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Renato ha retrocedido, tan pálido como si en sus venas no hubiese sangre, y Sofía da unos pasos hasta la baranda para mirar con ansia los grupos de amigos que vienen de la iglesia, y volverse a la enloquecida Catalina:

—¡No grites así! ¡Vienen los extraños! ¡Por el propio nombre de tu hija...!

—¿Qué importa? ¡Todos saben que ha muerto, y que fue Renato... Renato...! —persiste Catalina llorando—. ¡Mi Aimée... mi hija...!

—¡Viene gente! —advierte Sofía desesperada—. Hay que llevarla de aquí, Renato, hay que...

—¡Madre! ¡Mamá de mi alma!

Mónica ha acertado a sostener entre sus brazos el cuerpo casi desmayado de su madre, y un momento mezclan sollozos y lágrimas, mientras siguiendo los pasos de Mónica, casi tan pálido y demudado como ella misma, el Padre Vivier llega hasta el grupo...

—¡Bajo tierra... bajo tierra... sin que yo haya podido volver a mirarla! —protesta Catalina con profunda desesperación.

—¿Qué? ¿Qué? —indaga Mónica tremendamente indignada.

—¡Y fue Renato el culpable, el causante! —insiste Catalina—. ¡Fue Renato... Renato!

—¡No es cierto! —rechaza Sofía íntimamente dolorida—. ¡No puedo permitir que siga repitiendo ese absurdo! ¡Usted es testigo Padre Vivier...! ¡Hable... Hable...!

—¡Renato la hizo morir! —sigue machacando Catalina— ¡La han acorralado, la han asesinado, y luego me han ocultado su cadáver! ¡Lo sé... lo sé...!

—¡Mientes a sabiendas! —grita Sofía fuera de sí—. No la escuches, Mónica, no sabe nada. ¡El dolor la ha vuelto loca, pero es preciso que calle, que no la escuchen los demás! Apelo a su razón, Padre Vivier. Usted estaba a mi lado... usted sabe...

—Catalina, hija mía... Cálmate... cálmate —aconseja el sacerdote.

—¡Ya llegan todos! —adviene Sofía—. ¡Renato... Renato Ven... Ven...!

Su mano se ha clavado como una zarpa en el brazo de su angustiado hijo, obligándole a ir con ella, arrastrándole hacia la escalinata que suben ya los amigos en despedida, al tiempo que Mónica alza casi en brazos a su madre, para llevarla a las habitaciones interiores, mientras comenta altiva:

—Nuestro dolor es nuestro, madre, nuestro nada más... Ven... Ayúdeme, Padre Vivier...

La puerta se cierra ya tras de Mónica y Catalina, y hay un acento desesperado en la voz de Sofía, que sacude a Renato obligándole a volver a la realidad:

—Renato, les estaba explicando a estos amigos que la pobre Catalina ha perdido la razón... No es para menos... Es absolutamente natural... Hay que ser madre para comprender...

—En efecto, amigos míos... Debo dar a todos las gracias y rogarles que tomen un modesto refrigerio antes de marcharse...

Renato ha logrado hablar cortésmente tras un esfuerzo sobrehumano, y Sofía se aparta dejándole pasar... Sólo entonces siente que también ella desfallece, pero un brazo leal le apoya; una mano, para los otros cruel y áspera, la sostiene con firmeza y respeto...

—Llévame a mi alcoba, Bautista. ¡No puedo más!

8

—¿QUE? ¿DICE USTED que se ha ido?

—¡Es natural! Se trata de su hermana, Juan. Además vinieron a buscarla, enviaron por ella un propio de Campo Real con la noticia...

—¿Quién le dijo a usted eso, Noel?





—La hermana tornera, apenas entramos... Fue a avisar a la madre superiora que tú habías llegado. Seguramente, al irse Mónica le dejó sus encargos...

—¡Irse... irse! —se revuelve Juan con ira—. ¡Seguro que él mandó a buscarla!

—Él o cualquiera de allá, para el caso es igual. ¿Qué otra cosa podía hacer ante una noticia como la que le han dado? Hay que ser razonable...

Juan se ha mordido los labios sin poder contener la oleada de violenta indignación que le embarga... Sin lograr sosegarse va de arriba abajo por la ancha galería de arcos que forma el primer claustro, clavando a cada paso sus pies anchos y firmes, mientras el corazón parece estallarle en el golpe de su latir apresurado, y bruscamente se vuelve al anciano notario que le contempla consternado:

—¡Vámonos, Noel! ¡No quiero escuchar historias, quiero ver a Mónica cara a cara! Preguntarle por qué se fue de ese modo sin tomarse la molestia de consultarme antes de marchar. Todavía es mi esposa, y yo la dejé aquí, no en otra parte. ¡Para ella será el mal, por obligarme a ir a buscarla!

—¿A buscarla? ¿A buscarla a Campo Real? Supongo que no pretenderás...

—¿Por qué no? Voy a buscarla a donde haya ido, y si hubiese ido al infierno, sería igual...

—¡Vaya, por fin descansa! Los calmantes han hecho su acción piadosa, al menos por un rato...

Mónica ha asentido, con un gesto, a las palabras del Padre Vivier... Más pálida que nunca, apretados los labios, se diría imagen viva de la desolación y la angustia. Está de pie, junto al ventanal que ilumina su fina figura con las últimas luces de la tarde, y hasta ella llega el sacerdote, dejando los cortinajes del lecho donde, como una masa inerte, descansa en la inconsciencia Catalina de Molnar.

—Es terrible que hayas tenido que hacer sola este viaje, hija...

—Así lo quiso ella, Padre. No me envió un aviso ni una llamada, ni siquiera me dio la noticia. Usó el primer carruaje que un vecino piadoso puso a su disposición, y salió como enloquecida, sin consultar a nadie.

—Pero el hombre que les avisó a ustedes, el mensajero que Sofía D'Autremont mandó en mi presencia para avisarles...

—Llegó a la casa luego, al no hallar allí a nadie, fue al convento. Sólo pudo decirme que mi madre había salido para Campo Real. Mi madre no está loca, no está trastornada. Su dolor parece desvarío, pero no lo es. Sin embargo, usted me asegura...

—Sólo puedo asegurar lo que mis ojos vieron. Yo estaba junto a doña Sofía. Si algo puedo jurar, es que nadie empujó a tu hermana al abismo, que ninguna mano la impulsó al menos en su forma material. La vimos correr sobre el caballo desbocado, la vimos huir como enloquecida por la persecución... de Renato... Por fin, vimos al animal, sin guía, correr hacia el abismo y saltar estrellándose... Él iba tras ella, no puede negarse. Si tenía una razón para desear su muerte, o si corría para detenerla y salvarla, ¿quién puede asegurarlo, hija? Eso está sólo en la conciencia de Renato. A veces corren desbordadas las pasiones humanas... Pero, ¿odiaba Renato a su esposa? ¿La odiaba?

—¡Oh, calle, Padre, calle! Ahora no me pregunte... ¡Tenga piedad!

Mónica ha retrocedido, cubriéndose el rostro con las manos, y su fina figura tiembla, sometida al tormento insoportable de aquella horrible duda...

—Cálmate... Es como director espiritual que te estoy preguntando. Quisiera oírte aunque fuera en confesión, hija... si tus palabras pudieran darme ahora un poco de luz...

—¡Sangre de mis venas daría por saber la verdad! ¿No comprende también la lucha de mi alma, Padre? ¿No comprende que me estoy muriendo desesperada?

—Comprendo tu pena; pero si el asunto no te concierne en realidad...

—¿Qué no me concierne? ¡Le pido de rodillas que no me obligue a hablar!

—Perdóname... Comprendo que te sientes trastornada... Debo dejarte a solas y recomendarte la oración para que se serene tu alma... Hubiera querido saber más, ir más seguro a la batalla que me aguarda... Sofía D'Autremont me espera. Ella cuenta con mi testimonio para defender a su hijo...

—¿Pero le acusan? ¿Acusan realmente a Renato, alguien más que mi madre?

—Le acusan muchos ojos maliciosos, muchos labios que callan... pero más que nada le acusa la pasión insensata que asoma en sus ojos al mirarte... Por eso quiero llegar a la verdad. Lo que se murmure, lo que se acuse, es casi lo de menor importancia, al menos para mí. Mi misión no es defender los cuerpos, sino salvar las almas, llevar el remordimiento al corazón de los culpables y salvarles del infierno por el dolor de haber pecado...

La ha mirado intensamente, luchando por penetrar al fondo de ese otro corazón hosco y altivo, puro y atormentado, pero los ojos de Mónica vagan angustiados por la estancia, y el sacerdote suspira inclinándose: