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Renato ha clavado las espuelas con más saña... Quiere huir de todo aquello, saltarlo, mientras la angustia de un escalofrío le recorre la espalda... Todo queda atrás, pero sigue escuchando. Furiosamente castiga al caballo, exigiendo un esfuerzo más del bruto, cuyas patas resbalan, y cae arrastrando al jinete, a las mismas puertas de una cabaña desvencijada... Se ha levantado, sin sentir el dolor de las magulladuras. Frente a él, una sombra negra, alta y flaca; retrocede a través de la puerta, hasta llegar al fondo de la cabaña. Sin saber por qué, va tras ella...

—Tú eres Kuma, ¿verdad?

La hechicera ha respondido con un gesto vago... Ha caído de rodillas... Renato mira muy de cerca el rostro negro, brillante, los grandes ojos desorbitados con expresión de supremo espanto, y siente una especie de placer monstruoso viendo a aquella infeliz sudar y temblar...

—Tú eres Kuma, la que esquilmas y explotas a todo Campo Real con tus brebajes, tus ungüentos y tus mentiras... Tú eres la que ayudas a embrutecer y a envenenar a los imbéciles de los barracones, y hasta a los propios criados de mi casa...

—Yo no vendo veneno, mi amo; vendo medicinas buenas, de hierbas del campo... Yo vendo remedio para los pobres, remiendo huesos, sobo empachos y ayudo a librarse de la mala sombra de los difuntos a los que tienen un remordimiento en el alma. —Ha mirado de reojo a Renato, arriesgando el todo por el todo con astuta audacia. Le ve palidecer, y comprendiendo que ha dado en el blanco, alza las manos juntas, lanzándose de lleno en la partida—: Si el alma del ama Aimée te persigue, mi amo, si se te asoma al sueño para recordarte lo que le hiciste, si la oyes como si te hablara en el oído, y la sientes detrás como un escalofrío...

—¡Calla, imbécil, embaucadora, embustera! —grita Renato fuera de sí—, ¡No me persigue ningún fantasma ni me habla ninguna voz al oído! La sombra de Aimée no tiene nada que reclamarme, pues no la maté. ¡No tengo la culpa de que se matara! ¡Pero a ti sí voy a matarte!

—¡No, mi amo, No me pegue más...! —suplica Kuma en un grito de espanto.

Renato ha retrocedido, estremeciéndose como si despertara, como si repentinamente se diera cuenta de lo que hace. Es la primera vez que maltrata a nadie, la primera vez que golpea a una mujer. Tambaleante por los vapores juntos del alcohol y la ira, retrocede hasta ganar la puerta... En ese momento, llega presuroso Bautista, que exclama al verlo:

—¡Señor Renato! ¡Oh, gracias a Dios! Su caballo volvió solo a la cuadra... Salí a buscarlo a escape, temiendo... y ¡Bendito sea Dios que no le ocurrió nada! ¿Y era aquí donde venía usted señor?

—¡No! Sigo viaje... En cualquier caballo... En ese mismo que trajiste... —De un salto se ha afirmado en los estribos, empuñando las riendas, pero obliga a girar en redondo al animal, y señalando a Bautista la cabaña de Kuma, le ordena—: ¡Hazla salir del valle! ¡Sácala de mis tierras! ¡Que se vaya de Campo Real, y que no vuelva más!

—Juan, hijo... Te fuiste como un loco, y vuelves como un tonto. Corriendo he salido cuando me dijo Colibrí que tus caballos estaban en la cuadra. Te busco por todas partes donde me imagino que puedas estar, y resulta que estás aquí mismo, que te has quedado aquí, tan callado y tan quieto como si formaras parte de la tapia...

Cruzados los brazos, apretada entre los dientes la pipa, Juan ha quedado inmóvil, hundido en sus oscuras cavilaciones, desde que al volver del convento, dejando el cochecillo en las manos de Colibrí, se asomara a la puerta de servido de la modesta casa del notario Noel...

—¿Quieres contarme lo que te ha sucedido? ¿En qué piensas, Juan?

—Sólo estaba pensando que Mónica muy pronto será libre; que ya lo es Renato, puesto que Aimée está bajo tierra; y que ella le quiere, Noel, le quiere todavía...

—¿Fue esa la consecuencia que sacaste de tu viaje? Ella no quiso acompañarte, ¿eh?

—Ella vino conmigo. La traje...

—A la fuerza; y naturalmente, de esa hazaña no pudo derivar ningún placer, ninguna satisfacción para ti...

—No, Noel... Vino conmigo porque quiso... Fue ella quien lo pidió, quien lo impuso. Claro está que el triunfo no es mío. Fue la fórmula que encontró, en un momento crítico, para alejarme a mí, para interponerse entre mi posible violencia y la sagrada persona de Renato...

—¿Te dijo ella que le quería?





—Naturalmente que no me lo dijo. Tiene usted un primer premio de candidez, Noel. ¿Cómo iba a decírmelo? Era desposo de su hermana... Renunció a él voluntariamente, y renunció para toda la vida. Todo el orgullo, toda la dignidad de Mónica, está en ocultar ese amor, en esconderlo dentro de sí misma.. Es probable que hasta a él mismo se lo niegue...

—Bueno, hijo, a lo mejor no es oro todo lo que reluce...

—Sí no reluce, Noel... Está escondido, y es ese afán que ella pone en esconderlo, lo que me da a mí la justa medida. Pero, ¡qué demonios! Hay que vivir, hay que apartar fantasmas... Creo que me voy ahora mismo a ver cómo marchan las obras del Peñón del Diablo...

Tranquila y satisfecha, como si nada le hubiese ocurrido, borradas ya de su mente infantil las escenas de horror tan recientes padecidas, Ana se pavonea en la pieza principal de la modesta casa del notario, aquella que es a la vez sala, despacho y recibo, con puerta y dos ventanas a la calle, y viejos estantes atestados de papeles y libros...

—¿Por qué no me traes algo de comer, Colibrí? El señor Juan dijo que te ocuparas de mí, que me atendieras... Yo estoy aquí, porque él me ampara y me da esa cosa que llaman asilo, que es como decir que estoy de huespeda... y tú...

—¡Cállate! —la interrumpe Colibrí al oír que un caballo llega y para allí cerca—. Parece como que vienen visitas... ¿No oíste un caballo?

—¡Ay, qué miedo! No abras, Colibrí, ponle tranca a la puerta, pasa el pestillo, grita que los amos no están... —Loca de espanto. Ana ha corrido imprudentemente hacia la ventana, abriéndola de par en par, y la figura que divisa le hiela la sangre en las venas—. ¡El amo Renato! ¡No abras, Colibrí!

Su grito ha sonado tardío. También Renato D'Autremont la ha visto a ella a través de los barrotes de la ventana, la ha reconocido y de un violento empujón abre de par en par la puerta, que apenas comenzara a franquear Colibrí...

—¡Conque era aquí donde estabas, dónde te escondías! ¡Ahora comprendo...! Y él, ¿dónde está? ¿Dónde están él y ella?

—Mi patrón no está... Se lo juro, señor Renato... No está... Se fue ahora mismo... Puede mirar toda la casa si quiere... Él no está aquí...

Colibrí, asustado, ha retrocedido tratando de ganar la puerta, pero Renato D'Autremont ya no le mira. Sus ojos se han clavado en Ana, que temblando ha caído de rodillas... No ha tenido fuerzas para esconderse, para huir, y cuando él se acerca, grita espantada:

—¡No me mate, señor Renato, no vaya a matarme! ¡Yo le digo todo lo que quiera usted saber! ¡Yo se lo digo, pero no me mate, mi amo!

—¿Por qué huiste? ¿cómo huiste? ¡Habla... empieza a hablar! Mucha culpa has de tener para que tu miedo sea tanto... Tú eras su cómplice, ¿verdad?

—Yo no hacía nada... Sólo lo que la señora me mandaba... Yo siempre tenía miedo... A casa de Kuma iba yo temblando...

—¿Para qué ibas a casa de Kuma? ¿Para qué iba ella?

—Para que le ayudara. La señora Aimée iba a hacer como que se caía del caballo, y entonces Kuma tenía que recogerla y llevarla a su casa, y decirle a todo el mundo que la señora se había caído del caballo y que por eso se había perdido el niño... ¡Ay, señor, no ponga esa cara! ¡Yo no lo inventé!

—¡Lo inventó ella!, ¿verdad? ¡Naturalmente! Todo fue una comedia, una farsa... ¡Por eso salió de la casa como salió! Pero tú... tú...

—La señora me mandó que le avisara, que le dijera con mucho alboroto que ella se iba a caballo... Ella quería que usted pensara que por su culpa se había perdido el niño... para que la quisiera más... no por nada malo. Y para que la perdonara... y no averiguara demasiado...