de tu talento eso es un crimen. ¡Mírate! Deberías estar en un sitio que te revalorizara como profesional.

Hago una pausa con el corazón palpitante. Me escucha atentamente. Ni siquiera ha untado el panecillo con mantequilla. Por ahora vamos bien.

- En mi opinión, el puesto en Leonidas Sports sería el movimiento ideal para tu carrera. Eres un ex deportista… y estamos hablando de una empresa de material deportivo. Te encanta jugar al golf… ¡y Leonidas Sports tiene un catálogo entero de ropa y accesorios de golf!