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—¡Ese Renato D’Autremont, que es tu hermano!

—¿Le dices eso también a él? ¿Acostumbras afirmarlo frente a doña Sofía? —comenta Juan en tono por demás irónico—, Ten cuidado, porque pueden acusarte de difamación ante los tribunales... ¿Sabes que ni siquiera soy un bastardo? Hace unos días, revolviendo los papelotes del notario Noel, me he enterado que los que nacen como yo, son peor que los bastardos... Hijos de adulterio, malditos y borrados, sin nombre de padre ni de madre, abortos de la tierra... Y un despojo así, dices tú que es hermano del caballero D'Autremont, señor de Campo Real... Da horror y asco la vida, Mónica...

—Pero la vida no es sólo eso, Juan. Eso, a lo más, es una parte de la vida... La vida es otra... La vida propia, la que cada uno forjamos... ¿Que culpa tiene nadie de nacer como nace? ¡Pero sí de vivir como vive, Juan! Sólo por sus actos, juzgo yo a cada quien... Y hasta ahora, tú has sido para mí un hombre honrado...

—Muy amables esas palabras en tu boca —bromea Juan con suave ironía.

—¡No quiero ser amable! —rechaza Mónica exasperada—. ¡No pretendo decir cosas gratas, sino mis sentimientos, la verdad de lo que pienso, de lo que llevo en el alma!

Con gesto distraído, Juan ha vuelto a tomar las riendas, y un momento contempla el camino que baja frente a ellos, serpenteando entre rocas, iluminado por la luna llena que aparece clara... Si volviese la cabeza, si mirase los ojos de Mónica, fijos en él, agrandados de anhelo, espejos de su alma, todo cambiaría en torno suyo... Si su corazón, ciego y sordo en este instante, percibiera el latido de aquel otro corazón de mujer que tan cerca de él late, creería que amanece en plena noche, sentiría al fin saciada aquella inmensa sed de amor y felicidad que le llena el alma desde niño... Pero no vuelve la cabeza... Acaso tiene miedo de mirar a Mónica cara a cara, de hallar su rostro duro y frío, o peor aún, de ver asomada a sus pupilas la imagen de otro amor. Por eso, sin mirarla, toca el nervioso lomo de los caballos con la punta del látigo, y hay una honda tristeza en la blandura de su entrega:

—Al fin y al cabo, siempre me desarmas... En verdad, nunca hay nada que reprocharte, Mónica. Eres pura y recta, ingenua y humana, carne de abnegación y sacrificio...

—No quisiera ser sólo eso, Juan...

—Desde luego... Todos queremos nuestro lugar al sol, nuestro derecho a la felicidad, pero a algunos se nos niega por destino, como si una maldición nos condenara para siempre a las tinieblas...

—¿Para siempre, Juan? ¿Crees que no habrá nunca luz en nuestros corazones, en nuestras vidas? ¿Crees que no amanecerá jamás para nuestras almas?

—Haces mal en unirnos en un plural. Tu alma y mi alma van por distintas sendas, Mónica, y el que para mí no haya esperanzas, no quiere decir que no las haya para ti.

—¿Por qué es tan cruel la vida, Juan? ¿Por qué nacemos para padecer, para arrastrarnos sobre nuestros dolores y nuestros pecados?

—Ahora eres tú la que hablas como no debes hablar. No creo que hayamos nacido para arrastrarnos. Hemos de ponernos de pie a toda costa. Tú, acaso para ser feliz. Yo, con sostenerme erguido me basta, con saber marchar duro y derecho sobre este mundo inhóspito y amargo... —De pronto, se ha detenido Juan, y observando a su esposa se alarma—: Mónica, ¿qué tienes? Estás temblando...

—No es nada... Un poco de frío... Un poco de frío nada más...

A Mónica le han traicionado las lágrimas que tiemblan en su voz, y la mano derecha de Juan se extiende para tomar las suyas, trémulas y heladas, confortándolas con su calor vital, con su roce a la vez delicioso y áspero, mientras los párpados de ella se entornan como para el ensueño...

Otra vez el coche está en marcha... Hace rato dejaron atrás el parador del camino, donde se detuvieran unos momentos para tomar un refrigerio, y el vehículo, pequeño y liviano, rueda arrastrado como sin esfuerzo por aquel soberbio tronco de caballos, cuyas riendas empuñan las manos del patrón del Luzbel, con la misma seguridad que si fuera el timón de su nave...

Al brusco sacudimiento del coche al detenerse, ha abierto Mónica los ojos adormecidos... Amanece, y están en el centro de la ciudad de Saint-Pierre... La luz es imprecisa, pero le ha bastado alzar la cabeza para reconocer el lugar, y por si verlo no fuera suficiente, aquel sonido de las campanas llamando a misa de alba, demasiado familiar para ella, disipa la más leve sombra de duda que pudiera tener. Con su galantería un tanto burlona, salta Juan del pescante y extiende la mano, ayudándola...

—He aquí tu convento. ¿No es en él donde deseas estar, ahora y siempre?

—Desde luego. Y como mi vida me pertenece, por encima de la burda farsa matrimonial que sostenemos...

—¿No es muy dura esa frase, Mónica? —advierte Juan sin abandonar el tono burlón.





—¡De ti la aprendí! ¡Tú fuiste quien lo llamó de esa manera, como eres tú también quien me devuelve a mi convento por segunda vez!

—Supongo que es lo que más puede complacerte...

—Supones muy bien. Para mí el convento, y para ti la absoluta libertad: los muelles, los garitos, las tabernas del puerto...

—Esa es mi vida, Mónica, como la tuya es ésta. Yo no la critico, ni tú debes criticar la mía. Vamos...

—¡Sigue tu camino! No es necesario que te molestes... Jamás necesité guardianes... ¡Buena suerte, Juan del Diablo!

9

—¡BAUTISTA! ¡BAUTISTA! ¡UN caballo, en el acto! ¿Estás dormido, estúpido?

Relampagueantes las pupilas, apretados los puños, encendidas en una llamarada de furor alma y carne, ha cruzado Renato la ancha galería de su casona señorial, rumbo a la biblioteca que fuera despacho de su padre, y tras él va Bautista, sorprendido y humillado...

—Señor Renato, hace más de una hora que la señora me ordenó buscarlo por todas partes...

—¡Dile que no me hallaste!

—Es que están aguardando esos señores de Anse d'Arlets... Creo que son el juez municipal y el secretario del juzgado... En nombre de las autoridades locales, parece que quieren levantar un acta. La señora desea que usted... ¡Oh, señor Renato! ¡Cuidado! —se alarma el viejo Bautista—. Esas eran las pistolas de duelo de don Francisco, y...

—¡Sé perfectamente lo que son y para lo que sirven! ¡Corre a prepararme el caballo! —Desechando el estuche de madera pulida, Renato ha tomado aquellas dos armas iguales, que sacara de unos de los cajones, y las hunde en sus bolsillos tras mirarlas un instante—. ¡Es lo único de que tienes que ocuparte! ¿Piensas que no he perdido ya bastante tiempo? ¡Vuela! ¡Y haz que me lo traigan sin ruido, por la escalera de este lado! ¡Ni una palabra más, Bautista!

—Como el señor mande...

Solo, Renato ha medido con sus pasos nerviosos la amplia biblioteca, ahora casi en penumbra, y rebusca en el estante, hasta encontrar algo que dejó allí medio olvidado... Una y otra vez ha llenado el pequeño vaso, de aquel ardiente ron añejo que hace famoso a Campo Real, y sus labios sedientos lo sorben con ansia, encendiéndose en ellos más sed mientras más bebe... Una ira violenta le sacude, quemándole como una llamarada, al pensar en Juan... Tiene que ir a su encuentro, tiene que cobrarle, en sangre, la humillación que le ha hecho sufrir... Cada minuto que pasa le hace medir y calcular la ventaja que le lleva. ¿Hasta dónde llegarán Mónica en su locura y Juan en su audacia? Mientras bebe, apurando hasta el fondo la botella, sus nervios se han templado, su furia se hace más profunda y fría, y en ella van asomando los más crueles instintos como puntas de lanzas... Ya su corazón es un mar de despecho; ya, más que el amor de Mónica, le atrae la venganza contra Juan... La puerta se abre, y en su umbral aparece la encogida figura del anciano Bautista...

—¡Gracias a Satanás que llegaste, maldito!

—Un momento, señor. La señora...

—¡Aparta, imbécil!

De un brusco empujón, Renato ha apartado al viejo capataz, y de un salto monta sobre el lomo del alazán que le trajera... Ha hundido las espuelas en los ijares del animal que semidesbocado, enfila con esfuerzo la áspera subida... Va hacia el desfiladero, cortando por orillas y sembrados... Ya está muy cerca de la plaza de los barracones... Desde ellos llega el lamento de las tumbas... No hay hogueras encendidas ni bailes sensuales... Dos formas negras se retuercen en convulsiones epilépticas, al fúnebre son de las tamboras enlutadas. Es por el ama Aimée... Lloran por ella, rezan por su alma... o acaso la invocan, queriendo conjurar su posible venganza, sombra de muerte sobre el valle...