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—Tuvimos miedo de que hubiera querido pasar la línea de soldados, y en manos de esos brutos... Bueno, no quiero ni pensarlo. Por la tarde golpearon a dos mujeres de la aldea. Son unos salvajes, patrona. Diga usted que todavía no se lo han dicho al patrón, porque cuando él se entere... Lo conozco bien y sé cómo las gasta... ¡Venga, patrona, venga! Cualquier ola de éstas lo arrastra a uno... Usted está ya totalmente mojada, y va a hacerle daño... Tiene que tomar en seguida algo caliente y mudarse de ropa... Vamos...

Ha extendido la mano hacia ella, pero no se atreve a tocarla, a interrumpirla cuando Mónica parece sumergirse en una intensa lucha contra sus propios sentimientos... Bruscamente, ella parece decidirse:

—Segundo, usted sabrá remar y manejar un bote, ¿verdad?

—Todo lo que otro hombre haga en el mar, lo hago yo también. Es mi oficio, patrona...

—¿No sería capaz de llevarme esta noche a Saint-Pierre?

—¿A Saint-Pierre en un bote? —se extraña Segundo en el colmo de la sorpresa—. ¿Con este mar? ¿Con este tiempo?

—Una vez desembarcaron del Luzbelen un bote pequeño, con un mar como éste. Recuerdo perfectamente...

—Recordará que fue el patrón... Con sus propias manos tomó los remos...

—Antes dijo usted que todo lo que otro hombre hiciera en el mar...

—¡Ah, caramba! Pero no conté con el patrón al decir eso. Él, en el mar, es más que un hombre. En el mar y en la tierra, patrona... y eso usted tiene que saberlo mejor que nadie...

—Tal vez... Pero no es ese el caso... Se trata de que usted no se arriesga a llevarme.

—No, no estoy loco. Sería tanto como echarla a esa grieta, de cabeza. Perdóneme, patrona, y mándeme otra cosa. Tenemos orden del patrón de obedecerla siempre, pero eso sí que no puede hacerse... —Y cambiando, de pronto, exclama—: ¡Oh... el patrón!

Lo había visto al alzar la linterna. Está cerca, un par de metros de ellos solamente... No lleva farol ni linterna, y su voz truena como desde el timón de su goleta:

—Salgan de ahí en seguida... ¿No ven que está subiendo la marea? Cualquier ola de éstas se los lleva... ¡Pronto... Arriba...! ¡Fuera de aquí! ¡Es demasiado peligroso este sitio!

—Es lo que yo le estaba diciendo a la señora, patrón... —Juan ha arrastrado a Mónica, sin darle tiempo a protestar, a esquivar las manazas de hierro que la alzan como una leve pluma, haciéndola trepar a través de las piedras, y la lleva hasta la cabaña en ruinas, depositándola sobre un banco de madera, casi único mueble que hay allí. Podría parecer una cueva si sus paredes no estuviesen blanqueadas, y escrupulosamente limpio su piso de tierra. Dos faroles de barco la iluminan con su luz dorada y arde un alegre fuego en el tosco anafre que está junto a la puerta...

Desde su banco, Mónica le mira en silencio. Ha vuelto a vestir ropas de marino, aquellas ropas que, lejos de hacerle más rudo... le hacen lucir más flexible, más esbelto, dándole un cálido e inquietante atractivo. Pero en sus magníficos ojos italianos, la soberbia ha puesto su expresión de desdén más profundo... Sin embargo, se encienden de una pasión extraña cuando miran a Mónica larga e intensamente...

—¿Por qué no te acercas más al fuego? Estás temblando, mojada totalmente, y no creo que haya quien pueda prestarte ni un mal vestido entre las infelices de la aldea...

—No hace falta... Así estoy bien... No te preocupes más de mí...

—No me preocupo, pero prefiero no darle ocasión al bello Renato para decir que te asesiné en mi cueva, en mi Peñón del Diablo...

—Juan, te suplico que dejes el tema...

—Contigo es preferible dejar todos los temas. Creo que, en efecto, no tenemos nada que hablar. Soy yo quien vanamente se empeña... ¡Bah...! ¿Para qué seguir?

Se ha mordido los labios con rabia, y Mónica siente un extraño alivio frente al espectáculo de su sorda ira... No sabe por qué le siente ahora contra ella agresivo y violento, pero aquel cambio le produce un absurdo y áspero consuelo... Sí, lo prefiere así. Pero, ¿por qué esa irritación contra ella? ¿Acaso ha escuchado lo que le proponía a Segundo Duelos? ¿O le guarda rencor por aquel peligroso paseo? La voz de Juan llega, como respondiendo a sus preguntas íntimas:

—Voy a salir para que te quites la ropa y trates de secarla al calor del fuego. Luego, puedes acostarte en una de esas hamacas y tratar de dormir. Las noches se hacen largas en el Cabo del Diablo, y no sabemos cuántas tengas que estar aquí. Ya sé que harías cualquier disparate con tal de evadirte, pero no permitiré que corras el menor peligro. Yo seré quien provea los medios racionales para sacarte de esta ratonera, si es que las cosas siguen así. Pero entre tanto yo no lo disponga, tendrás que conformarte. ¿Has oído?

—Perfectamente. No soy sorda... puedo oír cualquier cosa que me digas.





—Y espero que obedecer cuanto yo ordene, puesto que estamos casi en estado de sitio, y todo tiene que moverse como en un barco en alta mar, a la voz mía.

—¿Un barco en alta mar? —repite Mónica en tono algo burlón.

—Sí. Se acabaron los paseos nocturnos, los descensos a los rompeolas y los proyectos descabellados, como los que hacías con Segundo.

—Ya veo que nos escuchabas...

—Les oí, que no es lo mismo. Y para cortar el mal de raíz, no saldrás de la cabaña sin mi permiso... Prefiero darte cárcel a tener que darte sepultura. Estamos rodeados de mayores peligros de lo que te imaginas...

—¿No es un pretexto para darme guardianes?

—Tu guardián voy a ser yo mismo. Contigo no puedo fiarme ni de los mejores... los embobas, los embaucas. Lo mismo Segundo, que Colibrí, acaban siempre por hacer lo que tú mandas, lo que tú dices. Había ordenado arreglar la cabaña para ti, pero tendremos que compartirla... Mas no te asustes, porque no hay motivo de alarma. Menos espacio había en la cabina del Luzbel, y no por eso me acerqué a ti.

—¿Que no está en el convento? ¿Que aun no ha llegado allí? ¿Qué dices, Yanina?

—Es lo que le dijeron a Cirilo. Él dejó las flores y la carta... No sé si hizo bien. Las dejó, porque entendió que la señora Mónica no tardaría, pero dice que al salir, en la propia esquina, oyó hablar de los sucesos del Cabo del Diablo... Parece ser que un cochero trajo la noticia, un cochero de alquiler que había llevado a la señora Mónica allí... Ese hombre fue el que dijo...

—¿Qué dijo?

—Estaba furioso. Los soldados lo echaron de allí haciéndole perder el viaje de regreso, y obligándole a abandonar a su dienta. Parece ser que el dueño de la finca, por donde hay que pasar para ir hasta allí, ha cerrado el camino. No sé hasta qué punto pueda ser verdad o mentira, porque también oyó decir Cirilo que usted venía de ese lugar... y cuando nada ha advertido...

—Me dejaron pasar... Había soldados, pero me abrieron paso... ¡Ahora lo recuerdo, sí! Entonces, Mónica... ¡No, no es posible! Iré ahora mismo...

—A Cirilo le aseguraron que el asunto era grave, que había unos pescadores alzados en rebeldía, y que el propio gobernador había dicho...

—¡El coche! ¡Un caballo... en seguida! Voy a buscar a Mónica, a sacarla de allí... ¡y no habrá nadie que me lo impida!

—¡Renato... hijo...!

Renato D’Autremont se ha detenido, mal dominando su disgusto y su ira, mientras llega Sofía, hasta apoyar las manos en su pecho...

—Hablaremos más tarde, mamá... Ahora no es posible... ¡No sabes lo que pasa!

—Lo sé. Acabo de hablar con Cirilo... Por eso quiero hablarte, que pienses un momento antes de irte así... Lo que ocurre es grave, muy grave...

—Cuanto más grave sea, más pronto necesito acudir...

—No harás sino ponerte inútilmente en evidencia. Los soldados tienen orden de disparar contra todo el que se acerque a la línea.

—Ya la crucé una vez y no ocurrió nada. No tengas cuidado, que no dispararán contra mí.

—Pasaste hace unas horas... Ahora todo es distinto... Todo Saint-Pierre tiene los ojos fijos en ese desdichado asunto. Lo que Yanina iba a decirte es que el gobernador ha salido para allí.