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—Oiga... Mire... Están haciendo volar las rocas, abriendo esa zanja que nos deja totalmente aislados, cortándonos toda comunicación posible... ¡Es como si nos arrancaran de la isla, patrón!

Juan ha mirado con ojos que la cólera inflama... En un instante lo ve todo claro... Las explosiones, cada vez más lejanas, son como un cinturón de fuego que corre, cercenando el Cabo del Diablo, arrancándolo a la costa para convertirlo en una isla, ya que por la ancha brecha abierta se precipita rugiendo el mar. Espantados y enfurecidos, se acercan los hombres por todas partes, y es Segundo el que se queja:

—¿No se da cuenta, patrón? ¿No está mirando? ¡Lo hubiéramos evitado dando el golpe nosotros primero!

—No hubiéramos evitado nada... Nos habrían destrozado a cañonazos por tierra y por mar —responde Juan con una calma impregnada de amargura.

—Más hubiera valido morir peleando. Por lo menos, gastemos las balas que nos quedan en hacerles bajas... ¡Fuego! ¡Fuego!

Ciegos de rabia, los pocos hombres que empuñan armas de fuego han disparado contra los uniformes lejanos; pero Juan salta frente a todos, transfigurado.

A la voz de Juan han obedecido sus hombres... Bien a tiempo han buscado refugio tras las rocas, ya que, contra ellas se estrellan las descargas cerradas con que responden los soldados del otro lado de la zanja... Lentamente, Juan se ha alzado sobre el promontorio de rocas, y de una ojeada abarca el panorama... Por la ancha zanja abierta se precipita rugiendo un mar furioso, por todos lados hierven espumas alrededor del Peñón del Diablo... Es como si los hubiesen abandonado en un barco incapaz de navegar... Una mano suave se apoya en su brazo, y Juan se vuelve para clavar en el rostro de Mónica sus ojos que arden como ascuas...

—Tú tienes que salvarte, Mónica... Tú no puedes perecer aquí...

—No me salvaré sola, Juan. Correré la suerte de todos. Si hay algo que puedas hacer por todos, hazlo... Pero nada más, Juan, absolutamente nada más.

13

CONSTERNADA, INDIGNADA, TRÉMULA, incapaz de hablar, Sofía D’Autremont se aferra desesperada al brazo de Renato, tras oír de labios del Padre Vivier el relato de los horribles sucesos desencadenados en Campo Real. Apenas puede dar crédito a sus oídos, apenas puede su imaginación convertir en realidad lo que está escuchando, cuando una y otra vez se vuelve a su hijo, que escucha también, helado e inmóvil, como si fuese de mármol...

—Por desgracia, fui testigo de todo...

—Pero, ¿cómo? ¿Cuándo?

—Hace cinco días... Tres días y tres noches duró la locura colectiva que se apoderó de esos desdichados... Tres días destrozando, incendiando, destruyéndolo todo... asesinando a los pocos empleados fieles que trataron de impedir aquel horror... y en ese tiempo no nos fue posible abandonar el refugio de la iglesia. Estábamos extenuados cuando pudimos escapar y cruzar a pie los campos, sufriendo mil penalidades, hasta llegar a la finca más cercana...

—¿Y los soldados? ¿Y las autoridades municipales? —indaga Sofía escandalizada—, ¿Qué hicieron las autoridades de Anse, de Arlets, de Santa Ana, de Diamant?

—Por allí no llegó nadie. Campo Real es un reino aparte... Pero, ¿qué hubieran podido hacer? En cada una de esas poblaciones no hay más de una o dos docenas de soldados, y son varios miles de hombres y mujeres los que se alzaron en rebeldía en Campo Real...

—Entonces, ¿todo está aún en poder de esa chusma?

—Sólo la infeliz señora de Molnar, y tres de las sirvientas más antiguas, que escaparon conmigo, han traspasado, que yo sepa, los límites de Campo Real...

—¡Dios mío!.. Dios mío... ¡Es para perder la razón...!

—Calma, madre, calma. —aconseja Renato.

—¿Calma? ¿Calma? ¿Te atreves todavía decirme que tenga calma? ¡Hay que pedir policías, soldados, alguien que aplaste a esa canalla! ¡Hay que salir para allá inmediatamente!

—Sería muy peligroso... —señala el sacerdote.

—¡No importa! ¿Verdad que no importa, Renato?

—¡Irías a buscar la muerte, madre! —explica Renato.

—¿Iría? ¿Iría yo sola? ¿Quieres decir que tú no has pensado...?





—Sí, madre... Iré... Iré, pero no en este instante... He de esperar... No sé si horas o días, pero he de esperar... Hay algo que me importa más que Campo Real, más que nada... Alguien a quien, a cualquier precio, he de poner a salvo.

Sofía D’Autremont ha ido hacia su hijo, desesperada... Apenas ha dado crédito a sus oídos, escuchando el horrible relato del Padre Vivier... Apenas puede imaginarse lo que está pasando en su Campo Real... Es como si le hubieran anunciado que el mundo entero se hunde, acaba, estalla... ¿Cómo puede decir Renato que haya algo que importa más que Campo Real? A su consternación, a su espanto, sucede una ira violenta, una indignación sin limites, que repentinamente se vuelve contra el hijo de sus entrañas:

—¿Es que no comprendes? ¡La canalla está en nuestra casa, destrozan y arrebatan lo nuestro, destruyendo Campo Real, incendian, matan! ¿Entiendes lo que está pasando? ¿Concibe tu mente que esos perros, esa chusma inmunda...?

—Naturalmente que lo concibo... No es la primera vez que ocurren esas cosas en el mundo, mamá. En Haití, en Santo Domingo, en Jamaica...

—¡Lo único que tiene que importarte es que está ocurriendo en Campo Real! ¡A mí, a ti, a nosotros...! ¡Son nuestras tierras, es nuestra casa! ¿Qué tienes en las venas en lugar de sangre?

—Ya he dicho que iré en cuanto me sea posible...

—¡Pues yo voy a ir en este instante, aunque busque la muerte como tú pretendes! —Y alzando la voz, llama a gritos—: ¡Yanina... Cirilo... Esteban...! ¡Que enganchen al instante mi coche de viaje! ¡Que se dispongan a seguirme, en otro coche, cuantos criados leales haya en la casa! ¡Que carguen provisiones y las armas que encuentren!

—Sin embargo, Renato tiene razón, señora —interviene el bondadoso Padre Vivier—. Es una verdadera locura...

—¡Mamá... Mamá... Aguarda! —suplica Renato.

—¿A qué voy a aguardar? ¡Si esto hubiera ocurrido en tiempos de tu padre, si viviendo tu padre hubieran osado una cosa así, los habría sometido el solo a latigazos! ¡Pero tú... tú...!

—¿Yo qué, madre?

—¡No eres más que un cobarde! ¡Un monigote con quien las mujeres juegan a su antojo! ¡Indigno de tu nombre y de tu casta!

—¡Oh, basta! ¡Te juro que...! —salta Renato indignadísimo y fuera de sí.

—¡No jures nada! ¡Déjame salir! ¡Ábreme paso! ¡Seré yo... yo... tendré que ser yo la que...! —Sofía se ha detenido, como ahogándose, y de pronto cae al suelo.

—¡Madre... Madre...!

—¡No te acerques... no me toques...! —rechaza Sofía furiosa.

—¡Yanina! —llama Renato con ira contenida. Y al acercarse la interpelada, ordena autoritario—: Atiende a mi madre, llévala a su alcoba y que no se mueva de la cama. ¡Que no salga, aunque sea preciso encerrarla con llave!

—Renato... Renato...

—Le ruego que me deje en paz, Padre.

—No puedo hacerlo sin terminar de hablarle... Hay algo en que no le falta razón a doña Sofía... Hay que acudir a Campo Real, pidiendo antes auxilio a las autoridades... Hay que poner remedio... Aquello es el infierno, el caos... Claro que sólo por la fuerza será imposible, pero hay que buscar el medio... Acaso esas gentes, ya saciadas, escuchen a un intermediario. Le prometo quedarme junto a doña Sofía y tratar de calmarla; pero si usted fuera ahora mismo a casa del gobernador...

—Nuestro gobernador no está en Saint-Pierre —desprecia Renato con ira y sarcasmo—. Ha encontrado la fórmula de comodidad que aplicar a todos los problemas... Habría que ir a buscarlo a su casa de recreo de Fort-de-France...

—Es lamentable... Pero quedan otras autoridades: el jefe de policía, el comandante del Fuerte... Alguien habrá a quien pedir la ayuda necesaria...

—No haré nada, Padre Vivier, aunque piense usted, como mi madre, que soy un cobarde...

—¡Por Dios! ¿Va usted a tomar en cuenta ese arrebato de cólera momentáneo... de desesperación, mejor dicho? Porque ella...