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—¿Aprobabas tú ese plan? ¿Era cosa tuya?

—Demasiado sabes que no... Pero no por lo que piensas... Hubiera sido darle al gobernador pretexto para exterminarnos, para hacer volar a cañonazos el Peñón del Diablo, la aldea y la playa...

—¿Puede hacer una cosa así?

—Naturalmente que puede hacerlo. A veces me pregunto por qué no lo ha hecho ya... Acaso tu caballero D’Autremont interviene porque tú estás de este lado... ¿De veras no has vuelto a saber de él? ¿No has recibido ni un recado ni una carta?

—¿Por qué piensas que miento, Juan?

Juan se ha acercado a Mónica hasta tomar su brazo... Un instante, los fuertes dedos la oprimen en algo parecido a una ruda caricia. Luego, cae la mano desalentada, mientras él retrocede...

—Mónica, es preciso que tú salgas de esta trampa...

—¿Por qué yo? ¿Qué pasa?

—No es que pase nada, pero... —intenta tranquilizar Juan haciendo un esfuerzo. Y al oír murmullos lejanos que se van aproximando, ordena—: Vuelve a la cabaña...

—¿Por qué he de volver? ¿Qué es lo que está pasando? Parece que lloran, que lamentan algo... Voy a...

—¡No, Mónica, no vayas...!

Mónica le ha esquivado, corriendo hasta el reborde de rocas. La población entera de la aldea está allí congregada, abajo, donde descendiendo de la altísima montaña forman remanso los dos arroyos de agua dulce... Pero en este instante, no es agua lo que arrastra... Un fango espeso, de violento olor azufrado, que rueda lentamente dejando en la orilla cadáveres de peces y piedras volcánicas... Sin comprender, Mónica se vuelve a Juan, interrogante:

—¿Qué pasa?

—¿No comprendes? Esos arroyos son nuestro único abastecimiento de agua... Y mira el mar... mira la playa...

Han ido juntos unos pasos por el reborde casi impracticable. Temblando ya, Mónica se inclina, mientras la única mano de Juan la sujeta con angustia, al advertir.

—¡Ten cuidado! Puedes resbalar...

—Pero... la playa está llena de peces... Algunos saltan... Otros...

—Algunos agonizan; otros han muerto ya... ¿Te das cuenta? Están envenenados. Ese fango que arrastran los arroyos, y que seguramente otros ríos están arrastrando...

—¿Envenenados? ¿Han envenenado los arroyos? Pero, ¿quién? ¿Quiénes?

—Eso, Mónica... El volcán... ¡El viejo volcán que se despierta para escupir su maldición sobre el Cabo del Diablo!

Trémula de angustiada sorpresa, Mónica se ha vuelto para mirar el alto cono del volcán... Desde allí se ve aún más cerca que desde la ciudad de Saint-Pierre... Parece más siniestro el aspecto de sus laderas desnudas y escarpadas... Del extraño cráter escapan ahora pequeñas bocanadas de humo negrísimo y hay una fina línea candente que se desborda de uno de los costados hasta apagarse. Sus ojos se vuelven en interrogación asustada, hasta encontrar el rostro de Juan, sereno y grave...

—¿Qué pasa, Juan?

—Bueno... Pasar... pasar, sólo lo que estás mirando: el Mont Pelée se desborda en lava sobre los arroyos, sobre los ríos, y por el momento nos deja sin pescado y sin agua potable...

—Y puede venir un terremoto, ¿verdad?

—Puede venir, claro... No sería el primero ni el último...

—He oído historias terribles acerca de lo que puede hacer un volcán...

—Seguramente fue una erupción volcánica lo que sacó a la Martinica del fondo de los mares, y bien puede otra volver a sepultarla...

—¿Por qué hablas así, Juan? Se diría que te halaga esa idea horrible...

—No, Mónica, no me halaga... Aunque a veces, frente a la injusticia de los poderosos, frente al dolor y la miseria de los eternamente sacrificados, llegue a pensar que la naturaleza tiene razón en borrar al hombre de la superficie de la tierra... Míralos, Mónica...





Los dos han bajado juntos la cabeza para contemplar el doloroso espectáculo de aquel grupo desolado y miserable... Sombríos, los hombres aprietan los puños, y las mujeres, asustadas, lloran o abrazan a sus pequeñuelos... ingenuos y audaces, los muchachos mayores tocan con sus pequeñas manos negras los peces muertos inflados de fango...

—Estamos en el siglo veinte, en un mundo que se dice civilizado, y esos infelices puede que perezcan de sed y de hambre a las puertas mismas de una ciudad, porque la ambición de un usurero así lo ha decretado...

—¿Morir de sed y de hambre? —se asombra Mónica—. ¡Pero tú no puedes consentirlo!

—Di más bien que yo no puedo remediarlo...

—¡No, Juan, no! Estás ofuscado... Las autoridades no pueden ser tan inhumanas... Si nos diésemos por vencidos, si alzáramos bandera blanca...

—El gobernador no quiso oírme... Quiere decir que no admite una capitulación honrosa. Sólo rendirnos sin condiciones. ¿Sabes lo que eso significa? ¿Te asomaste alguna vez a los calabozos subterráneos del Fuerte de San Pedro?

—Sí... Una vez me he asomado...

El recuerdo ha vuelto punzante... Un momento cree volver a ver aquella especie de cueva subterránea, y a través de los gruesos barrotes, que cerraban el único respiradero, otra mujer en los brazos de Juan: Aimée, su propia hermana. Mónica ha palidecido tan intensamente, que Juan sonríe haciendo un esfuerzo por bromear:

—No te preocupes tanto... A ti no van a encerrarte...

—¿Piensas que es por eso? ¡Qué lejos estás de mi corazón y de mi pensamiento, Juan!

—Efectivamente... Creo que muy lejos, aunque nos estrechemos las manos en este instante...

Juan ha oprimido en la suya la mano de Mónica, obligándola a acercarse más, comprendiendo que la ha herido con sus palabras, pero decidido a sostener el muro que entre ellos se alza, a apuntalarlo si es necesario, en aquella hora dura y amarga:

—Es mejor que estemos así, y que así nos mantengamos, Mónica.

—¿Puedo saber por qué, Juan?

—Porque comienzo a conocerte. Buscas los sacrificios, los echas sobre ti con el mismo empeño, con la misma ansia con que otros acaparan comodidades, honores o riquezas... No, Mónica... Tú debes salvarte... tienes que salvarte... Nada hay de común entre tú y...

—¿Qué vas a decir? ¡Acaba! Hiéreme de una vez con la ingratitud, con la crueldad de tus palabras... Recházame con la misma frialdad, con la misma dureza que me vienes rechazando...

—No, Mónica no hables de ese modo... ¡No me hagas flaquear! Esta no es tu batalla... Tú no tienes que sufrir con nosotros... Tu rango, tu nombre, tu casta te colocan al otro lado de la barricada. ¿Por qué loca casualidad estás aquí?

—¿Necesito decírtelo con palabras, Juan?

Juan ha creído adivinar, ha ido a estrecharla entre sus brazos, pero se contiene con violento esfuerzo, muerde furiosamente sus labios encendidos del ansia de aquel beso que no ha llegado a dar, mientras tensa de angustia aguarda Mónica la palabra que no llega... Como si rezara una letanía, responde Juan:

—No es este el momento en que podemos hablar de nuestras cosas, Mónica. No tengo el derecho de hacerlo, porque no me pertenezco... Me debo a estas gentes, a las que alcé en una rebeldía que por sí mismos jamás hubieran tenido... Si ese hombre que nos gobierna me hubiese escuchado, si entendiese que acepto entera la responsabilidad de todas las culpas, de todas las faltas, que me ofrezco yo solo como único y verdadero responsable...

—Juan... Juan... Dame un minuto de tu vida —ruega Mónica con angustia—. Hablemos de nuestras cosas un instante, sólo un instante...

—Pues bien... Yo...

Le ha interrumpido el horrísono estampido de tres o cuatro explosiones, seguidas del murmullo de voces y gritos de espanto. Corriendo a toda velocidad de sus piernas, sofocadísimo, llega hasta ellos Segundo, con la noticia:

—¡Lo hicieron, patrón, lo hicieron!

—¿El barril de pólvora? ¿Lo hicieron volar? —inquiere Mónica profundamente espantada.

—No... No... Ellos no... Fueron los otros, los canallas... —rectifica Segundo.

—¿Los otros? —duda Juan. Y violento, al oír otras dos o tres explosiones algo más lejos, apremia—: ¿Acabarás de hablar?