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La mirada fría y cortante de Renato ha detenido la palabra del sacerdote... Demasiado elocuente, más elocuente que todas las palabras, hace que el Padre Vivier permanezca inmóvil, mientras él se aleja cruzando el patio...

—¡Mónica... mira allá! Ven... dime que tú lo ves también, que no son mis ojos, que no estoy soñando...

Sorprendida, trémula, Mónica se deja llevar, casi arrastrada por la mano de Juan, al borde de los cortantes picos de piedra del acantilado... Con su agilidad de felino, baja él ayudándola, sosteniéndola, como si para sus pies firmísimos no existieran resbaladeros ni dificultades... Y al fin, la hace adelantarse por aquel trozo de roca que se adentra en el mar como una rústica terraza...

—¡Mira... mira, Mónica! ¿No ves? ¿No comprendes? El promontorio, la cadena de piedras que se alzaba formando un remolino...

—¿El promontorio? —repite Mónica toda confusa. Y comprendiendo de pronto, exclama—: ¡Oh, ya no está! ¡Ha desaparecido... ha volado!

—¡Eso... eso! Lo hicieron volar con las explosiones que abrieron la zanja. Nos separaron de la tierra, nos cortaron de un tajo, convirtiendo en una isla el Cabo del Diablo, pero con eso no contaban... ¡También se ha desmoronado el obstáculo! ¿No recuerdas lo que hablábamos? Era preciso salir muchas millas para poder cruzar esas corrientes. No era posible aventurarse en un bote sobre el hervidero que formaba allá el promontorio. Ahora no hay obstáculos, ¿no ves? No chocan las olas, esta tranquilo el mar...

—Juan, ¿qué estás pensando?

—Hay un camino para escapar. Tu primera idea es una realidad: nos queda la ruta del mar y por esa ruta voy a salvarte...

Mónica se ha vuelto para mirar a Juan cara a cara. Un momento, sus ojos se han iluminado. Es como una oleada de gratitud frente a aquella ansia por salvarla, expresada mejor que nunca en este instante... Luego, reacciona casi bruscamente:

—¿Por qué dices salvarme, y no salvarnos? ¿No te dije antes...?

—Harás lo que yo quiera, lo que yo disponga, lo que tienes que hacer... ¿Es que no comprendes? No disponemos sino de un solo bote lo bastante fuerte para hacer esa travesía con probabilidades de éxito... Aprovechando la hora de más calma, y en la oscuridad de la noche, creo que podremos cruzar, sin ser vistos, frente a la ciudad. Tomaremos tierra en la caleta del Sur, cerca de tu antigua casa. Con un poco de suerte podemos hacerlo. Además de nosotros dos, en el bote cabe un muchacho. Llevaré a Colibrí, lo dejaré contigo... Yo puedo regresar antes de que amanezca... Lo que ocurra después no tiene importancia, puesto que tú estarás a salvo...

—¿Que no tiene importancia?

—Me sentiré tranquilo, dispuesto a todo...

—¿Tanto he llegado a estorbarte, Juan?

—¿Estorbarme? ¿Acaso no te di las gracias cuando decidiste quedarte junto a mí? ¿Acaso...? ¡Oh, no, no!

—Sigue hablando, Juan. Te ruego que digas cuanto estás pensando en este instante. ¿Qué mujer crees que soy Juan?

—Soy torpe para los elogios...

—No los merecería si aceptara lo que pretendes. No, Juan, no he de aceptarlo. Saldremos todos, nos arriesgaremos todos. Si, como dices, está abierto el camino del mar, por él hemos de ir, corriendo la misma suerte. Esos hombres tienen maderas, herramientas, botes pequeños... Tú sabrás en qué forma tienen que arreglarlos, que repararlos, que unirlos todos si es preciso. Antes hablaron de construir una especie de balsa...

—Que se hubiera estrellado contra las rocas.

—Ahora ya no. Tú mismo acabas de decirlo.

—Un solo bote puede pasar inadvertido. Si son varios, ya no es igual. De cualquier modo, lo intentaremos, pero cuando tu ya hayas pasado.

—Entonces sí que será imposible. Tienes que unir todas las voluntades en un solo esfuerzo...

—Es que no puede ser. Los demás tendríamos que ir mucho más lejos. Tú puedes desembarcar en cualquier parte...

—¿No está el Luzbelcerca de la caleta Sur? Allí lo anclabas antes... ¿No puede servirnos de refugio?





—Sí, tal vez... Es demasiada carga para él... Aunque, en realidad, no somos tantos... Sólo un pobre puñado de dolor y miseria...

—El Luzbeles un barco marinero, fuerte... sus bodegas son amplias. Si como supongo, están vacías...

—Efectivamente. Pueden esconderse todos, sí... Claro está que ha sido confiscado, pero no creo que ejerzan sobre él ninguna vigilancia. Les ha bastado con dejarlo lo más lejos posible de los muelles, con anclarlo al otro extremo del Cabo del Diablo... No se les ocurrirá ir allá a buscarnos...

—¿Verdad que no?

—Tu idea es excelente, Mónica; pero es mucho más peligrosa que la mía...

—¿Qué importa un riesgo más? Antes, cuando me hablaste, me dijiste que estabas dispuesto a todo con tal de salvarlos... Querías pedirle al gobernador que echara sobre ti la responsabilidad de todo cuanto ha pasado... Mucho deben importarte, cuando estabas dispuesto a una cosa semejante.

—Sí, Mónica, mucho... Pero hay algo que me importa cien veces más.

Ha vuelto a mirarla extrañamente, y ella aguarda temblando; pero es una pregunta inesperada la que brota de labios de Juan:

—Mónica, ¿piensas que Renato te ha abandonado? ¿Piensas que cuanto nos han hecho es obra de su venganza, lanzada contra ti?

—Pudiera ser... Al irse, me habló en tono de amenaza —recuerda Mónica, vacilando—. Pero no lo creo, Juan. Al contrario... Tengo la convicción de que si él hubiera podido evitarlo, lo habría evitado...

—¿Por amor a ti? ¿Qué crees que puede más en su corazón: el amor que te tiene, o el odio que me guarda?

—En él, el amor es más fuerte que el odio, Juan. Creo que no nació para aborrecer... En su alma, el rencor y el odio son pasajeros... Un arrebato, una llamarada, y luego todo se deshace... Siempre fue así... No creo que de repente pueda cambiar... Fue educado para la cortesía, para la vida suave y fácil... Pero, ¿a qué vienen todas esas preguntas? ¿Qué esperas o qué temes de él?

Mónica le ha mirado con ansia, y a su mirada responde la de Juan, grave, profunda, cargada de tristeza...

—Creo que acepto tu plan, Mónica. No debería aceptarlo, porque significa más riesgo para ti; pero, al fin y al cabo, es casi igual, ya que del peligro mayor no puedo librarte... porque soy yo mismo, y no podría tampoco dejar en manos de nadie los remos del bote que ha de llevarte... Voy a hablarle a los demás, a llevarles ese último rayo de esperanza... Era para ti, como ese pan que repartiste a mis espaldas... Ven conmigo... Llévaselo tu misma, como un regalo...

—Yanina... ¿Qué pasa? ¿Mi madre...?

—La señora ya está un poco mejor. Tuvo un terrible ataque de nervios, y después, un colapso... Vino el doctor y casi a la fuerza hubo que hacerle tomar el calmante... Pero ya está dormida, y junto a ella quedan Josefa y Juana...

Renato ha apurado una copa más, apartando después la bandeja con gesto de disgusto y desagrado. Está en el fondo de aquella biblioteca, cueva que una vez más le sirve de refugio, mientras busca inútilmente en el alcohol la serenidad y la calma. Lleva allí varias horas consumiéndose en dura batalla contra sí mismo, esperando con ansia... Es el día en que, según sus cálculos, deben llegar los papeles que aguarda... Son las densas horas interminables en que cada minuto se alarga hasta fingir una eternidad...

—¿No habló más mi madre de ir a Campo Real?

—No, señor. La señora no ha hecho más que llorar... Ni siquiera quiso volver a escuchar al Padre Vivier... Yo sí... yo acabo de oírlo todo, además de lo que ya contaron en la cocina las muchachas. ¡Qué horrible, señor, qué horrible todo!

—Me imagino que a ti te habrá afectado más que a nadie, Bautista...

—Tenía que acabar así... Es horrible, señor, pero es la verdad. Todos lo odiaban tanto... tanto... Y haber quemado a Kuma...

—¿Quemarla? —se sorprende Renato.