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—Ya no pueden tardar, ¿verdad? ¿A qué hora envió el mensajero?

—Padre Vivier, creo haberle dicho ya que consideraba suficiente con que recibieran el aviso mañana —explica Sofía refrenando su impaciencia a duras penas—. La presencia de ellas aquí...

—¿Pretende usted burlarse de mí, Sofía? ¿Me ha retenido con falsas promesas para llegar a decirme una cosa semejante? ¿Qué pensaría si su hijo hubiese muerto y alguien le impidiera acercarse a su cadáver para darle el último beso de despedida? Eso es lo que está usted haciendo, no tiene derecho... Por mucho que quiera defender a su hijo...

—Oh... Renato... —se sorprende Sofía al ver llegar a su hijo. Y dirigiéndose al sacerdote, se angustia en un ruego—: Le suplico...

—Oí claramente las últimas palabras del Padre Vivier, madre —explica Renato, sereno y tranquilo al parecer—, y creo que, sin oír las anteriores, adivino lo que ha querido decir... Se refiere a las Molnar, ¿verdad? Y la razón está de su parte... Deben venir, deben venir cuanto antes... ¡Mándales inmediatamente un aviso!

—¿Quiere decir que aún no lo han hecho? —se extraña el sacerdote—. ¡Es el colmo, Sofía! Le aseguro que en este instante, yo mismo...

—No es preciso —interrumpe Renato—. El Padre Vivier tiene razón, madre. Ellas tienen derecho a estar aquí. —Y alejándose algo, alza la voz para llamar—: ¡Bautista... Bautista! ¡Ven! Envía inmediatamente al hombre de más confianza que halles disponible, en el mejor caballo de la casa, a dar aviso a Catalina de Molnar de cuanto ha pasado aquí...

—Ya no hace falta —rechaza el Padre Vivier—. Puedo ir yo mismo. Si su madre de usted no me hubiera detenido, ya estarían aquí. Pero yo, en este momento...

—Mi mensajero es más rápido —asegura Renato—: pero haga lo que guste, Padre... con su permiso...

—¡Renato... Renato...! —murmura Sofía. Y suplicante, le pide al sacerdote—: Vaya con él Padre... Tranquilícelo, conforte su corazón... ¿No se da cuenta de cuánto sufre?

—Sí... Ahora sí... —acepta el Padre Vivier, ya humanizado—: Voy con él, Sofía...

La mano fina y blanca de Sofía se ha apoyado en el hombro de su mayordomo, mientras sus ojos miran alejarse al Padre Vivier, que ha salido detrás de Renato, y es como un alivio el apoyo que le presta aquel duro brazo leal, cruel para los demás...

—¿Envío al mensajero en el mejor caballo de la casa?

—Puesto que no hay otro remedio, envíalo...

—Bien, señora. —Y con rabia repentina, estalla—: ¡Yo sé bien que esa mujer merecía mil muertes! Si la señora me diera carta blanca...

—¿Qué harías, Bautista?

—Defender al amo con la verdad, señora. Buscar pruebas, conseguir testigos... ¡No me dieran a mí más trabajo que sacarle a Ana lo que sabe de su señora! Si le hiciera yo hablar, si el señor pensara que tuvo razón para matar a la señora, se aliviaría.

—¡Él no quiso matarla! ¡No lo repitas! Busca a Ana y tráela aquí... Creo que diste con el arma que necesito... Sí, Bautista, defenderé a mi hijo, le defenderé hasta contra sí mismo. Envía a Cirilo con las Molnar, y busca a Ana... Te esperaré aquí... Hablaré con ella, la obligaré a decirme...

—Si usted me lo permite, yo sé bien cómo soltarle la lengua a esa canalla... Puede que esté escondida... Cuando no se tiene la conciencia limpia...

—¿Qué quieres decir? ¿Te imaginas que Ana escapó?

—Razón tendría... Pero no se preocupe la señora... Sé cómo dar con ella... En Campo Real es más fácil entrar que salir, y no hay palmo de tierra en el valle a donde no llegue la mano de Bautista...

Sin avisar a los sirvientes, saboreando de antemano la dicha de poder dar rienda suelta a su crueldad, Bautista se ha dirigido al último barracón de las cocheras y las cuadras, aquél en que, por esta noche, están encerrados los mastines...





—¡León, aquí...! ¡Quieto, Leal! ¡Silencio, Mastín!

Cuidadosamente los ha escogido. Son los tres más fuertes, los mejor entrenados para la vieja misión de descubrir esclavos fugitivos. No importa que un decreto haya hecho libres a los oscuros siervos de Campo Real. Los usos no cambian, las costumbres son las mismas... Rápidamente ata los tres mastines a una sola traílla, busca un pesado látigo entre los que cuelgan a lo largo de la pared, y parsimonioso enciende su pipa...

—¡Tío Bautista! ¿Qué va usted a hacer? —indaga Yanina, acercándose alarmada—, ¡No irá a buscar a Ana con los perros! ¡Oh, es horrible! ¡La morderán, la destrozarán con los colmillos!

—Te has vuelto muy compasiva, Yanina —desprecia Bautista socarrón—. Vuelve a tus obligaciones, no te metas en esto... Tengo permiso para hacer cualquier cosa con tal de dar con ella. Prometí que la encontraría, y voy a traerla, ¿sabes? ¡Voy a traerla, muerta o viva!

De un manotazo, Bautista ha quitado de en medio a Yanina... Ha salido, lleva en la mano un pesado látigo, y sujetando fuertemente a los perros, corre con ellos hasta el extremo del jardín...

Ya están en el campo libre... Sujetos por la correa, tiemblan y saltan impacientes los tres feroces animales... Con trabajo los domina Bautista, mientras les hace oler una prenda de ropa usada por Ana... Como flechas, en todas direcciones, han corrido los perros, saltando como demonios, olfateando el aire, las yerbas, los arbustos... Al fin, uno de ellos parece encontrar el rastro deseado...

—¡Bravo, León! ¡Aquí, Leal... Mastín...! ¡Quietos... Quietos...!

Un hombretón, más negro que la noche, surge tras Bautista... Lleva el tosco traje de dril de los guardianes del valle, altas botas cubren sus piernas, una canana le cruza el pecho de gigante, y sus rudas manazas empuñan una escopeta... Tan fiero y obediente como los mastines, se mueve a la voz de Bautista, que ordena:

—¡Francisco, ven detrás de mí!

Ana ha caído en medio de la desvencijada cabaña, agarrándose a los vestidos de la curandera, que apenas acierta a cerrar la puerta tras ella...

—¡Escóndeme, Kuma, me buscan, vienen detrás de mí! ¡Cierra la puerta, la ventana... tapa la rendija, apaga la lumbre! ¡Que no me encuentren... que no me encuentren! —implora la asustada Ana, muerta de miedo.

—¿Te volviste loca? ¿Por qué llegas así? ¿Qué pasó? ¿Quién eres? —interroga Kuma desconcertada.

—El Bautista me anda buscando con los perros... Yo oí el ladrido, sí. Los soltó... los soltaron allá abajo, y entraron por los cafetales, por las barracas grandes. Yo sabía... yo sabía que me querían matar... Por eso no quería venir para acá. ¡Ay, Señor! No hizo sino morirse la señora Aimée, y él detrás de mí... ¡Ay, ay, ay...!

—¡No grites! ¡No grites! ¿La señora Aimée, has dicho? Tú eres la doncella de la ama Aimée, tú fuiste la que llegaste aquí con ella, ¿verdad? ¡Ya decía yo que te conocía!

—Sí... sí... y me quedé en la puerta mientras el ama te decía... Yo no sé lo que te decía, pero te dio dinero, yo sé que te dio dinero. Y si me agarran con los perros, y yo digo que el ama te dio dinero a ti, y que tú ibas a ayudarla... ¡Ay, Dios mío! El Bautista me mata y te mata, Kuma... ¡a ti también te van a matar...!

Kuma ha vuelto temblorosa hacia la puerta y ha espiado por la estrecha rendija. Luego, con disgusto, se vuelve a la gesticulante Ana:

—¡Nadie viene detrás de ti! ¡Creo que estás loca! ¡No grites!

—¡Yo no hice nada, pero el Bautista me la tiene jurada, y ahora va a matarme y a matarte a ti! Tú tienes poder... sí, ahora me acuerdo... El ama dijo que tú tienes poder. ¡Manda un espíritu para que acabe con los perros! Hazle el maleficio, Kuma, hazle el maleficio al Bautista... ¡Que se le rompan las piernas... que se le salten los ojos... que se caiga muerto en medio del camino... que los perros lo muerdan a él... a él...!

—¡Que te callaras, dije! Si das otro grito, es a ti a quien te hago el maleficio: ¡te convertiré en sapo, en piedra, en lagartija...!

—¡Conviérteme en cualquier cosa, pero que no me agarre el Bautista! —Y con repentina alegría, exclama—: ¡Conviértelo a él en sapo! Tú tienes poder, Kuma... Cuentan que una vez lo hiciste, que convertiste a un hombre en sapo... ¡Conviértelo a él en sapo!