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—Una razón más para que yo no tenga inconvenientes...

—Pero, ¿no te das cuenta que tu actitud llevará hasta el límite las habladurías?

—¿Qué importa, cuando se trata de Mónica? ¡Por mí fue al Cabo del Diablo! ¡Por mí está sitiada entre enemigos! ¿Y pretendes que la abandone, madre?

—Pretendo que tengas prudencia, que evites el escándalo, por ella misma. ¿Es que te olvidas ya de lo que la gente piensa, de las sospechas que flotan sobre ti? Que no sea yo la que tenga que recordarte que la sangre de tu esposa está fresca todavía...

—¡Que piensen lo que quieran, que digan lo que quieran de mí! Encontré a Ana, la interrogué... Me hizo juguete de sus caprichos, se burló de mí y de ti, madre. A ti te hizo víctima de la más sangrienta de las burlas. ¿Y aun esperas detenerme, diciendo que su sangre está fresca todavía? ¿Y aún piensas que el respeto humano me impida ir a donde el deber de mi verdadero amor me llama? ¡Ya no hay nada que me obligue a callar que quiero a Mónica! Y ella me quiere a mí. Me lo ha dado a entender, me lo ha dicho, tengo su juramento y su promesa... ¡La considero ya como mi prometida!

Sofía D’Autremont ha corrido hacia la puerta lateral por donde saliera presuroso Renato... Ha franqueado el postigo para asomarse hasta la calle, cuya luz ha cambiado como si una gran nube rojiza opacara por un instante la viva luz de aquel ardiente mediodía. De pronto, el estampido de un trueno sordo y lejano, le asusta a pesar suyo... Ha buscado con la mirada a quién interrogar, pero a nadie divisa en aquella tranquila calle del más viejo y opulento barrio de Saint-Pierre... Al suave ruido que parece sonar bajo la tierra, el cielo se ha enrojecido un poco más, y después palidece... Pero ya Sofía no mira al cielo, no alza la vista hasta la hosca cima del Mont Peleé... volcán dormido desde sesenta y tres años atrás... No teme nada del gigante terrible a cuyos pies bulle la ciudad populosa y opulenta, ambiciosa y febril, henchida de luchas y pasiones... Sólo mira el lujoso cochecillo que cruza frente a ella en carrera insensata, guiado por las manos de su hijo... Sólo el fuego de las pasiones desatadas parece sacudirla, al sentenciar:

—Tengo que defenderlo... ¡Tengo que salvarlo de sí mismo!

—¿Viste, Segundo? ¿Oíste los tres truenos?

—Sí... vi y oí... Déjame tranquilo...

Acodado en la ventana más alta de las que miran al camino, el anteojo de larga vista tendido, Segundo Duelos observa el ir y venir de uniformes tras la línea guardada por soldados, entre el cortante espinazo de los farallones y el apretado verdor de la espesa manigua...

—A mí me dio miedo, pues esos truenos no fueron en el cielo. Yo los sentí como debajo de las piedras, como si el mar se entrara hasta aquí mismo por debajo del piso... Y el sol se puso feo...

—Se puso feo, pero ya está bonito. ¿Quieres dejarme tranquilo, Colibrí?

—¿Y tú no ves allá arriba, en el monte? Vuelva el anteojo y mira, Segundo.

—Lo que tengo que mirar, porque lo mandó el patrón, es a los soldados, que no están precisamente allá arriba.

—Pero mira un momento... ¿Viste alguna vez una nube negra como la tinta? Hay una nube chiquita, negra negra... ¡Mira... otra! ¡Es el monte que echa nubes por arriba! ¿Qué es eso, Segundo? ¿Hay gente allí?

—¿Gente en el Mont Peleé? No digas tonterías. ¿No ves que no se puede subir? Ni hasta la mitad siquiera llegó nunca nadie. El Mont Peleé era un volcán, pero se apagó cuando ni tú, ni yo, ni mi madre siquiera, habíamos nacido. Mi abuela dice que lo vio arder una vez cuando, era jovencita...

—¡Ah!, ¿sí? ¿Ardía la montaña? ¿Y cómo ardía?

—Echaba por la boca piedras encendidas y unos ríos de fuego que acabaron con todas las siembras de por allí. Y dicen que temblaba la tierra y que las casas se caían...

—¡Ya se borró la nube, Segundo... se borraron las dos! —señala Colibrí con cierto entusiasmo.

—Sí... se borraron las nubes, y tú me distrajiste —se queja Segundo, malhumorado—. ¿Dónde se metieron aquel coche y aquellos soldados que estaban en el camino? El patrón me mandó mirar desde aquí hacia dónde iban. Mira a ver si eso importa más que las nubecitas de tinta. Ahora, si me pregunta, le tendré que decir que por hacerte caso a ti...

—¡Segundo... Anguila... Martín...! —le interrumpe la voz de Juan, que llama imperioso.

—¿Qué pasa, patrón? —pregunta Segundo acercándose todo sofocado. Todos han corrido hacia la puerta donde la voz de Juan los llama con un grito. También, por el camino de la playa, suben los pescadores más jóvenes, empuñando hachas, remos y cuchillos, como sus únicas armas disponibles...

—¡Miren todos... miren...! —señala Juan exaltado—. El gobernador acaba de irse... aquella nube de polvo es su coche que se aleja por el camino. Ha rehusado la entrevista que pedí, se ha negado a escuchar nuestras razones, a oírnos; pero siguen abriendo zanjas y levantando cercas... ¡Se nos ha negado hasta el derecho de pedir justicia! ¡Pero no vamos a consentirlo! Si no quieren oírnos, arrasaremos con esos soldados polizontes y nos haremos la justicia por nuestra propia mano...





—¡Patrón... vuelve el coche! —avisa Colibrí.

—Viene un coche... sí. Pero no el del gobernador... Es un coche chiquito —explica Segundo.

—¡Lo detienen! ¡No... ya le abren paso, pero no sigue!

Juan ha avanzado, descendiendo a saltos por los ásperos riscos. Quiere reconocer al hombre joven, vestido de blanco, que de pie en el pescante del cochecillo parece discutir furiosamente con los soldados policías... Tras él ha corrido Segundo, que llama:

—Patrón... Patrón, ¿a dónde va? ¿Qué es lo que ha visto?

—¡Ese hombre es Renato D’Autremont! ¡Quiero saber qué es lo que viene a buscar aquí!

—¡Juan... Juan...! —la voz de Mónica lo ha herido, lo ha obligado a detenerse un instante, volviendo la cabeza para verla correr hacia él, gritando—: ¡Juan! ¡No... No vayas allí! ¡No te acercarás a él... no he de consentirlo!

—¡Es él quien me busca!

—¡No te busca a ti!

—¡Peor, si es a ti a quien se atreve a venir a buscar en presencia mía! ¡Te juro que...! ¡Déjame, Mónica!

Un momento se ha desprendido de las manos de Mónica y, marcha hacia la línea donde Renato D’Autremont salta ya del pescante, llegando hasta el límite, donde un oficial le detiene:

—¡Hasta aquí, señor D’Autremont... hasta aquí! ¡Ni un paso más!

—¡Estoy autorizado por el gobernador para entrar a buscar a esa dama, que tiene que volver a Saint-Pierre conmigo! ¿No estaba usted a mi lado? ¿No oyó lo que el gobernador me dijo?

—¡El gobernador dio su permiso para que esa dama saliera, no para que pasara usted allí!

—¡Es usted un...! —se enfurece Renato.

—¡Cuidado, señor D’Autremont! ¡No me obligue a tomar las peores medidas! —amenaza el oficial—. ¡Tengo orden de hacer disparar sin contemplaciones, de sofocar en sangre el motín! —Y alejándose un poco, ordena—: ¡Armas al pecho, centinelas! ¡Listos para disparar contra esa chusma si se nos viene encima!

Renato ha visto a Mónica... Con ira y angustia la ve luchar con Juan, forcejear logrando detenerlo, mientras la enfurecida grey de pescadores avanza también, siguiendo a los hombres del Luzbel, que han sacado del cinto los cuchillos.

—¡Pronto... Pronto... Llame a esa señora y llévesela de aquí! ¿No ve que esa gentuza se amotina? —apremia el oficial acercándose, exaltado, a Renato—. ¡Que cruce ella sola la línea! ¡Haré disparar contra cualquiera de los otros que de un paso más!

—¡Mónica, tú sola tienes el paso libre! ¡Ven! ¡Cruza tú sola la línea! ¡Pronto! —grita Renato.

—¿Qué? ¿Qué? ¿Qué dicen?

Es la cólera, más que los débiles brazos de Mónica, lo que ha hecho detenerse a Juan a escasos veinte metros de la línea que guardan los soldados en doble fila. A una orden del teniente, se han echado a la cara los fusiles, apuntando al abigarrado grupo; pero Juan del Diablo no parece advertir su amenaza... fija sólo su mirada relampagueante en el hombre que parece acogerse al amparo de los soldados policías...