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—No pienso nada, sino que han perdido la razón. Nada hace contra ti Juan del Diablo. Nada hace, porque nada le importo... ¿Me habría abandonado en el convento si me amara? ¿Aceptaría, sin una protesta, esa solicitud de anulación de matrimonio que para siempre va a separarnos? Nos ha vuelto la espalda, nada le importamos... Con el dinero que te ganó en una noche de juego, prepara sus negocios para lograr fortuna. Compra lanchas de pesca y alza su casa en el Cabo del Diablo...

—¿Todo eso hace? ¿Y cómo lo sabes tú? ¿Quién te tiene al tanto de sus menores pasos? ¿Por qué te interesa tanto?

—¡Oh! ¡Jesús! —exclama Mónica asustada.

—¿Qué? ¡Juan del Diablo!

Se han separado bruscamente, con una sorpresa que en Mónica es espanto. Como si acudiera al conjuro de su nombre, ahí está Juan, arrebolado el rostro tras la carrera brutal que obligara a dar a sus caballos, revueltos los cabellos, desnudo el duro y ancho pecho, la traza insolente y descuidada de sus peores días... Su mirada va como un relámpago de Mónica a Renato. Se diría que los mide, que los aprecia pálidos y enlutados, y despreciando con un gesto plebeyo el porte señoril que en los dos es igual, comenta irónico:

—Veo que no cambian las costumbres de la aristocracia. Cuando se muere un familiar, aun cuando nos parezca magnífico que por fin esté muerto y enterrado, se viste uno de luto, se enjuga con discreción las lagrimas, y se pone a rezar frente a la tumba cubierta de flores... ¡Qué bonito es todo esto! ¡Qué romántico! Tenía una terrible curiosidad por saber si seguían así las cosas en las altas esferas. Una curiosidad tan grande, que por ella hice el viaje, y no me he equivocado. Valió la pena de apurar a los caballos... La escena es conmovedora... Desde el otro lado de la verja, llega al alma... Podría servir de tema a un pintor para su mejor cuadro...

—¡Juan... Juan...! —reprocha Mónica ruborizándose.

—¿Están pensando lo que van a poner en la lápida? "Para Aimée, hermana perfecta y esposa idolatrada"...

—¡Basta! —se encrespa Renato furibundo—, ¡Estúpido... villano...!

—¡No... no... no! ¡Aquí no!

Mónica ha saltado hasta ponerse entre los dos hombres, abriendo los brazos, impidiendo, con ademán desesperado, que se acometan y, al contacto de su mano helada y blanca, Juan parece calmarse, para volver a la amargura del sarcasmo:

—El lugar no es propio, Santa Mónica tiene toda la razón. Pero bastaría que dieras unos pasos, Renato, para llegar a otro cualquiera. ¿No te parece que debieras darlos?

—¡Si estuvieras armado... Yo no peleo a golpes, como un gañán!

—Por supuesto... Tú cruzas la espada, pero con caballeros de tu calaña... Conmigo no puedes pelear, ni como caballero ni como gañán. ¡Qué posición más socorrida! Tendrás que soportar en ella todos los insultos y todos los ultrajes...

—¡Canalla! ¡Te buscaré antes de una hora en el lugar que indiques! Espérame allí con todas las armas que puedas llevar. ¡Defiéndete como lo que eres, con dientes y garras, porque iré dispuesto a matarte!

—¿Solo o acompañado? —comenta Juan en tono burlón—. ¿Cuántos criados piensas llevar para que te respalden?

—¡Te mataré ahora mismo!

—¡No... No! ¡Vámonos, Juan! —suplica Mónica, arrojándose en brazos de Juan, y haciendo con ello detenerse y retroceder a Renato, al interpelarle—: ¡No llegarás a él, no pelearan sin matarme a mí antes! ¡Llévame, Juan, llévame! ¡Soy tu esposa, tengo derecho a exigirte que lo hagas!

—¡Mónica...! —se duele Renato fuera de sí, ante la actitud de ella.

—No te acerques, Renato, porque te juro que te aplasto —amenaza Juan en tono ominoso—. ¡Ven, Mónica!

Renato ha buscado en vano... Nada tiene, sino sus puños inútiles frente a Juan. Su mirada extraviada va a todas partes, y al fin corre tras ellos como enloquecido; pero, más fuerte y rápido, Juan ha llegado ya al cochecillo, arrastrando a Mónica, y un instante le basta para tomar las riendas, haciéndolo arrancar, mientras Renato, desesperado, grita enloquecido:

—¡No huyas, no escapes! ¡Ven! ¡Aun con los puños he de matarte, maldito bastardo... perro inmundo...!





—¡Sigue, sigue, Juan! —instiga Mónica con excitación—. No te detengas, no le escuches, no te pares, no le oigas, no vuelvas atrás... ¡Me arrojaré del coche, me mataré! ¡Sigue, Juan!

Lentamente, las manos de Juan han ido aflojando las tensas riendas, hasta dejar que se detengan los cansados caballos... Han ido a dar muy lejos, por el viejo camino que comunica los dos valles, y ya cayó la noche totalmente... Todo es silencio y soledad en el áspero camino de la montaña... Sólo el jadear de los rendidos caballos y un gemido que suena muy cerca, en el pecho de la mujer que está a su lado, como derrumbada en el pequeño asiento, de rostro escondido entre las apretadas manos...

—Ahora vienen las lágrimas, ¿eh? Bueno, supongo que es el desahogo natural del más complicado animalito de la creación: la mujer... ¿No es verdad? —Y angustiado a pesar suyo, suplica suavizando su amargura—: ¡Por favor, cálmate! Al fin y al cabo, no ha pasado nada... ¿Para qué tantas lágrimas? Como siempre, ya lograste tu propósito. Me manejaste según tu voluntad...

—¿Yo...? —balbucea Mónica con extrañeza.

—Sabes mucho, Mónica de Molnar. A veces pienso que sabes demasiado en el arte de jugar con el corazón de los hombres... Una vez más me has hecho alejarme, ceder, dejar libre el campo...

—¡Pero llevándome contigo! —advierte Mónica con altivez.

—¡Oh, claro! Algo hay que concederle al bárbaro... Un triunfo aparente para Juan del Diablo... No llores más... No te tomaré la palabra. Sé bien que si ahora estás conmigo, a mi lado, es por lo mismo que te hubieras arrojado del coche en marcha, jugándote la vida: Para proteger a Renato... Bueno; ¿seguimos para Saint-Pierre?

—Como quieras, Juan. En realidad... no sé ni para qué viniste...

—¡Vine a buscarte! —se engalla Juan con rudeza—. No es sitio para ti Campo Real; al menos, mientras seas mi esposa. Porque mientras no se rompa legalmente el lazo que nos ata, no dormirás bajo el mismo techo que Renato D'Autremont. ¡Es el único derecho al que no he renunciado!

Mónica se ha erguido repentinamente, seca sus lágrimas al soplo de indignación que enciende sus mejillas, y con las pupilas relampagueantes le espeta a Juan, mirándolo frente a frente:

—¡Hablas como si yo fuese una cualquiera!

—Si pensara que eres una cualquiera, no habría casi reventado los caballos para venir a buscarte. Por lo demás, no hice sino complacerte cuando reclamaste, con derechos de esposa, que te trajese conmigo...

—¡Oh, Juan! Mi madre quedó en Campo Real —recuerda Mónica de pronto—. El Padre Vivier está junto a ella, pero este golpe la ha enloquecido, la ha destrozado...

—Ya oí decir que está loca... ¿Qué otra cosa pueden decir los D'Autremont para justificarse? Le sobran razones a Renato, para tomarlas de pretexto al hacer lo que hizo...

—¡No hizo nada! —salta vivamente Mónica.

De un tirón de riendas casi involuntario, Juan ha vuelto a detener el coche, que gana ya la parte más alta de la montaña. Desde allí, en un recodo del camino, se divisan los dos valles: el de Campo Real, hundido en sombras; el más pequeño, iluminado por la luna que asoma sobre el mar...

—¿Por qué estás tan segura? ¿Le has pedido cuentas?

—¿Podía no hacerlo? ¿Acaso no se trata de mi hermana? ¿Acaso no era para mí indispensable tener la seguridad de que las sospechas con que le manchaban eran falsas?

—¿Y esa seguridad te la ha dado tan sólo su palabra?

—¡Naturalmente que me la ha dado! ¿Por qué hablas en ese tono odioso? ¿Por qué destilas hiel cada vez que hablas?

—Tal vez porque con hiel me alimentaron, Santa Mónica. Me nutrieron con hiel y vinagre, como a Cristo en la cruz... Y fue precisamente para que comiera tortas con miel ese Renato D'Autremont a quien defiendes tanto...