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—Averiguará, ¿el qué? ¿Qué hacía mientras yo la dejaba sola? —quiere saber Renato.

—Pues nada, mi amo... Todo le salía mal ahora a la señora Aimée... No hizo sino pasear, porque aquel oficial tan guapo se fue en el barco. Para mí que el señor Juan se le atravesó...

—El señor Juan, ¿qué?

—Ya usted lo sabe... la señora Aimée estaba loca por el señor Juan... Pero no la tome con él... él no la quería, por eso estaba loca la señora, loca buscándolo, y él nada... nada...

—¿Buscándolo? ¿Buscaba Aimée a Juan?

—No se ponga bravo, mi amo... no podía remediarlo... La primera vez que él fue a Campo Real para llevársela...

—¿Llevársela? Entonces, ¿fue por ella... fue por ella...?

—El ama tuvo miedo. Le echó el muerto a la señora Mónica, pero después lloraba y lloraba. ¡Pobre señora Aimée! Siempre decía: "No hay otro como Juan". Perdone, mi amo, pero como usted quiere saber...

—¡Sí, quiero saber! —atosiga Renato furibundo—. Habla, habla, arroja de una vez todo el veneno, llévame ya hasta el fondo de esa charca, habla para acabar de hundirme en el fango. Aimée quería a Juan, era su amante, ¿verdad?

—¡Ay, no, mi amo! Para mí que él no quiso saber nada de ella después que lo casaron... Ella quería que fuera como antes de casarse la señora con usted... que entonces sí la quería el señor Juan, y le traía regalos de todos los viajes, y ella lo esperaba en una playa, y decía que entonces era muy feliz, muy feliz, porque el señor Juan vuelve locas a las mujeres, mi amo...

—¡Basta! ¡Cállate o no podré contenerme para pisotearte!

—¡Ay, mi amo! ¿Y yo qué culpa tengo? La señora Aimée...

—¡No la nombres más! Ella está muerta, muerta y enterrada... Es a él a quien he de buscar. ¿Dónde está?

—Yo no sé muy bien... ¡Ay, mi amo, no me tuerza más el brazo! Se fue para una casa que está haciendo... No sé cómo mentaban el lugar... Casa del Diablo, Piedra del Diablo, o algo así... Pero no vaya... no vaya... El señor Juan dijo... ¡Ay...!

Tras soltarla, arrojándola al suelo, ha corrido Renato. En la puerta, mal sujeto a las rejas de una ventana, bañado de sudor y de espuma, aguarda su caballo y lo monta sin detenerse a calcular si el cansado animal resistirá el último esfuerzo. Fieramente clava las espuelas en los ensangrentados ijares, y el noble bruto arranca calle abajo...

—Colibrí... Pero, ¿eres tú realmente?

—Sí, mi ama... vine a buscarla. Primero me trepé por la tapia... estuve asomándome, pero no había nadie... Di la vuelta, toqué en la puerta grande... y a esa monja vieja que se asoma por una rejita, le dije que tenía que hablar con usted, porque lo que está pasando tenía usted que saberlo... Y tiene que hacer algo, mi ama, porque van a matarse...

—¿Qué? ¿Quiénes? Juan, ¿verdad? Juan y Renato...

Mónica ha temblado al preguntar, y casi son inútiles preguntas y respuestas: todo puede leerlo en los asustados ojos de Colibrí, en el oscuro presentimiento que sacude su alma...

—Sí, mi ama. Como un mismo diablo llegó el señor Renato. Yo estaba empezando a correr el cerrojo de la puerta, y me la abrió de pronto de dos patadas... Llegó como un tigre buscando al amo Juan, y como el amo Juan no estaba, ni tampoco el señor don Noel, pues agarró a la tonta de Ana, la que era criada de la señora Aimée, y la sacudió como a un perro de aguas, preguntándole... Y ella, claro está, le dijo todito lo que sabía. Como un rayo, el señor Renato cogió el caballo y se fue para allá...

—¿Para dónde?

—Para donde le dijo Ana... donde está haciendo una casa... El patrón no quería que usted lo supiera, mi ama, pero él está haciendo una casa allá donde vivió cuando era chiquito, donde a veces paraba el Luzbel, en el lugar que mientan el Cabo del Diablo...

—¿Y allá fue Renato?

—Para allá fue. Cuando montó a caballo, vi que le revolaba la chaqueta, y metidas en el cinturón llevaba dos pistolas... seguro que para matar al patrón.





—¡No, no lo hará! ¡Tengo que ir allá... tengo que evitarlo! No puede correr entre ellos la sangre. El Peñón del Diablo... el Peñón del Diablo...

—Abajo en la plaza hay coches de alquiler. ¿Le busco uno, mi ama? ¿Va usted a ir para allá?

—Sí, Colibrí, corre y trae el coche. Iré en seguida y sabré interponerme entre los dos, sabré impedir esa horrible lucha, sea el que sea el precio que tenga que pagar para lograrlo...

Rendido, extenuado, sin responder ya al cruel apremio de la espuela, el caballo que llevaba Renato se ha detenido, totalmente agotado, en el lugar en que se bifurcan los senderos. Uno, para bajar a través de las peñas hasta la mísera aldea de cabañas de palma que se extiende a lo largo de la pequeña rada... Otro, para trepar aún más entre los ásperos riscos, hasta aquel promontorio negro con que la tierra martiniqueña desafía la furia de los mares... aquel peñón desnudo, sobre el que se alzan la casa en construcción y la cabaña en ruinas... aquel lugar de belleza salvaje, conocido por el Cabo del Diablo... Por este segundo camino, Renato llega ante la puerta cerrada de aquella casa en construcción, y la golpea con el ímpetu de su rabia, al tiempo que grita amenazador:

—¡Abran pronto; abran esa puerta o la echaré abajo! Por el hueco de la ventana aun sin hojas, que cruzan travesaños de madera, asoma el rostro curtido de Segundo Duelos, que cambia de color al reconocer a Renato. Y el iracundo caballero, otra vez ordena enfurecido:

—¡Abre esa puerta, estúpido! ¿No oyes que llamo? ¡Ábrela y corre a decirle a Juan del Diablo, que Renato D’Autremont viene a ajustar sus cuentas, que si es realmente hombre, no se esconda... que salga...!

—Pero, ¿está loco, señor? El amo no está...

En vano ha corrido el picaporte Segundo. Al golpe de Renato, salta la cerradura improvisada, abriendo paso al que entra como una tromba, desencajado de cólera, preguntando:

—¿Dónde está Juan? ¿Dónde está tu amo? ¡Que venga... que salga...!

—Le juro, señor, que no ha llegado...

—Vino, y no vino solo... una mujer venía con él. Si es por ella que callas, ahórrate el trabajo. ¡Di dónde están, o te cuesta la vida callarlo!

Renato ha echado mano a una de las pistolas que lleva consigo, apuntando al pecho del segundo del Luzbel, que retrocede desconcertado, dejando libre el paso, al tiempo que afirma con decisión:

—Le juro que no sé nada, señor... No podré decirle nada aunque me mate...

—¡Juan... Juan... no te escondas más...! ¡Asómate, cobarde...! ¡Juan...! —llama furioso Renato, penetrando como bólido por las habitaciones en construcción.

—Segundo, ¿qué pasa? ¿Dónde está Juan?

—¡Señora Mónica... por Dios! —se sorprende gratamente Segundo, aunque de inmediato tiembla asustado—. El patrón no sé dónde está; pero el señor D’Autremont llegó como un loco. Rompió la puerta, y sacó una pistola para matarme. ¡Creo que de verdad está loco! Se empeña en que usted y el patrón están escondidos en la casa, y por ahí dentro anda buscándolos...

—Déjame con él. Corre a esperar a Juan, y haz cuanto puedas para que no entre hasta que haya salido Renato. ¿Entendido? ¡Anda... ve...!

Mónica ha hecho salir a Segundo de la estancia, justamente en el momento en que Renato irrumpe en la misma, y sus palabras brotan como casi en un aullido;.

—¡Mónica... estabas con él... era verdad...! —Ha ido hacia ella como un rayo, pero la fría serenidad de Mónica le detiene... en la crispada mano el arma lista para matar—. ¿Dónde está Juan?

—No lo sé, Renato...

—¡Mientes... sé que mientes! Mientes como todos, para salvarlo. ¡Pero esta vez nadie le salvará! Le mataré con toda razón, con todo derecho... ¡Déjame!

—¡No voy a dejarte! Si ese amor que tantas veces me has jurado es verdad...

—¡No puedes dudarlo! Pero no sigas, Mónica, no vas a detenerme con esa estratagema. Tú lo sabes todo, lo sabías todo, y lo callabas... ¡Qué ridículo me habrás visto en tu interior cien veces! ¡Qué risible, qué empequeñecido y miserable, frente a ese canalla que todo su placer me ha burlado...!