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—Bautista es blanco, y eso es muy difícil —rehúsa la hechicera—. Además, tiene un amuleto con un poder más grande que el mío. Pero yo voy a darte otro amuleto a ti, el mejor amuleto que existe. Cuando lo tengas en las manos, puedes salir tranquila, huir sin peligro... No va a pasarte nada. Yo te protejo, yo puedo... Siempre lo oíste decir, ¿verdad? Kuma tiene poder. Espera, espera... Yo te haré salir, yo te haré escapar, pero tienes que hacer lo que yo te diga. Espera... espera...

Temblando, Kuma ha ido hasta la puerta. Sobre el rostro color de azabache giran los ojos espantados, mientras su mente astuta mide el peligro, calcula, con su habilidad de vieja embaucadora, la credulidad de aquella infeliz que en medio de su choza tiembla de rodillas.

—Tienes que salir. Si te encuentran aquí, estamos las dos perdidas. Pero hay un camino por el que voy a llevarte, y el amuleto está aquí... aquí.

Ha tomado al azar un mazo de hierbas, el primero con que tropieza su mano, y lo aprieta contra el pecho de Ana... Luego la arrastra hasta una estrecha puertecilla que abre al otro lado de la cabaña, y ordena a la desesperada Ana:

—No tengas miedo... sal por aquí... y no te asomes al camino. Trepa por los riscos, y baja luego al desfiladero... Allí hay una cascada... Entra en el agua y sal por el otro lado... Tienes que entrar en el agua cada vez que la encuentres, para que el amuleto te sirva. Baja al fondo del desfiladero, entre las piedras hay un camino; agarrándote a las ramas llegarás abajo, al remanso del río. Entra también en el agua allí...

—¿Y si me lleva el río?

—¡Peor será caer en los colmillos de los perros! Pero no tiene por qué llevarte. Por ese lado no es hondo... Sigue por él todo el rato que puedas, y cuando salgas, que sea por la otra orilla. Y entonces corre, corre hasta el camino. Allí hay un puente, una cerca de piedra... allí se acaba Campo Real. Si llegas hasta allí, estarás salvada, estarás libre... ¡Anda... vete...!

Con mal contenido impulso violento, con casi irrefrenable impaciencia, ha hecho Kuma salir a Ana por aquella puertecilla estrecha, disimulada entre las mal unidas tablas de su cabaña; la cierra después, asegurándola con un tosco pestillo de madera, y se acurruca tras el horno de barro, rezando temblorosa:

—¡Que tu divina persona me proteja, señor de los tres poderes! ¡Por el agua y el fuego, por el cielo y la tierra!

—¡Por aquí se metió! ¡Estoy seguro! —se oye la voz de Bautista.

—¡Ampárame, señor de los tres poderes! —persiste Kuma cada vez más espantada—. ¡Ampárame con el primero de tus dones, que doma a las fieras! ¡Ampárame contra las uñas y contra los colmillos!

—¡Ahí está! —avisa Bautista. Y ordena—: Francisco, echa abajo esa puerta con la culata de la escopeta, ¡Pronto! ¡Sujeta los perros!

De un salto se ha trepado Kuma sobre la mesa, esquivando milagrosamente la primera embestida de los feroces animales. Bautista ha sujetado por el collar al más fiero de los tres perros, mientras los otros recorren la cabaña, olfateándola furiosamente, escarbando con las uñas el piso de tierra junto a la puertecilla por la que Ana acaba de escapar...

—Estuvo aquí, ¿verdad? —observa Bautista—. No lo niegues. ¡Mira cómo la huelen los perros! ¡Pobre de ti si la escondes! ¡Entrégala!

—¡No escondo a nadie! ¡Lo juro... lo juro! —protesta Kuma asustada—. Aquí entra y sale mucha gente... No sé de quién hablas...

—¡Sí sabes! Sí sabes, porque ella venía huyendo. Es una doncella de la casa grande... ¡Si la ocultas, pagarás por ella!

—¡No me pegues... no me pegues! —se queja la hechicera espantada—. Ahora que dices... Una doncella de la casa grande, sí... Pero no entró... siguió corriendo hacia los barracones...

—¡Mientes! ¡No puede ser! ¡Por allí veníamos nosotros! ¿Qué es esto? ¡Ah, un pañuelo! ¡El que ella tenía en la cabeza! Estuvo aquí, y este pañuelo es de ella. ¡Contesta! ¿Qué es eso?

—¿Eso? Nada... Una puerta...

—¡Efectivamente! —confirma Bautista, abriéndola de una formidable patada—. Francisco, ve detrás de los perros. ¡Y tú, maldita embustera, ya volveré a darte lo que mereces!

Kuma se ha alzado con esfuerzo; dando tumbos, llega a la puertecilla, casi arrancada al golpe brutal que la abriera... Monte arriba, siguiendo el rastro que olfatean los perros, van los perseguidores de Ana. Con gesto dolorido, lleva la mano al oscuro brazo, donde el látigo de Bautista dejara su sangrienta huella, y se crispan sus puños en gesto de fiera rebeldía, de odio africano, salvaje e intenso:

—¡Maldito! ¡Maldito de los pies a la cabeza! ¡Maldito tú y maldito el amo, a quien sirves! ¡Maldito Renato D'Autremont! ¡Malditos su nombre, su raza, su tierra! ¡Qué el fuego se lleve su casa y el viento su dinero! ¡Que se caigan sus árboles, que se sequen sus siembras, que no tenga nunca un hijo de su sangre, y que un bastardo le arrebate su herencia!





—¡Ay, ay, ay, señor Juan... señor Juan del Diablo! ¡Bendito Dios que lo encontré! ¡Qué desgracia, qué desgracia tan grande!

—Desgracia, ¿de qué? ¿Acabarás de hablar?

Desplomada en el centro de aquel vestíbulo, que es a la vez recibidor, despacho y biblioteca en la modesta casa del notario Noel, Ana trata en vano de explicarse frente a aquellos dos hombres que han cruzado una mirada sobre su cabeza, como dudando de la razón de aquella mujer trémula, gesticulante, desgreñada, con el roto vestido húmedo y, enfangado, demasiado cansada para tenerse en pie, demasiada asustada para hablar cuerdamente...

—¡Ay, mi señor don Juan del Diablo! ¡Ay, mi señor don Pedro Noel! No puedo más... me muero...

—¿Quieres decirnos qué te pasa, muchacha? —pregunta Noel— Tanto lamento sin explicación, se pasa de castaño oscuro...

—¡Ay, mi señora Aimée... tan linda y tan buena! Ella no quería hacerse así... ella no quería hacerse eso... ¡Qué desgracia y qué injusticia! Y todo porque el amo Renato fue detrás de ella...

—¿Renato? —se extraña Juan sin comprender lo que trata de decir la mestiza.

—Sí... sí... ¿Para qué tenía que correrle atrás, así? Ella se iba a dejar caer despacito, suavecito; se iba a dejar resbalar del caballo allí mismo, frente a la casa de Kuma, pero él no la dejó coger ese camino... Se fue detrás de ella, corre que te corre, hasta que se desbocó el caballo, se le resbalaron las patas... y ¡zas!, por allí se fueron... —Un momento se interrumpe Ana, y de pronto empieza llorar desesperada—. Por eso... por eso me hicieron lo que me hicieron, porque ella estaba muerta...

—¿Quién estaba muerta? —pregunta Juan.

—¿Quién va a ser? Mi señora Aimée... ¡Linda como una virgen, con su traje blanco y su velo...!

—¿Muerta Aimée? —susurra Juan, anonadado—. ¿Dices que ha muerto Aimée?

—Empiezo a comprender —asevera Noel—. Seguramente ha sucedido un accidente, una desgracia en la que Aimée ha sido la víctima...

—Sí... sí... Con caballo y todo se fue al fondo del desfiladero —explica la compungida Ana—. ¡Yo no quise ver más! ¡Corrí y corrí...! Yo sabía que tenía que irme, y recogí mis cosas, porque el Bautista, el Bautista maldito... ¡y ya usted ve... ya usted ve lo que me ha hecho!

—¿Qué te ha hecho? —indaga el notario.

—¡Correr detrás de mí... soltarme los perros como si yo fuera un animal!

—¿Soltarte los perros? —se asombra Juan—. ¿Está usted oyendo, Noel?

—Es un lamentable procedimiento que, por desgracia, aún se usa, aunque lo prohíban las leyes —acepta Noel con tristeza—. Pero responde, muchacha, ¿por qué huiste?

—¡Porque me iban a matar a mí también!

—¿Por qué dices "también"? —observa Juan—. ¿Acaso Renato...?

—¡Él tuvo la culpa de que la señora Aimée se fuera por el barranco! Le corrió detrás como un loco... la llevó hasta donde ya no podía correr y, claro está, se fue para abajo. Y luego, cuando yo estaba rezando despacito, oí que el Bautista se lo decía a Yanina... Y el Amo Renato mandó que me prendieran... Me matarán a palos para que yo les diga...