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»-Ataque de blindados por la izquierda -ordenó-. Protegerse tras la pared.

»Y yo entré en acción. Una orden es una orden. Apenas hube franqueado la pared de tres metros y medio y me había tendido en el otro lado, cuando Meyer empezó a echarme de menos.

»-Ataque de blindados por la derecha.

»Y yo, vuelta a saltar la pared. Para que no me aburriera, mi Feldwebel imaginaba que me atacaba una escuadrilla de aviones. Tenía que atravesar la calle, saltar por encima de la pared… De esta manera, se estuvieron burlando de mí media hora larga, él y Gerda. Durante aquel tiempo tuve que sufrir el ataque de todas las armas enemigas. ¡Lo que llegué a sudar! Luego, otra vez cuadrado ante él.

»-El dedo del pie, horizontal -ordenó.

»-Imposible, mi Feldwebel -repliqué.

»Y era verdad.

»Se me acercó mucho.

»-Por última vez, Creutzfeldt. Apoye ese dedo del pie en el asfalto.

»Yo me esforzaba, pero el dedo seguía apuntando hacia arriba. Como si se burlara de Meyer. Entonces, el Feldwebel hizo algo que no estaba bien. Plantó su tacón sobre mi dedo. Lancé un berrido espantoso. Él se hecho a reír:

»-¡Pobre diablo! Desaparece de mi vista.

»No podéis imaginar el daño que me hizo. Me dolió hasta en las raíces del cabello. Seguí hacia la enfermería y me hospitalizaron.

Volviéndose hacia Porta, Hermanito añadió:

– ¿Tú también conociste al médico jefe de la pierna de madera, el comandante médico Brettschneider? Un duro de verdad. Un día me envió ochenta y una veces debajo de la cama, porque había escondido un salchichón entre las sábanas.

– Sí, gracias -dijo Porta, riendo-. Tuve ese honor. El primer día entró en mi sala con todo su séquito. Me miró y carraspeó ante mi rostro, mientras yo permanecía muy rígido en mi cama, al estilo militar. Conseguí murmurar: «Joseph Porta, Gefreiter en el 11.° Regimiento de Húsares; a sus órdenes, señor comandante. Estoy paralizado y, por desdicha, incapaz de ir a la guerra.»

»Le di la impresión de que tenía la peste. El muy bruto se lamía ya los belfos. Yo esperaba un enorme gruñido. En cambio, el monstruo empezó a hablar en un tono tan dulce y comprensivo que me dio miedo de veras.

»-¿Es cierto? El soldado está paralizado. ¡Qué lástima!

»-Sí, señor comandante, es una lata -repuse, fingiendo que me costaba mucho hablar.

»Él se rió malignamente.

»-¡Qué pena, soldadito! Paralizado, precisamente cuando el regimiento se va a la guerra, a aplastar a los enemigos del Reich.

»-Señor comandante, es una lástima muy grande -repetía yo, más tieso que nunca.

»Apartó las sábanas, a fin de que todas las enfermeras pudieran admirar el espectáculo. Me clavó una aguja en diversos puntos. ¡Y que no se andaba con chiquitas, el muy cerdo! Pero yo resistía. No se me escapaba ni un suspiro. Era como si pinchara un pedazo de madera. Cuando estuvo harto, se volvió hacía sus admiradores.

»-Ya ven a este soldadito. Comprende que ha pescado una parálisis en un momento muy inoportuno.

»Yo miraba el techo de manera reglamentaria: las manos pegadas al cuerpo, los pies separados formando un ángulo de cuarenta grados. Con los militares, hay que tener orden. Es normal. De lo contrario, cualquier Ejército se convierte en un burdel.

– Ha sido muy amable, soldadito -dijo sonriendo- al venir a nuestra casa con su parálisis. No tema. Le curaremos. Sé lo que es. Le ha acometido de repente, ¿verdad? Exactamente al estallar la guerra. La víspera, cuando la paz reinaba aún en la tierra, saltaba usted como un conejito. ¿No es cierto, soldado?

»Se frotaba detrás de la oreja y me contemplaba con los ojos entornados.

»-En efecto, así es, señor comandante.



»-Sé bien de qué se trata, soldadito, pero de todos modos, explíquenos cómo le ha ocurrido. Este caso es muy interesante.

»”¡Ah! -me decía yo-. Es fácil engañar a este carnicero.”

»-Pues, verá, señor comandante. Me ha ocurrido cuando el Haupfeldwebel Edel ha ordenado alinearnos para la distribución de municiones. Me he quedado frío, helado, y me he dicho: Porta, maldita sea, ¿qué te ocurre? El cuartel daba vueltas como un tiovivo. Apenas he llegado a la escalera de la armería, cuando me ha acometido la parálisis. He llorado de decepción al no poder esperar ya una muerte heroica. El señor y la señora Porta, de Berlín, se hubieran sentido orgullosos. Habrían podido explicar a todos sus amigos y vecinos: «Nuestro hijo ha caído como un héroe.» Mientras que ahora tienen a un poblé paralizado, inmóvil en la cama para el resto de la guerra. -Conseguí derramar una lágrima, y proseguí con voz temblorosa:- ¡Estaba tan contento de hacer la guerra, señor comandante! Algún día, todo el mundo me señalará con el dedo porque no tendré ninguna medalla. El Gefreiter Porta se permite preguntarle humildemente si no hay algún sistema para que un paralizado pueda servir al Führer, a su pueblo y a su patria en tiempo de guerra.

»El matarife decía que sí y me apretaba ligeramente el vientre. Después, se disparó. Sin avisar, me pegó en la rodilla con un martillo; en el acto, mis pies salieron volando y le alcanzaron en el rostro, rompiéndole las gafas. Sin ningún miramiento hacia las damas presentes, vociferó:

»-Pegas patadas, cochino simulador. -Se acarició la nariz y escupió, furioso. De repente, se detuvo, me miró con ojos acusadores:- ¿No tienes apetito?

»Yo me decía: «Señor, ¿cómo lo sabrá?» Precisamente estaba pensando en los salchichones que había escondido debajo de las sábanas.

»Me puso un aparato en la oreja y examinó el interior durante mucho rato. Tal vez comprobara si estaba chiflado. Después, me estiró los párpados. «Tal vez sea daltoniano», pensé. De modo que mugí:

»-Tengo los ojos azules, señor comandante.

»-¡Cállate -gruñó-.Te he preguntado si tenías hambre.

«Ahora sí que estás bien arreglado, mi querido Porta -me dije-. Me ordena que me calle y, al mismo tiempo, me hace una pregunta.»

»¿Qué hacer? Me auscultó el corazón, me pidió que abriera la boca para examinarme las amígdalas. Tenía un pedo enorme que quería salir, pero no me atreví a soltarlo.

»-¡Hambre! -aulló-, ¿Tienes o no tienes hambre?

»-No tengo hambre, señor comandante.

»No era cierto; hubiese sido capaz de merendarme una vaca.

»-Pues nos ahorraremos comida -dijo. Sonrió satisfecho-. ¿Y sueño tampoco?

»-No, señor comandante.

»El bruto entreabrió los labios y mostró unos dientes de lobo.

»-¡Qué enfermedad más terrible tienes! Casi me asusta. Tal vez sería mejor aislarte. La prisión militar te iría muy bien. Pero esperemos unos días. Somos muy listos y conocemos muchas enfermedades curiosas. Enfermedades horribles que siempre se inician al principio de una guerra. No te preocupes, soldadito. Estamos preparados y lo único que tú deseas es curarte para portarte como un verdadero héroe.

»-Me alegraría mucho, señor comandante, si me pudiera volver valiente.

»El monstruo meneó la cabeza y frotó enérgicamente sus gafas.

»-Intenta levantarte de la cama, soldadito. Tal vez la parálisis haya desaparecido ya.

»-Me es imposible, señor comandante.

«Ordenó a las asistentas que me ayudaran a levantarme de la cama; pero apenas me hubieron puesto en pie cuando volvía a derrumbarme. Ellas hacían cuanto podían, pero yo resistía: estaba en juego mi vida. «Hay que aguantar, Porta -me decía-. La guerra terminará pronto.» Era evidente que el maldito bruto tenía ganas de darme patadas.

»Entre cuatro asistentas consiguieron acostarme.

»-¡Mala suerte! -comentó el doctor-. ¡Qué enfermedad más tenaz! Pero la curaremos. Hemos visto otras peores. Empezaremos con un tratamiento suave. Lavativas tres veces al día. Al mismo tiempo, se le suministrarán vomitivos. Régimen muy severo. Cada dos días, una cura de quinina, pero radical, por favor. Nuestro soldadito está muy grave y querría curarse en seguida a fin de poder luchar por su Führer, su pueblo y su patria. Verle en ese estado destroza el corazón.