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—Dijo que era capaz de entrar a buscarla si usted no iba, mi ama...

—¡Pues si es capaz de atreverse a tanto...!

—¡Ay mi ama... Mire...! Como lo vean el Segundo o el Anguila, lo reciben a tiros. Y yo mismo, si tuviera una escopeta...

Renato avanza hacia el promontorio... Sin duda ha vaciado su cartera entre los soldados que guardan la línea, porque éstos permanecen inmóviles como si no le vieran, mientras él avanza con paso firme por la tierra enemiga...

—Mónica... Ahora sí... Vámonos... No vine sino a buscarte...

—¡Y yo no bajé sino a decirte que te fueras de aquí, Renato! ¿No comprendes que esos hombres están locos de dolor y de rabia? ¡Te estás jugando estúpidamente la vida!

—¿Qué me importa la vida si no es al lado tuyo, si no es contigo? ¡Mónica, mi vida!

—¡Por favor, basta! No iré contigo... ¿No lo entendiste ya? ¡No! ¡No, Renato! ¡Déjame, suéltame, vete ya! ¿Para qué has venido?

—¿Y tu promesa? ¿Y nuestro trato?

—¡Ya no existe! ¡Lo has roto tú volviendo aquí! ¡Vete, y olvida...!

—¿Olvidar? ¿Olvidar lo que es la razón de mi vida? ¿Abandonarte sabiéndote en peligro, siendo lo que eres para mí? Pero, ¿te das cuenta de lo que me pides? ¡No te dejaré, y menos aún si pretendes volverte atrás de la palabra que me diste!

—Y si la sostengo, ¿te irás, Renato? —indaga Mónica con angustia.

—Óyeme, Mónica... De aquí nadie va a salir con vida... Se han llevado las cosas al último extremo... El gobernador está furioso... Le sobran medios materiales con qué aplastar la rebeldía de Juan y las tres o cuatro docenas de locos que le siguen. Si no se entregan en el acto, si no se rinden, va a correr mucha sangre. He oído que están decididos a todo... Por eso no pude moverme de aquí. ¿Te das cuenta? ¿Comprendes? ¡No puedes perder la última oportunidad que se te brinda!

—¡No puedo abandonar a Juan! ¡No lo haré aunque me cueste la vida! Estoy en mi puesto, estoy en mi sitio... No he faltado a la palabra que te di, ni faltaré a ella, pero con una sola condición: que salgas de aquí en seguida, que vuelvas a Saint-Pierre...

—¡Me prometiste...!

—Te prometí verte en mi convento, no aquí... y a él volveré cuando pueda irme de aquí como vine: Sola y libre... ¡Suéltame!

—¿Y si no te soltara? ¿Si quieras o no, te llevara conmigo?

—¡Suéltame, o gritaré pidiendo auxilio!

—¿A ese extremo eres capaz de llegar? —se duele Renato ofendido y despechado—. Está bien... Sea como tú quieras... Pero recuerda que te lo advertí... Por culpa tuya haré que las cosas se precipiten... Yo le hubiera hablado al gobernador como amigo. Estaba dispuesto a pedirle clemencia para esos estúpidos... —Y en tono casi suplicante, propone—: Lo haré todavía si vienes conmigo ahora, Mónica. Iremos a verle juntos, y con el pretexto de que Juan está herido...

—Juan no me lo perdonaría nunca... Me aborrecería por pedir piedad en su nombre... Él no querría la vida conseguida a ese precio... y pedida por ti... ¡Vete, Renato, vete...!

Mónica ha retrocedido, ha ganado las estribaciones de piedra negra... Por el camino de la playa aparece una sombra... dos hombres se han movido tras la ventana de la casa en construcción. Sintiendo que el despecho quema sus mejillas, Renato sale de las tierras de Juan del Diablo...

—¿Por qué no te has ido, Mónica?





Incorporado en aquel lecho de campaña, estrecho y duro como una camilla, pregunta Juan, mirando cara a cara a Mónica, que se ha acercado a él sintiendo que vacilan sus piernas. De un pálido que se las adelgaza, que le hace parecer blanco y frío, están las mejillas de Juan, y empapados de sangre aparecen los vendajes que le cubren el hombro y el pecho, pero su acento suena sereno y firme:

—Nuestra situación es critica, Mónica. Hiciste mal perdiendo la oportunidad de salir...

—¿Cómo sabes...? ¿Colibrí?

—Nada dijo Colibrí. A pesar de mis consejos y de mis sermones, a la hora de la realidad siempre está de parte tuya y no mía. Supongo que el pobrecillo es una víctima más de tu influjo irremediable... La mayor parte de las gentes que conozco, se dejarían matar por ti...

—Es que yo...

—Oí cuanto dijo Colibrí cuando entró a llamarte... Luego, hice un esfuerzo para asomarme a esa ventana y te vi ir a su encuentro... Desde luego, pensé que no volverías...

—¿Es posible, Juan? —se duele Mónica—. ¿Hubieras querido...?

—Me molestaba la idea de que fueses con él; pero, de cualquier modo, era una salida, y, por una vez, el caballero D’Autremont se portó lisa y llanamente como un hombre, negándose a abandonarte en este sitio...

—¿Eso es todo lo que se te ocurre pensar?

—Si hubiera entendido lo que ese imbécil me gritaba cuando me acerqué al poste... te hubiera dejado ir...

Mónica se ha acercado a Juan hasta sentarse en la orilla de la estrecha cama de tablas, obligándole a reclinar otra vez la cabeza en la almohada, mirándolo muy de cerca, con su mirada ardiente e inquisitiva, como persiguiendo la emoción que él oculta, como espiando el sentimiento a través de aquel rostro broncíneo...

—¿De veras no entendiste lo que él quería?

—Tal vez sí, pero en aquel momento me cegó la ira. Hubiera preferido matarlo y matarte antes de consentir...

—¿Hasta ese extremo, Juan? —inquiere Mónica sintiéndose algo halagada.

—¡Sí! Qué tontería, ¿verdad? Al fin y al cabo, soy tan estúpidamente soberbio como si fuera un D’Autremont legítimo. A veces, hasta a mí mismo me asquea y me crispa el ramalazo de orgullo y de amor propio que me legó, seguramente al darme la vida, aquel don Francisco D’Autremont que por un triste azar fue mi padre...

Mónica se ha inclinado más sobre el herido, tomando entre sus manos blancas la de él, ancha, tostada y firme... Siente que el alma se le llena de comprensión y de ternura; y con todas sus fuerzas la contiene para no dejarla rebosar, para no entregarse, rendida y vencida, mientras, como temiendo que le delate la luz de sus pupilas, Juan del Diablo entorna los párpados sobre los negros ojos italianos...

—¿Hubieras querido de verdad que me fuera, Juan?

Mónica ha temblado esperando la respuesta, ha sentido acelerarse el pulso de Juan bajo sus finos dedos, pero el eterno desconfiado y resentido que hay agazapado en el corazón de aquel hombre le hace dar por respuesta otra pregunta:

—¿Y por qué no habías de irte? ¿Qué razón, qué motivo tienes tú para estar aquí?

—Me gusta pagar mis deudas —declara la altiva Mónica de Molnar con una sonrisa a flor de labios—. No soy nada olvidadiza... Recuerdo un lecho como éste... Me recuerdo enferma, postrada, desesperada, sin más esperanza que morir, y el hombre a quien yo creía mi mayor enemigo, sentado a la cabecera de aquel lecho, disputándole a la muerte mi triste vida. Ahora se han trocado los papeles, y aunque la situación es distinta, podemos compararla... Estás acorralado y herido, como yo estaba desesperada y enferma. Y, como tú entonces, no te abandonaré, Juan, ¡no te dejaré morir...!

Mónica ha hablado enmascarando con una sonrisa la cálida oleada de ternura que inunda su alma, entregándose a medias, defendiéndose, ya casi sin fuerzas para hacerlo, de aquel sentimiento que llena su vida, mientras Juan saborea cada una de aquellas palabra como una amarga y codiciada golosina... Juan del Diablo, el eterno desconfiado, el inconforme contra su suerte y su destino, el resentido contra el mundo entero, que no sabe extender las manos para tomar la dicha... Y mientras entorna los párpados, pasa la mano de Mónica sobre su frente como una suavísima caricia... Si el abriera los ojos, si le entregase en una mirada todo lo que en su corazón siente bullir... Pero el hombre que no tembló ante las tempestades, tiembla ante el azul de aquellas pupilas, teme hallarlas burlonas y frías, y habla sin mirarla, con terca obstinación de niño: