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—¿El qué has de decirles? —pregunta Juan.

—¡Lo que usted sabe, señor Juan, lo que usted sabe! El señor Renato me matará a palos para que yo se lo diga a él, y luego me rematará para que no se lo diga a nadie más... ¡Escóndame usted, que es bueno, usted, que no le tiene miedo al amo Renato! ¡A poco me matan los malditos perros! ¡No deje que lleguen... no deje que me lleven! Yo me callaré todo lo que sé... todo, todo, si usted me defiende. ¡Escóndame, aunque sea en su barco! ¡Déjeme con usted! No quiero que me maten... ¡no quiero!

Ha caído de bruces en el piso, llorando sin consuelo. Los dos hombres se miran en silencio. Juan ha palidecido, y tiemblan un poco las manos de Noel, mientras, del pecho de Ana sale la voz como un gemido:

—¡No deje que me maten, señor Juan! Si me agarran, me matan sin remedio... Escóndame aquí, déjeme aquí. Aquí no va a venir a buscarme Bautista con los perros, ni el amo Renato...

—Tal vez vengan. Ana, pero no por ti —augura Juan—. Cálmate... levántate... Busca a Colibrí y quédate con él. No te asomes si oyes gente extraña.

—Hijo, ¿qué te propones? —inquiere Noel.

—Nada. Darle asilo, puesto que tiene tanto miedo. Si el caballero D'Autremont es capaz de hacer perseguir con perros, como a una fiera; si van a hacerle pagar con la vida el delito de saber lo que todos sabemos creo que es humano protegerla. No le falló el instinto viniendo a mí...

—¿Qué quieres decir?

—¿No lo comprende? Pronto Renato y yo estaremos frente a frente. Es inútil esquivar el destino... ¡Él vendrá a buscarme, y yo haré que me encuentre!

Juan se ha erguido con aquel gesto altanero y decidido que es tan suyo. Apretando los labios, relampagueantes las pupilas, cerrados los puños poderosos, todo él repentinamente dispuesto para la lucha que pensó abandonar, y mientras los ojos de Noel le observan admirándolo, al comentar:

—Pero te habías propuesto...

—¿Qué importan los propósitos? ¿No está viendo que ése es el camino que me marca mi estrella? Frente a frente estamos desde niños... ¿No comprende que por existir él, he pagado yo, al nacer, como un delito? Para que él durmiera en cuna de oro, para que él vistiera ropas de seda, para que la sombra de un dolor no empañara la suya, mi vida fue un infierno... Para proteger su infancia, el odio de Sofía D'Autremont me envolvió como una nube negra, y cuando quise a una mujer...

—Eso fue una casualidad, una desgracia, lo que tú quieras. La que ha pagado con la vida sus locuras, es la única a quien pudieras hacer responsable...

—Ella me quería a mí... Frívola, desleal, hipócrita, embustera, fuese lo que fuese, era a mí a quien amaba. Pero él me la quitó... me la quitó sin saberlo. ¿Por qué? Por rico, por poderoso, por ser el caballero Renato D'Autremont, porque nuestro destino seguía cumpliéndose, y fue suya la mujer que en realidad era mía...

—No creo que perdieras nada con eso. Además, él quería ser tu amigo...

—¿Mi amigo? ¡Mentira! Su amistad era falsa, no salió nunca de su corazón... Entre las joyas y la fortuna del que fue nuestro padre, había heredado un remordimiento. Por librarse de él quiso ayudarme, pero me despreciaba, me despreciaba tanto que sólo por pensar que había sido capaz de amarme con amor de mujer, despreció también a Mónica de Molnar. En eso ya no fue inocente; allí cayó su máscara... Una Molnar enamorada de Juan del Diablo merecía mil muertes; merecía pertenecerme, como el peor de los castigos, y ése fue el que le impuso él. Me la arrojó en los brazos, como se arroja una carroña a un perro.

«Dispuso de mi vida, como siempre. Pudo disponer, porque todo lo tenía: hasta el amor de Mónica. Y por ese amor, aceptó ella el sacrificio... cayó en mis manos como una perla que rueda al fango de la calle, desprendida de una diadema. Si ella me hubiese amado... Hubo una hora, Noel, un día, un momento en que nuestra deuda hubiese quedado saldada. ¿Sabe usted cuál fue? En la isla Dominica, cuando en los claros ojos de Mónica vi temblar un ensueño de felicidad. Era la estrella que brillaba en el fondo del pozo, el rayo de luz que iluminaba mis tinieblas, la flor que se abría junto a las rejas de mi cárcel... Era el premio, mi premio, pero él llegó para arrebatármelo también... Ella seguía amándolo a él, al rubio y dichoso caballero Renato D'Autremont, lo bastante veleidoso para quererla justamente cuando las circunstancias se la hacían imposible...

—Ella te fue leal, Juan, no olvides eso.

—Fue leal a sí misma, porque en ella no cabe acción baja o rastrera... Pero, por él, se encierra en el convento; por él, deja consumirse su belleza entre cuatro paredes, y por él, para salvarle, para escudarle, junta las manos y me ruega que no le ataque, que no le hiera, que acepte vivir agonizando, como ella ha aceptado morir en silencio para que Renato D'Autremont viva dichoso. ¿Y aún quiere usted que no sea un fermento de odio lo que se me suba a los labios sólo con pronunciar su nombre? ¿Aun pretende que pueda perdonar y comprender?

—Sólo te aconsejo que vuelvas la espalda a todo esto. El pasado, bórralo, Juan. Ya pasó, no existe...





—El pasado es lo único que tenemos. ¡Somos nosotros mismos huellas son de nuestro pasado, ideas, sentimientos... ¿Qué soy yo sino aquel niño sin ventura a quien Bruno Bertolozi nutrió con hiel y veneno para futuro castigo de su enemigo o triunfador, para venganza viva de su afrenta? Todo el dolor, y todas las humillaciones, todo cuanto puede sufrir un niño en su alma y en su cuerpo, tuve yo que sufrirlo... ¿Cree usted que ya todo pasó? ¿De veras lo cree? Dígamelo mirándome a los ojos, Noel...

Pedro Noel ha bajado la cabeza. Luego, sigue la mirada de Juan que va hasta la puerta que lleva al interior de la casa, y que de pronto se vuelve con gesto decidido...

—Juan, ¿dónde vas?

—No se alarme, Noel. Simplemente, a satisfacer una viva curiosidad. Quiero saber qué piensa, qué opina, qué siente Mónica de Molnar. Quiero saber si su amor es tan fuerte que ni la sangre de su hermana, que hoy salpica a Renato, puede acabar con él... ¡Quiero verla y oírla!

—Catalina... Mi pobre Catalina...

—¿Dónde está mi Aimée? ¿Dónde está mi hija? ¡Quiero verla, muerta o viva!

—La verás... La verás en seguida... Concédete un minuto para tomar aliento...

Ahogando con el pañuelo los sollozos. Catalina de Molnar se ha detenido, como si para tenerse en pie necesitara reunir todas sus fuerzas, mientras la mirada de Sofía escudriña el vacío interior del carruaje, y su alma parece que respira, al comentar:

—¿No vino Mónica? ¿Estás sola, mi pobre amiga? Ya veo que el mensajero que mandé ha sido raudo. Le ordené no detenerse en el camino... Sin embargo, no pensé que pudieras venir tan pronto... ¿Qué coche es ése? Cirilo llevaba la orden de servirte... ¿A qué hora llegó?

—¡No llegó, no vi a nadie, no es por ti que recibí la noticia! ¡Tú no podías dármela... no podías! ¡Tenías que defender a tu hijo! ¡Ya sé que fue Renato!

—¿Has perdido la razón? ¡No repitas eso!

—¡Ella le engañaba, le burlaba, le mentía! ¡Tú lo sabes... lo sabes! ¡Tal vez piensas que toda la razón es de tu hijo! Yo no discuto, no busco razones... ¡Nada más quiero verla! ¡Mi Aimée... mi niña...! ¿Dónde está? ¿Dónde está?

—¡Catalina, espera...! ¡Catalina...!

Sofía no ha logrado alcanzarla. Como enloquecida, Catalina recorre las anchas estancias, las amplias galerías, los desiertos portales, la casa toda silenciosa y muda, sin que ni las manos ni la voz de Sofía alcancen a detenerla, cuando de pronto, con odio y horror, acusa:

—¡Tú... Tú...! ¡Asesino!

—¡No la escuches, Renato! —suplica Sofía acercándose toda alterada—. ¡Detenla! ¡Que no la escuche nadie! ¡Ha perdido la razón... está enloquecida! ¡No sabe lo que dice!

—¿Dónde está mi hija? ¿Dónde?

—Ya descansa... —murmura Renato con infinita tristeza.

—¿Bajo tierra? ¿Para siempre? —grita Catalina con el espanto reflejado en su blanco rostro—. ¡Sin dejar que yo la mirara, que yo le diera un beso de despedida! ¡Tú la mataste! ¡Tú la hiciste morir, Renato! Tal vez tenías razón... Tal vez tenías derecho... pero yo era su madre, ¡y te maldigo!