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—¡Ven, Mónica! —llama Renato—, ¡Sal en seguida! ¡Después no te dejarán salir! ¡Ven, Mónica, ven ahora mismo!

—¿Por qué no llegas tú a buscarla hasta aquí? —grita Juan furioso—. ¡Cobarde! ¡Canalla!

—¡Alto! ¡Alto! ¡Alto, Juan del Diablo, o doy la orden de fuego! —amenaza el teniente.

—¡Déjala salir! —insiste Renato—. ¡Sólo ella puede cruzar la línea! ¡Déjala salir! ¡Si eres hombre, déjame salvarla...!

—¿Que si soy hombre? ¡Ya verás! —Ciego de rabia, fuera de si, Juan ha dado unos, pasos en dirección a Renato, cruzando apenas la línea que defienden los soldados, y en el mismo instante, suena un disparo y Juan se desploma en tierra...

—¡Han herido al patrón! ¡Lo han matado! —grita Segundo enfurecido, y azuza a la muchedumbre—: ¡Canallas... Asesinos...! ¡A ellos! ¡A ellos!

—¡Fuego! ¡Fuego! —ordena el teniente gritando como desesperado ¡Al frente los de la segunda línea! ¡Fuego!

En un instante se ha desencadenado el motín, y el griterío de la muchedumbre, que ataca enardecida, se confunde con los disparos y los ayes de dolor. Y por entre esa barahúnda de voces de mando y de gritos, se alza la voz angustiada de Mónica:

—¡Juan... Juan de mi vida!

11

—SEÑORA D’AUTREMONT... CON su permiso... Vi su coche, lo reconocí, me informaron que lleva varias horas aguardando, y me tomé la libertad de venir a darle algunas noticias de las que seguramente está esperando con impaciencia. ¿Puedo hablar?

Sofía D’Autremont se ha llevado a los labios el pañuelo de encajes, acaso para reprimirse frente a un antiguo servidor infiel, tal vez para ahogar los sollozos, el impulso de gratitud que la ha sacudido, obligándola a extender la mano que Pedro Noel se apresura a estrechar...

—¡Pobre señora mía! Comprendo lo que siente usted en este momento...

El más lujoso coche de la casa D’Autremont está detenido al borde del camino, entre los matorrales que bordean el áspero sendero que va al Cabo del Diablo, aunque bastante lejos del sitio de los sucesos que ocupan totalmente la atención de Saint-Pierre. Centinelas, colocados en todos los posibles sitios de acceso al lugar de los acontecimientos, han obligado a Sofía a permanecer allí, mientras el sol de aquel día amargo se hunde lentamente en las aguas del mar, ahora tranquilas...

—¿Viene usted de allí? —se interesa Sofía—. ¿Pudo pasar? ¿Lo dejaron?

—He usado antiguas amistades, viejas astucias y un botecito, también bastante antiguo e inseguro. Pero el caso está en que fui y que vine...

—¿Ha visto a mi hijo? —pregunta Sofía ansiosa.

—Está perfectamente... Pero no ha habido forma de moverle de allí. Ni el teniente, ni el capitán que llegó con las tropas de refuerzo, lo han conseguido. Se apoya en el permiso verbal que le dio el gobernador para llegar hasta la línea, y allí lo tiene usted, clavado en la frontera, aguardando la oportunidad de hablar con Mónica.

—¿Aun no lo ha conseguido? ¿No sabe ella lo que mi hijo se ha expuesto por sacarla de allí?

—Por desgracia, no pude llegar yo mucho más lejos que Renato. La vigilancia es muy estricta, y el paso del promontorio, inaccesible en un bote aun en un día tranquilo. Tampoco pude ver a Juan... Sé que entre Segundo y Mónica le sacaron la bala y vendaron la herida... Sé que, dada su fortaleza, no es de esperar que su vida corra peligro... Los soldados golpeados, y algunos malheridos, fueron sustituidos por otros, mientras los pescadores, después de ganar la escaramuza y de apoderarse de algunos rifles, se retiraron, viendo acercarse a los refuerzos. Entre ellos hay heridos y temo que algún muerto...





—¿Se retiraron? —se extraña Sofía. Y con cierta rabia censura—: ¿Y los soldados los dejaron así, tranquilos, después de permitir que esa gente...?

—Esa gente resultó más peligrosa de lo que los soldados creían —declara Noel en tono zumbón—. Y además, tienen toda la razón. Claro que eso, hasta ahora, nada les ha valido...

—Usted, naturalmente, está de su parte... De cualquier modo, le agradezco muchísimo que haya venido a darme noticias de mi hijo, que es lo bastante loco y lo bastante ingrato para no pensar en lo que llevo sufrido y en lo que estoy sufriendo por causa de él...

—Si el consejo de uno que fue su amigo puede servirle, me atrevería a aconsejarle que fuese a descansar, doña Sofía. No creo que Renato corra ningún peligro, puesto que Juan está gravemente herido por culpa de su hijo de usted...

—¿Por culpa de mi hijo? —empieza a indignarse Sofía.

—Sí... Sí... Juan no hubiera perdido los estribos así, si a todo esto no se hubiese unido el asunto personal. La he visto ablandarse, y voy a serle sincero. Lo que pasa es horrible, doña Sofía... Usted es amiga personal del gobernador, y puede hablar con él... No es posible que la primera autoridad de la isla siga respaldando semejante injusticia. Si está usted verdaderamente apenada por el daño que causó su hijo...

—¿Qué dice? ¿Apenarme yo por el daño que sufra ese bandido?

—No cambia usted, doña Sofía... Hace un momento estuve a punto de compadecerla... Pero fue un error... Tiene usted que sufrir infinitamente más de lo que ha sufrido, y lo sufrirá... ¡Lo sufrirá, sin que nadie se apiade de usted, porque no merece compasión quien no es capaz de sentirla!

—¡Noel... Noel...! ¿Cómo se atreve...? —balbucea Sofía indignadísima—. ¡Insolente! ¡Estúpido!

Noel se ha ido, y no escucha ya las últimas injurias de la dama, que se vuelve furiosa al fornido cochero color de ébano, y le ordena:

—¡A casa, Esteban! ¡Volvamos en seguida a casa!

En la cabaña medio en penumbras, a la luz de los últimos rayos del día que penetran por las entornadas ventanas, apenas se destaca el perfil trigueño y bruñido del hombre inmóvil sobre el improvisado lecho de campaña... Más que sonreír, parece sumido en un hondo letargo angustioso, y junto a él, con las manos entrelazadas, tensa el alma en las claras pupilas, Mónica observa con angustia aquel rostro de medalla, de cuya vida la suya está pendiente. Un leve ruido en la pequeña puerta le hace volverse con sobresalto...

—¿Puedo entrar, patroncita?

—Entra, pero no hagas el menor ruido. Necesita descansar, tiene mucha fiebre... Necesitamos un médico, Colibrí... pero, ¿cómo...? ¿Cómo...?

—No sé, mi ama.

—Ya sé que no sabes, pobrecito... ¿Para qué me buscabas? ¿Qué querías?

—El señor Renato está allí —informa Colibrí con el mayor misterio—. Me llamó cuando pasé cerca, y me mandó que le dijera que no se había ido, que no se iba sin usted...

Un gesto violento ha sido la respuesta de Mónica a las palabras de Colibrí, al tiempo que vuelve el rostro hacia el improvisado lecho de campaña en el que descansa Juan, temblando de que haya podido oír aquella frase imprudente, de que algo altere el ritmo de aquel corazón cuyos latidos cree oír resonar en su propio lecho, como algo tan suyo que sin ello no es posible vivir... Nerviosamente ha apartado a Colibrí de junto a Juan, llevándolo hasta la entornada puerta de la casa en construcción...

—No ha querido irse, mi ama... Mírelo allí... La pequeña mano oscura señala un lugar entre las líneas confusas, donde comienza la espesa manigua. Claramente se ve la larga fila de soldados que vigilan arma al brazo, el cochecillo abandonado en el camino, y más cerca, junto a los postes clavados para marcar el límite, la figura fina y altiva del último D’Autremont Valois, con su impecable traje de lino blanco, con su bizarra apostura de caballero, con la violenta terquedad de su pasión, que le proclama hijo legítimo de la isla pasional y salvaje donde todo parece bullir al mismo ritmo: montañas ásperas, bosque espeso, costa de rocas, mar bravío, arroyos que se convierten en torrentes a las primeras lluvias, sangres ardientes y corazones exaltados, mentes encendidas donde con terrible frecuencia prende la locura su chispa... ¡Martinica...!