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- No está permitida la entrada de perros en el edificio -responde con amabilidad-. Lo siento, Lara, es una de las condiciones del seguro.

- Claro. Está bien, lo entiendo. -Hago una pausa-. La cuestión es que Shireen cree haber oído un perro allí. Varias veces.

- Se equivoca -responde Jean tras una fracción de segundo-. Aquí no hay perros.

- ¿Ninguno? ¿Ni un cachorro? -Esa vacilación me ha puesto la mosca detrás de la oreja.

- Ni un cachorro. -Ha recobrado la calma-. Ya te lo he dicho, es una política que afecta a todo el edificio.

- ¿Y no podríais hacer una excepción con Shireen?

- Me temo que no. -Es educada pero inflexible.

- Bueno, gracias por atenderme.

Cuelgo y comienzo a dar golpecitos con el lápiz en mi bloc de notas. Aquí hay gato encerrado… bueno, perro. Seguro que hay uno en el edificio. Pero ¿qué puedo hacer? No voy a llamar otra vez a Jean para decirle: «No te creo.»

Tras un suspiro, vuelvo a marcar el número de Shireen.

- Lara, ¿eres tú?

Ha descolgado en el acto, como si hubiera estado esperando junto al teléfono, cosa bastante probable. Shireen es una chica muy brillante y apasionada. Me la imagino ahora mismo dibujando esa interminable rejilla geométrica que garabatea obsesivamente allí donde esté. Es muy probable que necesite un perro para conservar la cordura.

- Sí, soy yo. He llamado a Jean y dice que nadie tiene un perro en el edificio. Dice que es una cláusula del seguro.

Un silencio mientras Shireen digiere la información.

- Mienten -dice al fin-. Hay un perro allí, seguro.

- Shireen… -Me dan ganas de aporrearme la cabeza contra la mesa-. ¿No podrías haber comentado antes lo del perro? ¿En alguna de las entrevistas, por ejemplo?

- Di por sentado que no habría problema. Oye, ¡yo oí ladrar a ese perro! Cuando hay un perro en un sitio lo percibes… Bueno, yo no pienso trabajar sin Flash. Lo lamento, Lara, voy a tener que renunciar al puesto.

- ¡Noooo! -salto consternada-. Quiero decir… no tomes una decisión precipitada, Shireen, por favor. Yo me encargo de arreglarlo, te lo prometo. Te llamaré muy pronto. -Cuelgo jadeando y hundo la cabeza entre los brazos-. ¡Mierda!

- ¿Qué piensas hacer? -pregunta Kate.

- No lo sé. ¿Qué haría Natalie?

Instintivamente, nos volvemos hacia su escritorio, reluciente y vacío. Tengo una repentina visión de Natalie sentada allí: tamborileando sobre la mesa con las uñas pintadas y levantando la voz mientras hace una llamada de alto nivel. Desde que se fue, la cantidad de decibelios en este despacho ha disminuido un ochenta por ciento.

- Tal vez le habría dicho a Shireen que debía ocupar el puesto y que la demandaría si no lo hacía -aventura Kate.

- Le habría dicho que se dejara de pamplinas, desde luego. La habría tachado de excéntrica y poco profesional.

Una vez oí a Natalie echándole la bronca a un tipo que dudaba si aceptar un puesto en Dubái. No fue agradable.

Por mucho que me niegue a admitirlo, ahora que conozco las ideas y la manera de hacer negocios de Natalie, la verdad es que no me identifico demasiado con su estilo. Lo que a mí me atraía de este oficio era la idea de trabajar con gente, de cambiar sus vidas. Cuando salíamos a tomar una copa y Natalie me contaba anécdotas de cómo había cazado a un talento fuera de serie, yo me interesaba tanto en la historia que había detrás como en la operación misma. Creía que ayudar a la gente en su carrera daba más satisfacción que vender coches. Pero ese aspecto de la cuestión no parece ocupar un lugar muy destacado en su agenda.

Quiero decir, sí, ya sé que soy una novata. Y a lo mejor un poquito idealista, como siempre me dice papá. Pero el trabajo es una de las cosas más importantes de la vida, y debería satisfacer a las personas. El sueldo no lo es todo.

Pero, claro, por eso Natalie es una cazatalentos de éxito y ha cobrado comisiones espectaculares, y yo no. Y la verdad es que ahora mismo necesitamos comisiones como sea.





- O sea, debería llamar a Shireen otra vez y hacerle pasar un mal rato -admito a regañadientes.

Se hace un silencio. Kate parece tan afligida como yo.

- La cuestión es… -titubea- que tú no eres Natalie. Y mientras ella no esté, la jefa eres tú. Así que deberías hacer las cosas a tu manera.

- ¡Exacto! -exclamo aliviada-. Es cierto. Soy la jefa. Y lo que yo digo es… que primero voy a pensármelo.

Procurando que parezca una manera firme de actuar, y no de escabullirse, aparto el teléfono y empiezo a echar un vistazo al correo. Una factura de papel de oficina. Un oferta para enviar a todo mi personal a un viaje a Aspen destinado a «crear equipo». Y en la base del montón, el Business People, una revista de famosos del mundo de los negocios. Me pongo a hojearla, a ver si encuentro a alguien que pueda convertirse en director de marketing de Leonidas Sports.

Business People es una lectura esencial para un cazatalentos. Consiste básicamente en una página tras otra de fotos de tipos dinámicos vestidos a la última, que tienen despachos inmensos y espacio de sobra para colgar el abrigo. Pero, por Dios, es deprimente. Mientras voy pasando de un personaje de altos vuelos a otro, mi ánimo decae progresivamente. ¿Qué me pasa? Que sólo hablo un idioma. Que nunca me han propuesto presidir un comité internacional. Que no tengo un guardarropa de trabajo con trajes chaqueta de Dolce amp;Gabbana y camisas estrafalarias de Paul Smith.

Cierro tristemente la revista, echo la cabeza atrás y contemplo el techo mugriento. ¿Cómo lo consiguen? Mi tío Bill y toda esa gente que sale en la revista… Deciden abrir una empresa y se convierte en un éxito instantáneo. Parece tan fácil…

- Sí… sí… -Kate está haciéndome señales desde su mesa. La veo roja de excitación mientras habla por teléfono-. Estoy segura de que Lara podría hacerle un hueco en su agenda; por favor, aguarde un momento…

Pulsa el botón de espera y suelta un chillido:

- ¡Es Clive Hoxton! El que dijo que no estaba interesado en Leonidas Sports -añade al ver que no reacciono-. El tipo del rugby. Pues quizá sí lo esté, después de todo. Quiere concertar un almuerzo para hablarlo.

- Dios mío… ¡Él! -La moral me sube de golpe. Clive Hoxton es el director de marketing de Arberry Stores y fue jugador de rugby del Doncaster. No podría ser más perfecto para el puesto de Leonidas Sports, pero cuando hablé con él me dijo que no quería cambiar. ¡No puedo creer que haya llamado!

- ¡Aguantemos el tipo! -digo-. Finge que estoy ocupadísima entrevistando a otros candidatos.

Kate asiente.

- Déjeme ver… -dice al auricular-. Lara tiene hoy una agenda muy apretada. Veamos… Ah, qué suerte. Le ha quedado un hueco imprevisto. ¿Quiere indicarme un restaurante?

Me sonríe de oreja a oreja y yo le choco esos cinco en el aire. ¡Clive Hoxton es un nombre de primera! Es expeditivo y un jugador curtido. Equilibrará la balanza junto al bicho raro y la cleptómana. De hecho, si podemos meterlo en la selección final, me quitaré de encima a la cleptómana, decido sobre la marcha. Y el bicho raro tampoco es tan desastroso si encontramos un modo de librarlo de la caspa…

- ¡Todo arreglado! -dice Kate tras colgar-. Almuerzas con él a la una en punto.

- ¡Magnífico! ¿Dónde?

- Bueno, ésa es la única pega. -Titubea-. Le he pedido que escogiera un restaurante y ha dicho…

- ¿Qué? -El corazón me palpita-. ¿No será en Gordon Ramsay? ¿O en ese tan pijo de Claridge?

Kate hace una mueca.

- Peor. Lyle Place.

Se me encoge el estómago.

- Bromeas.

Lyle Place abrió hace unos dos años y fue bautizado de inmediato como «el restaurante más caro de Europa». Tiene una fuente en medio del local y un enorme acuario de langostas, y lo frecuentan muchos famosos. Obviamente, yo nunca he estado. Todo lo que sé lo he leído en el Evening Standard.

Nunca deberíamos haber permitido que él eligiese el restaurante. Tendría que haberlo hecho yo. Habría escogido el Pasta Pot, que está a la vuelta de la esquina y tiene un menú a mediodía de 12,95, copa de vino incluida. No me atrevo siquiera a pensar lo que me costará un almuerzo para dos en Lyle Place.