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—Que Dios te dé lo que mis pobres palabras no pueden darte: luz y valor, hija mía...

El Padre Vivier se ha alejado, y también Mónica ha dejado la enorme alcoba casi en penumbras... Junto al lecho de Catalina queda la oscura sombra de una criada nativa, y ella sale, otra vez atormentada por aquella ansia de huir, que tantas veces le acometiera bajo el techo patricio de la suntuosa mansión... No ha tomado voluntariamente ninguna ruta, pero sus pies le llevan por el sendero que, tras la blanca iglesia, llega a los muros de piedra del cementerio de los D'Autremont... la verja quedó abierta... Nadie se ocupó de cerrarla, tras el precipitado entierro efectuado horas antes, y Mónica penetra, siguiendo las huellas que dejaran...

Un montón de flores, arrojadas apresuradamente sobre la tierra removida, es lo único que todavía marca aquella tumba que guarda la caja de maderas preciosas, forrada de brocado, último estuche de la flor venenosa que fue Aimée de Molnar... Las lágrimas asoman en los ojos de Mónica... Sus labios están secos, pero un sollozo suave brota de su garganta, junto con su piedad, al susurrar como en una plegaria:

—Aimée... Mi pobre Aimée... ¿Qué hiciste para encontrar la muerte? ¿Hasta dónde llegaste? ¡Qué Dios te perdone, como yo te perdono con toda mi alma!

—¡Mónica... Mónica...! ¡Te busqué como loco... Tengo que hablarte...!

Renato ha llegado, trémulo de emoción desbordada, estrechando sus brazos, sus muñecas, sus manos, sin que Mónica pueda evitarlo, sin darle tiempo a reponerse de la sorpresa que su brusca aparición le causara, de su violento regresar al presente desde el pasado tan lejano en que manara el manantial de su ternura...

—¡Por Dios, Renato, déjame! ¡Suéltame... pueden verte! —Se ha librado de las manos que la aprisionan, ha esquivado el estrechar de aquellos brazos que locamente van a ella, y su mirada altiva detiene a Renato—: ¿Con qué derecho te acercas a mí de ese modo?

—Es verdad... tienes razón... Siempre tienes razón contra mí... Merezco todo tus reproches... Merezco que me aborrezcas y que me rechaces, pero no que me desprecies, Mónica... No que me desprecies, porque hay en mí una verdad que lo nivela todo: ¡Te amo!

—¡No me sirve tu amor! ¡No me importa! Ahora más que nunca es verdad. Y esta tumba...

—¡Yo no abrí esa tumba! —salta Renato impulsivo—. Yo no quise que ella hallara la muerte... Yo no la odiaba... La odié sólo una hora, un instante, cuando la amaba todavía, cuando todavía no había visto claro en el fondo de mi alma... La odié aquella hora en que creí en su traición, y en esa hora sí la hubiera matado... Pero pasó el minuto, esquivó ella el golpe... Todo fue contra ti, todo se me volvió en contra tuya, por un odio todavía más feroz, más implacable, del que me había encendido la idea de que ella, siendo mi esposa, me engañara...

—¿Qué dices?

—La verdad... Una verdad que ni a mí mismo quería confesarme, una verdad que nunca he dicho hasta este momento... Si me tomé derechos que no tenía, si ciego de furor te entregué a Juan del Diablo en un ansia brutal de castigarte, fue precisamente porque, sin saberlo yo mismo, ya te amaba... ¿No lo comprendes? Yo mismo no lo comprendí entonces... Lo sentía nada más, quemándome, triturándome las entrañas... Yo te quería sin saberlo, te quería desde niño... Tú, más consciente, sabías que me amabas, pero lo callaste...

—No vuelvas sobre eso; no revuelvas más el pasado. Aquello fue como un sueño...

—Aquello fue un amor al que renunciaste. Lo sé, lo comprendo... Aimée se acercó a mí, tomó tu lugar, y tú te alejaste. Si te hubieras alejado hacia otro amor, los celos me hubieran despertado; pero te alejaste sola, te volviste fría y lejana...





—Todo pasó como tenía que pasar... Todo está como Aimée: muerto, enterrado... No es del pasado de lo que hemos de hablar. Si algo tienes que decirme, que sea lo que quiero saber. ¿Cómo murió? ¿Por qué te acusan de haberla impulsado a buscar la muerte? Sólo en tu conciencia está la verdad; no la esquives hablando de un pasado que ya no importa...

—Para mí sí importa. Por ese pasado te perdí; por ese pasado me rechazas... No hay en mí una culpa nueva por la que debas esquivarme. ¡Te lo juro! Ella sola se preparó la trampa, cayó en sus propias redes, fue arrastrada por sus propias locuras... Vivía entre mentiras, entre engaños, ni siquiera el hijo que iba a darme era verdad...

—¿Qué estás diciendo?

—Mi madre puede probarlo. Aimée no me amó nunca, en su corazón no había nada sincero que la justificara. Tuvo la locura de ser perversa, y no es posible que nuestra vida se rompa por el fantasma de una culpa que no he cometido, que no pensé cometer jamás... No la maté, no tenía por qué matarla. ¿O piensas tú, como dijo tu madre en su locura, que había una razón para que yo la matara? En las últimas horas he buscado desesperadamente la verdad... ¿Fue culpable Aimée de algo más que de inconsciencias y de frivolidades? ¿Manchó mi honor? ¿Arrastró mi nombre? Esas miradas que me acusan, parecen proclamarlo y, si es así, necesito saberlo. No por ella, que está ya bajo tierra, sino por el hombre que está vivo, por el que acaso se ría de mi credulidad, pero que pagará con su vida si es que aquella traición era verdad...

Con fiera decisión ha hablado Renato, cambiados el ademán y el gesto, y es justamente en aquel extraño lugar, frente a la tumba de Aimée recién cerrada, donde aún no se marchitan del todo las flores de sus funerales, donde aún parece flotar, como el perfume de aquellos pétalos, el intenso aroma de la mujer que fue... Es en aquel lugar donde sus palabras tienen un sonido más extrañó, mezcladas con las frases de amor que acaba de pronunciar, con los ensueños que evocara, con el incontenible desbordarse de su amor por Mónica. Es ahora su alma, amalgama infernal en la que se funden tan diversas pasiones, y pasa de una a otra como en un torbellino de fuego, mientras Mónica retrocede, como él ahogada en aquel torrente de sentimientos encontrados, que juntos en su corazón estallan... En un minuto los ha vivido todos: desde sus rotos ensueños de niña, hasta aquel detenerse junto a la tumba de su hermana... Pero hay un temor que es más fuerte que todo, un temor que la hace protestar y gritar:

—¡Tú no puedes hacer eso, Renato! Indagar, revolver, rebuscar, es echar fango sobre el nombre de la que ya está muerta, de la que pagó con su vida, fuesen los que fuesen sus errores y sus faltas... Cien veces más de lo que pudieras tú sufrir por ella, he sufrido yo, y con el alma acabo de perdonarla...

—Yo la perdono a ella; pero a él...

—Si es a mí a quien amas, como acabas de decir, no puede haber en tu corazón ese odio y esa ansia de encontrar un pretendido rival... Si es a mí a quien amas, como insensatamente me juras, no es posible que te importe tanto lo que Aimée pudo hacer...

—Me importa por lo que significa, por lo que me ensucia, me rebaja y me mancha a tus propios ojos... Una mujer puede amar al hombre que ha matado a otra para castigar una traición con sangre... No creo que pueda amar y estimar al que, ultrajado y ofendido, olvidó las ofensas y perdonó el engaño... Hay algo en nosotros que no podemos dejar que se destruya, que hemos de sostener a toda costa, amando u odiando, y mi corazón...

—No es tu corazón el que habla. Es tu soberbia la que grita, y esa voz no quiero escucharla Renato. Es...

—Es que tiemblas, ya lo veo... Y al temblar, tu propia angustia afirma la sospecha que tengo enroscada en el alma... El rival a quien tendría que buscar, para vengar las ofensas de Aimée, es el mismo hombre al que te entregué en un momento de locura, y de cuyas manos lucho por arrancarte definitivamente... Es mi sombra negra, mi eterno rival, el enemigo que la naturaleza y la sociedad me pusieron, al nacer, frente a frente: ¡Juan del Diablo!

—¡No! ¡No! —refuta Mónica angustiada.

—¡Sí! ¡Sí! Ha cambiado tu voz, tu color, tu mirada... ¿De qué tienes miedo? ¿Tiemblas por él, o por mí? ¿Has llegado a pensar que puede vencerme cara a cara? ¿Piensas, como mi madre, que no soy yo el más fuerte?