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—Él fue el burlado, el engañado, el vendido... Él no sabía que Aimée estaba comprometida contigo; él no sabía nada de ella sino lo que ella quiso contarle... Aimée jugó con los dos, pero era Juan del Diablo el traicionado...

—¡Le quería... le gustaba! —se ofende Renato furioso—. Antes de ser mi esposa, fue su amante... ¡Sé toda la verdad! Me la gritó alguien demasiado estúpido para disimularla... la arranqué de unos labios qué tenían demasiado miedo para ocultarme nada, para disimularme nada... ¡Aimée era la amante de Juan!

—Lo fue antes de ser tu esposa, tú lo has dicho: antes de casarse. Lo engañó a él, lo envió a un largo viaje en busca de fortuna, y cuando él regresaba feliz y triunfante, se encontró con que la que creía suya, era ya tu esposa.

—¿De dónde has sacado esa historia?

—Por desgracia, pasó frente a mis ojos… Sólo cuando era tarde, me di cuenta exacta de toda la verdad... Por mi sangre de hermana, por las lágrimas de mi madre, que vi correr en defensa de Aimée, callé cuando acaso hubiera debido gritar. Por eso acepté luego todos los sacrificios para salvarla... por eso me dejé arrastrar como víctima, para ser pisoteada humillada, acaso muerta en las manos de Juan. ¡Por eso me sometí a todo! Estaba pagando, Renato, estaba pagándote el delito de haber callado... ¿Piensas que puedo jurar en vano por su cuerpo inerte? ¿Piensas que puedo blasfemar, jurando en falso por la memoria de mi padre? Pues por todo eso y más, te lo juro, Renato. Él no fue culpable, no fue responsable...

—¡Pero ella le amaba! ¡Le quiso siempre, le buscó siempre...! ¡Qué claro lo vi todo de pronto... cómo se descorrieron cien velos con una sola palabra...! ¡Gestos, miradas, el champaña de mi noche de bodas...!

La mano de Renato se ha crispado sobre el arma que aún empuña; sus claros ojos parecen relampaguear con destellos de sangre... Como adivinando su horrible pensamiento, las blancas manos de Mónica se apoyan en sus hombros para sacudirle con ansia:

—¡Renato... Renato, vuelve a la razón! Viéndote así, tengo que pensar que sólo a ella amaste...

—La amé en una hora maldita, pero nada tiene que ver con el amor. ¿Es que no comprendes? ¿Es que no mides todo el alcance de la burla que me ha herido y manchado? Yo era un hombre de honor... ¿Cómo puedo seguirlo siendo, si en la mirada de un villano hay una burla para mi candidez de esposo? ¿Cómo puedo dejar que viva Juan del Diablo, pensando en la sonrisa que crispó sus labios cuando supo que el despojo de su pasión era la esposa inmaculada que yo había llevado hasta el altar? No puedo detenerme, Mónica, ni por ti que me despreciarías en el fondo de tu alma...

—¡No... no! ¿Cómo podría yo despreciarte si tú... si tú renunciaras a esa torpe y tardía, a esa injusta venganza?

—¿Injusta? Pero, ¿es que no comprendes que ni siquiera era necesario saber lo que sé, para buscar el combate final? ¿Quién te arrancó ahora de mi lado? ¿Quién te trajo hasta aquí, burlándose de mi amor y de mi hombría? ¿Y cómo no había de burlarse? Tiene toda la razón, todo el derecho de hacerlo... Y ese derecho no puedo arrancárselo más que quitándole la vida... ¡Lavando mi deshonor con sangre!

Desprendiéndose de las manos de Mónica, corre Renato hacia la ventana, mal cerrada con travesaños de madera, y va luego a la puerta desvencijada para espiar con ansia la posible llegada de Juan. Puesto que Mónica está allí, piensa que él no puede estar lejos; pero ninguna figura humana divisan sus ojos anhelantes. Bruscamente se vuelve hacia Mónica, y advierte:

—¡Aguardaré a Juan cuanto haya que esperarlo! No puede tardar mucho en querer acercarse a ti.

—Y cuando hayas realizado tu venganza, si es que lo logras, no vuelvas a acercarte a mí, no vuelvas a hablarme, no vuelvas a mirarme, Renato. ¿Piensas que no hiciste bastante? ¿Aún quieres derramar más sangre de la que por fuerza habrá de separarnos?

—¡No hables como si le dieras esperanzas a mi amor, Mónica! Es sólo una estratagema para dominarme... Niega que sólo me hablas así para obligarme a desistir de un desquite en el que está empeñada toda mi dignidad, al que no puedo renunciar...

—¿Ni al precio de mí misma? —reta Mónica desesperada.

—¿Qué has dicho, Mónica? ¿Qué vas a prometer? —pregunta Renato tembloroso, pálido, con una ilusión ardiendo en las claras pupilas.

—¿Qué puedo prometer? ¿No es acaso bastante, para ti, pensar que la sangre de Juan borraría hasta la última huella del camino que podría acercarnos?

—Es toda una amenaza, Mónica, y es doloroso que sólo acuda a tus labios una amenaza, cuando me has visto temblar al remoto destello de una esperanza de amor. Sí, sí, Mónica, sólo al precio de ti misma podría yo ser capaz...

—No quise decir lo que te imaginas. Tan sólo quise decir que no matarás a Juan sin matarme a mí antes.





—No digas eso, no le defiendas así, porque sólo de oírte hablar como si le amaras, me siento enloquecer. No, no, ahora más que nunca puedo gritarlo: no serás nunca suya, no te abandonaré en manos de Juan, te disputaré como se disputan las fieras, y que venga si quiere ese bastardo...

—¡No grites así... no hables de ese modo!

—Sólo de un modo puedes evitarlo; sólo al precio que sabes, y puedo jurar que preferiría que me pidieras hasta la última gota de mi sangre. Pero si tú no me prometes, si tú no me juras...

—No puedo prometerte nada... ¡Aún soy la esposa de Juan!

—Júrame que te guardarás como hasta ahora te has guardado; júrame que esperarás en tu convento ese decreto pontificio que ha de devolverte la absoluta libertad; júrame que, cuando seas libre, me permitirás estar a tu lado, compensar a fuerza de amor y de ternura todo ese horrible mal que aún no me perdonas... Júramelo, Mónica...

—Sólo una cosa he de prometerte, y es igual que si la jurase Renato: me guardaré como hasta ahora... Y no será gran trabajo guardarme. Tienes mi promesa. Vete ya. ¡Sal por aquel lado!

Lo ha empujado con ansia, le ha hecho salir, inclinando la cabeza para pasar bajo los andamios. Luego corre a la puerta abierta de par en par, y llama:

—¡Colibrí... Colibrí...!

—¡Aquí viene ya el patrón, mi ama! —avisa Colibrí acercándose a Mónica—. ¿Quiere que yo...?

—Quiero que calles. De cuanto has visto y oído, no repitas ni una palabra. Es por el bien de Juan, Colibrí, por su solo bien.

—Ya lo sé, mi ama... por el bien del patrón es todo lo que usted hace. Pero si el patrón me pregunta...

—Ya responderé yo a cuanto él quiera preguntar. Sal por aquel lado, Colibrí, mira si ya va lejos el señor Renato y vuelve a darme cuenta, pero sólo cuando yo te pregunte... ¡Anda!

A tiempo le ha empujado haciéndole marcharse. Juan está ya bajo el dintel de la puerta principal, y la mira en silencio, con larga y enigmática mirada...

—Una doble sorpresa, Mónica. Tu visita, tan inesperada como la de Renato... Pero, ¿dónde está él? Segundo me dijo que había venido a desafiarme, que entró forzando las puertas, profiriendo insultos y amenazas...

—Sin embargo, ni quiso esperarte. Me temo que Segundo exageró el relato —rebate Mónica en tono natural y suave—. Con irse como se fue, te ha dado todas las satisfacciones que necesitabas. Él es el ofendido, Juan. Todo se lo contaron. No le ahorraron ni el dolor ni la vergüenza de un solo detalle.

—Tampoco a mí me ahorraron detalles: los vi, los palpé, y ni siquiera fueron contados.

—No puede compararse. Tú sufriste en tu amor, y él en su dignidad. Tu herida fue la desilusión; la de él, el escarnio. Tu pena pudo arrancarte lágrimas; la de él... la de él es de las que piden sangre. ¡Pero no correrá esa sangre mientras yo viva, Juan! ¡Basta con Aimée!

—Efectivamente, basta. Él la empujó a la muerte, ¿verdad?

—¡Oh, no, no... eso no! Fue un accidente desdichado. El propio Padre Vivier me lo ha referido. Se empeñan en mancharlo, en acusarlo... Él nada sabía de Aimée... casi nada. Fue Ana, la torpe cómplice de mi pobre hermana... La encontró en tu casa al ir a buscarte... y la obligó a hablar. Bien puedo imaginarme lo que saldría de aquellos labios... comprendo que Renato enloqueciera...