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»El muy hipócrita se inclinó sobre mi cara y me palmoteo una mejilla.

»-Confíe en nosotros, soldadito. Vamos a sacarle de aquí en un tiempo récord. Pronto podrá ir al frente y cubrirse de gloria.

»-¿De verdad es posible curarme? – conseguí suspirar.

»Dijo que sí con una ancha sonrisa. Le cogí una mano y se la lamí como un tigre hambriento que ha encontrado unas gotas de sangre.

»-Dios se lo pagará, señor comandante.

»Me miró un instante con expresión muy extraña, y después se marchó casi corriendo, seguido por todo su séquito.

»Me curaron en once días. ¡Que el diablo se les lleve! Estaba tan curado que regresé al cuartel marcando el paso de la oca, escoltado por tres Sanitatsfeldwebel. Gocé de la compañía de cuatro aspirantes a héroe más que eran cuidados, respectivamente, por reumatismo, nefritis, imbecilidad crónica y amnesia. Al último le curaron de un modo tan radical que recordaba tolos los detalles de la vida de su tatarabuela.

Todos convinimos en que la medicina había hecho progresos enormes.

– En el regimiento nos las hacían pasar de todos los colores -prosiguió Porta-. Hasta el punto de que el nefrítico consideró que la única manera de librarse de su enfermedad era meterse en la boca el cañón de un fusil y apretar el gatillo con el pie. La mitad de sus sesos quedó pegada en el techo.

»El suboficial Gerner intentaba hacernos recobrar la serenidad mediante una buena canción militar. En cuclillas, sosteniendo una silla con los brazos extendidos, cantábamos:

Soy un hombre libre y orgulloso de ser húsar.

Todas las mujeres me aman.

Nuestro estandarte es el símbolo de la libertad.

Ola-hi, Ola-ho.

»Gerner, en pie sobre la mesa, llevaba el compás con su bastón de mando, amenazándonos con la reclusión a perpetuidad.

»Gerner había inventado un sistema de limpiar el polvo. Ordenaba a un soldado que se encaramara a un armario sobre el que tenía que dar vueltas, apoyando en el vientre. Si después todavía quedaba polvo, los otros debían agarrar por las manos y los pies al limpiador y arrastrarlo por toda la superficie. El suelo era barrido de la misma manera. La mitad de los hombres se echaban de bruces. La otra mitad tiraba de ellos por los pies. Gerner, en pie sobre la mesa, vociferaba:

»-¡Comando de barrido! ¡De frente, marchen!

»Caminábamos al paso de la oca hasta llegar a la pared de enfrente, y, a la orden de Gerner, dábamos media vuelta.

»-¡Media vuelta a la derecha! Si un aspirador ve un gramo de polvo, que lo lama.

»-¿Os acordáis de Schnitius? -preguntó Porta, riendo-. ¿Al que le amputaron los pies? Un día, se olvidó de vaciar un cenicero. Lo descubrió un segundo antes de que Gerner inspeccionara la sala. Escondió el cenicero, lleno, a toda velocidad, debajo de una almohada; pero Gerner debía de ser un extralúcido. Tenía una manera especial de mirar al responsable de la sala. Schnitius se quedaba siempre mudo de terror. Gerner debía arrancarle el informe con sacacorchos. Pero, aquella vez, apenas hubo dicho «La sala limpia y aireada», cuando Gerner lanzó uno de sus célebres aullidos y empezó a levantar las almohadas.

»Al ver el cenicero lleno, gritó a Schnitius, cuyo rostro se había vuelto verde:

»-¿Eres tú quien ha escondido esta mierda aquí?

»-Sí, Herr Unteroffzier -tartamudeó Schnitius.

»Gener sacó su pistola y la amartilló.

»-Merecerías que te matara; pero soy bueno. Si haces desaparecer inmediatamente esta porquería, te perdono por esta vez.

»-¿Cómo, Herr Unteroffzier?



»-Trágatela – ordenó Gerner.

»Schnitius se tragó el montón y lamió el cenicero hasta que quedó brillante. Poco después, se sintió mal y tuvo ganas de vomitar. Llegaba ante la puerta de las letrinas cuando se le escapó. Gerner, sentado en el interior, le oyó.

»-¿Qué es eso? -vociferó.

»Schnitius dio un respingo y gritó, encarado hacia la puerta:

»-El Panzerschütze Schnitius comunica que ha vomitado, Herr Unteroffzier.

»-¡Lámelo! -ordenó Gerner, secamente.

«Schnitius estaba en plena actividad cuando fue interrumpido por nuestro jefe de Compañía.

– ¿Quién era vuestro jefe? -preguntó Heide.

– El teniente He

– Un hombre estupendo -observó Barcelona-. Lo tuve como jefe de sección. No toleraba las marrullerías. ¿Qué le hizo a Gerner?

»-¡Válgame el cielo! -prosiguió Porta-. ¡Menudo jaleo! -He

»Pero antes de terminar su discurso, Edel hizo salir a Schnitius y, dando vueltas a su alrededor, se dirigió a los suboficiales reunidos:

»-Mirad bien este montón de basura. Se ha pasado la noche contándole historias al jefe. Tenemos el deber, señores, de enseñarle a amar la verdad. Ha tenido malos padres. Hay que reeducarlo.

»-Schnitius había metido la pata hasta el corvejón -prosiguió Porta-. Hubiese debido decir a He

– Ibas a hablarnos de una propuesta de matrimonio -le interrumpió el Viejo.

– ¡Caramba, es verdad! Bueno, allá va. Me había encaprichado de una de las gachís que andaban siempre tras el comandante Meyer. Cuando salí de la jaula, le envié una tarjeta. Primero, compré una en la cantina. Ya sabéis una verdadera tarjeta militar que representaba a un Feldwebel del 96 que estaba estrangulando a un dragón polaco. Encima, escrito con grandes letras, decía: «Venganza.» Nada más. Al enviarle la tarjeta me dije que a lo mejor la beldad no lo entendería. Así, pues, le envié otra ante la que no había la menor duda.

– ¿Qué dibujo había? -preguntó Steiner.

– ¡Caramba, qué hermoso era! -explicó Porta-. Representaba a un aviador y a una muchacha sentados en un banco. La mano del héroe volador reposaba en la cadera de ella, que le miraba dulcemente. Escribí unas palabras bien escogidas: «Mi graciosa y noble señorita.»

– ¿Era noble? -preguntó Heide, sorprendido.

– ¡Qué va! -replicó Porta, riendo-. Pero siempre es conveniente hacerles creer que se las considera nobles. Después, decía: «Perdóneme la libertad que me tomo al enviarle estas palabritas desde este cuartel mierdoso.» Sin embargo, «mierdoso» no me pareció demasiado adecuado. Lo cambié por «prusiano». Terminé solicitando una entrevista, con preferencia en un diván con iluminación sonrosada.

– ¿Te la cargaste? -preguntó Hermanito.

Le brillaban los ojos con una expresión obscena.

– ¡Guárdate tus vulgaridades! En esos ambiente no se habla así. Después de un intercambio de cartas, como se dice en el Ministerio de Justicia cuando rehúsan un recurso de indulto, se decidió a verme. Incluso me envió un mensajero, un suboficial que sólo había tratado con ganado. Tuvo la desvergüenza de reclamarme dos marcos para una cerveza y un «Slibowitz», después de haberme entregado el mensaje. «¡Mis dos puños en tu hocico!», le ofrecí, mientras me alejaba.

»Pero él se quedó plantado, gritando obscenidades. En aquel momento pasó un viejo compañero mío, el Feldwebel Skoday, que aquel día era UvD [20]. Le rogué respetuosamente que enseñara a aquel tipo los principios del respeto a que tiene derecho un Gefreiter de mi categoría. El Feldwebel Skoday era el mayor cerdo de toda la Wehrmacht. Todo el mundo lo sabía. Se veía de lejos. Tenía una manera de situarse ante la Compañía, con las manos en las caderas, las piernas bien separadas y la gorra ladeada, echada hacia un ojo, ¿entendéis? Miraba un poco a cada hombre. Después, saludaba cortésmente: