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—Tú siempre comprendes a Renato. En él encuentras disculpables hasta los crímenes... Pero, no te preocupes, no tengo ningún interés en juzgar sus actos, ofendiendo con ello tus sentimientos más íntimos y tiernos. Para ti no es un hombre, es un ídolo, un semidiós, y los dioses tienen derecho a todo, ¿verdad?

Amargamente ha apretado Mónica los labios sin responder a Juan. ¡Qué extraño y lejano le parece en aquellos instantes, qué frío su corazón, qué injustas sus palabras! Pero la horrible batalla está ganada. Puede respirar, tranquilizarse. Renato está lejos... se aleja llevando en el alma una esperanza vana y una promesa que repentinamente se le antoja ridícula. Defenderse... guardarse, pero, ¿de quién? Los ojos de Juan pasan sobre ella como si resbalaran al mirarla. Inmóvil en medio de la destartalada sala, parece aguardar que ella le diga adiós, que se aleje cuanto antes la que es sólo una intrusa en su vida y en su casa. Sordamente humillada y dolorida, Mónica se dispone a marchar, y explica:

—Me trajo un coche de alquiler, que mandé me aguardase. Debe estar cerca...

—Le hicieron marchar hace rato, poco antes de que el caballero D’Autremont lograra milagrosamente armar las líneas de soldados. Supongo que una vez más sacó partido de su fortuna y de su rango...

—¿Qué estás diciendo? No te entiendo.

—Lo siento, Mónica, pero no creo que puedas marcharte.

—¿Vas a oponerte tú?

—Yo no... las leyes que protegen al que se dice propietario de todas las tierras que nos rodean: la aldea, el camino, la playa, todo le pertenece y todo está cerrado para nosotros. Caímos en una trampa. Lo siento, Mónica, pues esto aún no está habitable. Una vez más pagarás el tributo que te corresponde, por ser la mujer de Juan del Diablo...

Con esfuerzo, han penetrado en la mente de Mónica las palabras de Juan, y su vista se extiende a cuanto la rodea, como si por primera vez lo mirase, como si sólo ahora se diera cuenta cabal de que pisan sus pies aquel famoso Cabo del Diablo que tantas veces oyó nombrar a Juan... Este la ha llevado hasta la puerta. En el lugar en que se bifurcan los senderos hay una línea de soldados que se extiende cruzando el camino carretero, aislando la playa y el Peñón del Diablo de toda posible comunicación con Saint-Pierre... Casi balbuceante, Mónica se vuelve interrogadora a Juan:

—Entonces, ¿no es posible salir?

—Ni salir ni entrar. ¿No comprendes? El amo de esas tierras no nos da permiso para pisarlas, y como no hay otro camino, cuenta con rendirnos por hambre o por cansancio... La lucha es a muerte, y no me quejo. Yo la desaté, yo la he buscado...

—¿La lucha contra quién?

—Ya sé que no sabes de mis cosas ni tienes por qué saber. Tampoco tienes por qué saber nada de este lamentable montón de piedras que me dio su nombre. ¿Me permites mostrártelo?

Le ha tomado la mano y juntos cruzan el umbral... Un brusco movimiento recorre la larga fila de soldados, pero Juan sonríe tranquilizando a Mónica:

—No te preocupes, no te harán nada mientras no tratemos de cruzar esa raya blanca que trazaron ayer los alguaciles. Con ella marcan el límite de lo que legalmente me pertenece. Tiene gracia, ¿verdad? Después de todo, no salí mal librado; El Estado me otorga un pedazo de tierra... si a estas rocas puede llamarse tierra. Pero, en fin, reconocen que pertenecen a Juan del Diablo. La raya baja por el filo de las rocas, ¿ves?, y llega al otro lado. Por lo tanto, y ésta sí que fue una sorpresa, también me pertenece la playa, con esa vieja aldea donde fui pordiosero...

La ha llevado hasta el borde mismo de los acantilados, allí donde baja serpenteando el sendero de cabras y abre la pequeña rada, tan cercada de farallones como un anfiteatro... Unos metros de arena rubia, un puñado de casuchas miserables, y frente a ellas, el grupo oscuro de hombres y mujeres que alzan la cabeza, iluminados los ojos de esperanza al divisar desde lejos a Juan...

—¿Qué significa esto? —pregunta Mónica intrigada.

—Significa que la aldea es libre. Hay un hombre que indebidamente les cobraba por tender allí sus redes, por haber fabricado allí sus míseras cabañas, por hacerse a la mar desde esta playa... Era un buen negocio, que se terminó gracias a mi audacia. Su respuesta es sitiarnos, cercarnos... Somos dueños de este pedazo, pero no podemos pasar, y él defiende sus derechos con las armas de esos soldados que, naturalmente, le respaldan. ¿Comprendes ahora?

Un destello de admiración ha ardido en los ojos de Mónica. Sin darse apenas cuenta, se ha apoyado en el brazo de Juan, y sus ojos van desde el hermoso rostro varonil curtido por el sol y los vientos, hasta aquel grupo oscuro y miserable...

—¿Es eso lo que has estado haciendo todo este tiempo, Juan?





—Sí... Pensé redimirlos, pero soy un triste redentor. Se rompió una cadena, pero se alzó un muro... Cuando no puedan más, se rendirán. Eso dice Noel... Y habrá que pasar por todo cuanto se le antoje al propietario, que aun será más cruel. ¿Comprendes?

—¿Quieres decir que te das por vencido?

—¡Eso nunca, Mónica! Lucharé con todas mis fuerzas... hasta el fin... Y si todo se pierde, como los viejos capitanes, me hundiré con mi barco...

—¿Tu barco? —repite Mónica con una lejana esperanza.

—Es una forma de hablar...

—Ya lo sé; pero, al decirlo, me haces que piense... Queda el mar... Por el mar puede salirse, ¿verdad?

—Podríamos salir si tuviéramos barcos. Los botes de esta gente son demasiado débiles para arriesgarse más allá de aquel promontorio, y el Luzbel, una vez más, ha sido confiscado... Pero, ¿por qué has de preocuparte? Se diría que te importa todo esto...

—¡Me importa, Juan, me importa...!

Como en contradicción con sus palabras, se ha apartado de Juan, ha dado unos pasos alejándose a lo largo de las piedras filosas, y volviendo la espalda a aquellos ojos clavados en ella, queda mirando las olas estrellarse... Le ha sentido acercarse, siente el anhelo de volverse bruscamente para mirarle cara a cara, el ansia loca, absurda, irreprimible, de echarle al cuello los brazos anhelantes... Pero al volverse muy despacio, el rostro de Juan tiene una expresión vaga, su mirada se ha vuelto lejana y hay en Mónica como una sacudida, como el espolazo de una idea malsana, al preguntar:

—¿En qué piensas, Juan? ¿Acaso una gruta en la playa? —Y con ira contenida, exclama—: ¡Entonces, te dejo con tus añoranzas!

Se ha ido con paso tan rápido que Juan no acierta a detenerla, como si más que correr volase sobre las aristas cortantes de aquellas rocas, negros cuchillos afilados al golpe del viento y del agua; menos agudos, sin embargo, que sus pensamientos; menos desgarradores que sus ansias...

10

RENATO HA PENETRADO hasta el centro del patio de su casona de Saint-Pierre, un tanto sorprendido de encontrarla abierta, y desmonta, poniendo las riendas en manos del lacayo color de ébano que acude al sentirlo llegar... Pero antes de que llegue a preguntar nada al sumiso criado, una menuda figura color de cobre ha aparecido bajo los arcos, y acercándose, indica a guisa de explicación:

—La señora me envió a preparar la casa... Acabamos de llegar... me parece que a tiempo. Parece usted muy cansado, señor Renato...

Bajo los párpados que velan su oscura mirada, Yanina examina al caballero D’Autremont que, en efecto, lleva sobre sí las huellas de sus violentos viajes. Con trabajo arrastra el lacayuélo al caballo extenuado, y los ojos de Yanina suben desde las botas cubiertas de polvo y de fango hasta el rostro húmedo de sudor, iluminado lo bastante como por un destello de felicidad...

—Puedes mandar que me preparen el baño y la cena, Yanina...

—Sí, señor... al instante. ¿Va entretanto a beber algo? ¿Un "plantador"? Yo misma puedo preparárselo...

—Gracias, Yanina. Por el momento, necesito para otras cosas tus manos. Sé que son muy hábiles preparando ramos, ¿no? Corta todas las rosas que haya en el huerto, busca un hermoso búcaro... el más lindo que haya en la casa...