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—Sí, señor —acata Yanina balbuceando sorprendida—. ¿Y después...?

—Lo llenarás con todas las rosas que hayas cortado, y lo enviarás con unas líneas que voy a escribir...

Yanina queda un instante mirándolo, como si no pudiera desprender los ojos del fino rostro varonil que lentamente ha ido transfigurándose. Desde hace muchos meses, no recuerda una expresión semejante en el rostro de su amo. Es como si juntas aletearan ante sus ojos una ilusión y una esperanza. Y los tristes labios de Yanina contienen con esfuerzo el temblor de su voz al preguntar:

—¿A qué lugar debo enviar las flores, señor?

—Al Convento de las Siervas del Verbo Encarnado.

Renato D’Autremont ha cruzado el patio rumbo a su acostumbrado refugio, en aquella vieja biblioteca de la vetusta casa de Saint-Pierre, tan cargada de libros que nadie lee jamás. Y los ojos de Yanina le siguen, velados a la vez de rencor y de angustia, de celos encendidos y de ardiente curiosidad. Se clavan en su espalda hasta ver desaparecer la alta y delgada figura tras las puertas labradas. Luego, las palabras escapan de sus labios como un eco:

—Al Convento de las Siervas del Verbo Encarnado...

—¡Colibrí, ven acá!

Sin dar tiempo a que Colibrí obedezca a su mandato, Juan ha ido hacia él... Aun está sobre los negros acantilados desde donde divisa la costa lejana, la playa de la aldea y el ancho mar, de donde Mónica huyera de su lado de aquel modo extraño, herida por la amargura de un recuerdo...

—¿Por qué tiemblas, Colibrí? ¿Qué te pasa? Toda mi vida detesté a los tontos y a los cobardes...

—Yo no soy nada de eso, patrón —protesta Colibrí con firmeza.

—Porque pensé que no lo eras me caíste en gracia. También pensé que podías ser leal... Pero a lo mejor me equivocaba...

—¡Ay, no, patrón, no diga eso! Yo soy leal, más que leal. Yo...

—Fuiste a avisar a Mónica al convento, ¿verdad?

—Yo, mi amo, fui a avisarle. Ella me lo tenía mandado, y usted también me tenía ordenado obedecerla y servirla a ella como a nadie... ¿Está mal hecho, mi amo?

—Está bien. —Juan ha apoyado su mano tostada sobre la lanosa cabeza del muchacho, y las oscuras dudas parecen desvanecerse en los grandes ojazos brillantes—. Sólo quería saber si habías sido tú...

—Yo mismo, patrón. Cuando el señor Renato, hecho una fiera, dijo que venía a buscarlo a usted para matarlo...

—¿Lo creíste, mi pobre Colibrí? Mucho has cambiado desde que andas entre faldas... Antes, cuando te llamé, ¿qué tenías? ¿Por qué temblabas?

—Nada más tenía miedo de que me preguntara, patrón. Usted me enseñó a decir siempre la verdad. Yo, a usted, no podría decirle una cosa por otra, y...

—¿Te mandaron decirme una cosa por otra?

—Me mandaron callarme, patrón. Y cuando le preguntan a uno, y uno se calla lo que sabe, es como si dijera una mentira, ¿verdad?

—Casi casi... Pero, ¿quién te mandó callarte?





—La única que puede mandarme después de usted, patrón. Bueno... no sé si después o antes, y ése era el lío que yo tenía entre la cabeza: que usted es mi amo, y ella es mi ama, y usted me mandó que tenía que obedecer a ella antes que a nadie. Y luego, usted me manda a hacer otra cosa que ella. ¿A quién le tengo que hacer caso?

—Si ella te mandó callar, calla.

—Es que yo quisiera que usted supiera eso, mi amo. Y al mismo tiempo, no quisiera decir nada... porque ella dijo que era bueno para usted que no lo supiera..

La mano de Juan se ha endurecido, resbalando de la cabeza al hombro del muchacho. Un instante han permanecido los dos mudos, inmóviles, pero al recio contacto de aquella mano, el muchachuelo negro responde como si no pudiera más:

—Por el ama Mónica yo me dejo matar; pero tengo que decirle a usted lo que ella le dijo al señor Renato, lo que le ha prometido, lo que le ha jurado... lo que yo oí desde detrás de aquella puerta donde estaba espiando a ver si usted llegaba para avisarle, porque ella me mandó que así lo hiciera. Ella le dijo, le juró...

—Calla... Los juramentos de amor son una tontería. Todo el mundo los hace, pero sólo los tontos piensan reclamarlos. Probablemente, ella le juró amor eterno...

—No, mi amo, pero le dijo que se defendería... que se guardaría...

—¿Defenderse? ¿Guardarse? —repite Juan interesado a pesar suyo.

—Y que, esta misma noche volvería a su convento, para esperar allí que se rompiera no sé qué lazo...

Juan ha palidecido hasta parecer blancas sus tostadas mejillas. Un instante se han encendido sus ojos oscuros, para luego apagarse. Al fin, vuelve la espalda al muchachuelo, que da tras él unos pasos totalmente desconcertado, e indaga:

—Patrón... Patrón... ¿está enojado? ¿De veras no le importaba saber...?

—No me importaba nada. Además, nada nuevo dijiste, Colibrí. En una sola cosa hiciste mal: en ir a buscarla. Las cosas de hombres entre hombres se arreglan, Colibrí, ¡qué no se te olvide nunca más!

Mónica ha bajado sorteando los peligros, a través del sendero casi impracticable que tomara al azar, cuando alejándose de Juan ha querido esquivar toda posible compañía. Como el que huyendo de un peligro lo busca más y más, ha descendido a través de las rocas hasta aquel mar, hasta aquel estrecho pedazo de playa, tan parecida a la que unas leguas más arriba se abre cerca de su casa. Sólo que aquí el mar es aun más violento, más encrespado... Apenas deja margen para una estrecha franja de arena, y es como un concierto de rugidos su tronar cuando se hunde en aquella hendidura donde Juan, de niño, escondiera su barca... No, nada se parece en realidad aquel trozo de naturaleza salvaje, a la gruta cubierta de musgo, de piso rubio y blando... Sin embargo, ¿por qué la obsesiona aquel paisaje? ¿Por qué cada ola que se estrella le suena como un eco de la pasión de Juan...?

Amor... pasión... locura... ¡Sí... con locura... así se amaron... así sigue él amando su recuerdo... su recuerdo más fuerte que todo frente a este mar...!

Se ha recostado contra las duras rocas. Ha cerrado los ojos y a través de los párpados que enrojecen los últimos rayos del sol que muere, el fantástico sueño de sus celos va tomando vida, forma, imágenes... Es como si sintiera renacer un pasado que no conociera, como si locamente recordara una escena que jamás presenció, pero que mil veces ha imaginado: ¡Aimée en brazos de Juan!

Una ola gigante se ha estrellado muy cerca, bañando a la mujer enlutada que en éxtasis doloroso soñara. Y al golpe helado del agua, los ojos de Mónica se abren como si del infierno volviese a la tierra: una hosca tierra en sombras ya, sobre la que se desbordan sus lágrimas, tan amargas como las aguas de aquel mar que la envuelve...

—¡Señora Mónica... Señora Mónica...! ¿Dónde está?

—¡Aquí estoy! ¿Quién me busca? ¿Qué quieren?

Saltando sobre las puntiagudas piedras, con su agilidad de marinero, Segundo Duelos ha llegado junto a Mónica, y se detiene, contemplándola por un instante, mudo de sorpresa... Ha bajado casi hasta el fondo de aquella horrible grieta que cuando el mar está en calma hace las veces de embarcadero. Ahora, las olas gigantes se precipitan rugientes en el cañón de piedra y, golpe a golpe, sus espumas bañan el peñón por completo. Chorreantes están los vestidos de Mónica, heladas sus manos, pegados al rostro humedecido los mojados cabellos, y a la tenue luz del farol, que Segundo lleva en la mano, brillan sus claros ojos sobre el rostro pálido y descompuesto...

—¡Caramba! ¡Buen susto no ha dado! El patrón preguntó por usted y me mandó llamarla... La vuelta entera le he dado a los peñascos, y Colibrí por otro lado, buscándola también... Pero, ¿cómo íbamos a pensar que se había metido en este agujero? Ni siquiera sé cómo pudo bajar hasta aquí...

Lentamente, Mónica se serena, va regresando de sus dramáticos mundos interiores, frente al rostro curtido, rudo e ingenuo, de Segundo Duelos, y extiende la mirada contemplando el siniestro paisaje que les rodea...