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—¡Renato... hijo...! —llama Sofía que, al buscarlo, se acerca, y sorprendida al principio y severa en seguida, exclama— ¡Oh! ¿Qué haces aquí, Yanina? ¿No hay nada que hacer en la casa? Te di una tarea para cumplir... Ve a lo que te he mandado. ¡Ve inmediatamente!

—Yo la mandé llamar, madre —intercede Renato—. Necesito hablar con ella... ¡Espera...!

—No esperes... ¡Ve! —ordena autoritaria Sofía. Y suavizándose al dirigirse a su hijo, explica—: Si tú necesitas hablar con alguien, hijo, que sea conmigo...

—¿No comprendes, madre? —se desespera Renato—. Necesito saber...

—Sabrás, pero no de labios de Yanina. No es digno de ti. Sabrás, para que no te falten las fuerzas; sabrás, para que tengas todo el valor y toda la serenidad que necesitas, para que puedas levantar la frente cuando la calumnia quiera herirte o cuando te echen en cara lo que hiciste...

—¿Qué? Yo no quise...

—Ya sé que no quisiste; ya sé que sólo tratabas de detenerla, de impedir el accidente que ella buscaba premeditadamente, que ella había preparado y urdido... Tú querías cerrarle el paso... A campo traviesa corriste atravesándote en el que ella había pensado seguir, y entonces aflojó las riendas, se agarró a las crines, perdió la cabeza, y la bestia, enloquecida, la llevó hasta el lugar más peligroso, donde halló la muerte...

—¡Madre, me estás acusando...!

—Te estoy diciendo lo que dirán los otros... lo que tu propia conciencia te dice ya... Y también te diré lo que quieres oír: No era digna de ti...

—¡Oh! Entonces, ¿tú sabes, tú sabías...?

—Sé que era interesada, ambiciosa, mezquina... Sé que se casó por cálculo, que nunca te quiso; que no se detuvo, para defenderse, ni ante la calumnia ni ante la intriga... Era dura, insolente, liviana...

—¿También liviana? —se revuelve Renato con ira—. ¿Por qué no lo dijiste cuando vivía? ¿Por qué?

—Porque creí que iba a darte un hijo, y sólo por eso podíamos perdonárselo todo.

—¿Creías? ¿Creíste? Eso quiere decir... ¡Acaba, madre! ¡Dilo todo de una vez! Ese hijo... ese hijo, ¿de quién era?

—De nadie, Renato... ese hijo no existía... Lo inventó para asegurar su posición en esta casa, para que yo la defendiera aun contra ti mismo. Seguramente confió en que su mentira se volvería realidad. Para lograrlo, te buscó inútilmente...

—Pero, ¿cómo supiste? ¿Quién te dijo...?

—El médico que vino para certificar su muerte... Lo obligué a comprobarlo... Se lo exigí. Quería saber la verdad, era preciso... No habría podido volver a mirarte, no hubiera podido acercarme a ti con la duda de que en el fondo de aquel abismo se extinguía también aquella vida latente que era mi última ilusión. Quería estar segura, y acaso hubiera llegado a maldecirte... Menos mal que Dios no lo quiso; que, al fin, tuvo piedad de mí...

Un instante ha vacilado Sofía, como si de repente le faltaran las fuerzas. Sus manos crispadas se aferran al borde de la mesa cargada de papeles y libros, y un sollozo escapa de su garganta, mientras Renato la contempla sereno y sombrío, al afirmar:

—Sólo quiero saber toda la verdad, madre... Hay algo más, estoy seguro. Antes dijiste que era liviana... ¿Por qué lo dijiste? No la maté queriendo; pero quiero, exijo saber si hubiera tenido el derecho de matarla. Si tú no lo sabes, preguntaré a los que lo sepan, obligaré a que hablen las que callan: Yanina, Ana...

—Basta, Renato. Ahora no puedes hacer nada de eso... Ahora nos quedan muchos deberes que cumplir, y vamos a cumplirlos. Ven conmigo...





7

SOBRE LA COLCHA de raso de su lecho de novia, vestida con aquel blanco traje de encaje chantilly que Sofía D'Autremont hiciera llegar para ella desde Francia, cruzadas las manos sobre el pecho en un último gesto de falsa devoción, Aimée de Molnar parece, más que muerta, dormida... Una extraña paz ha caído sobre su rostro helado. Las hábiles manos de Yanina han arreglado sus negrísimos cabellos, disimulando aquella horrible herida que va de la frente a la mejilla, y, poco a poco, de todos los rincones del valle van llegando para ella las flores más lindas. En el salón esperan los grandes candelabros de plata, el catafalco solemne, la caja forrada de brocado, los enormes cirios... Y toda la casa va llenándose de aquel olor a incienso, a cera y a espliego que mata el olor pagano de las rosas, y aquel perfume a nardos de que están impregnados sus vestidos...

Yanina parece estar sola en aquella estancia... Sola frente al cadáver de aquella mujer tan profundamente aborrecida... Pero otra sombra se mueve en un rincón, otra oscura cabeza se estremece como al impulso de sollozos ahogados, y a ella van, sagaces y crueles, los ojos de Bautista, al preguntar en voz baja y mal intencionada:

—Es Ana, ¿no? Ya puede llorar todas las lágrimas de su cuerpo... Mucho va a echar de menos a la señora que la protegía...

—Déjala en paz, tío —casi suplica Yanina—. ¿Qué va usted a hacer con ella?

—Yo no... el amo... Oí hablar al amo con la señora Sofía, y no le arriendo la ganancia a esa maldita. Ahora, ven conmigo... Te necesitan en el salón...

Ana ha alzado, temblando, la oscura cabeza... Desde el rincón en que se oculta, ha visto, ha oído... Sin levantarse, como un animalejo, se arrastra hasta la puerta; con ojos agrandados de espanto mira alejarse las sombras de Bautista y de Yanina, y con voz ahogada de terror murmura como para sí:

—¡Van a matarme... Van a matarme a mí también!

Sus rizados cabellos se erizan, sus mejillas tienen un gris color de ceniza... No hay nadie en el pasillo ni en la galería... Del salón llegan ruidos apagados, se escucha rosar de carruajes sobre las enarenadas veredas del jardín... Conteniendo el aliento, Ana gana la escalera más próxima; adherida al muro, ahogando con la mano el sollozo que pudiera escapársele, se aleja sin ser vista, llega al primer macizo de arbustos, aguarda unos instantes, mientras el corazón se desboca, y corre al fin, enloquecida, con toda la fuerza del instinto.

—La aguardaba, Sofía. La aguardo desde hace varias horas. Llegué a pensar que se había usted olvidado de mí...

La noble figura del sacerdote, que va a su encuentro, ha estremecido a Sofía D'Autremont con el escalofrío de una nueva angustia. Hace horas que le esquiva... Casi había llegado a olvidarle unos momentos antes, o al menos pensar que era más fácil evadirle... Pero le basta hallarse frente a aquella mirada penetrante, frente a aquel rostro enérgico, ahora contenido y sombrío, para medir la dura lucha que se avecina, e intenta disculparse:

—Dispénseme, Padre Vivier... He tenido que dar tantas órdenes, que resolver tantos pequeños problemas...

—Son los grandes problemas los que deberían ocupar en estos momentos toda su atención, Sofía, y yo habría podido ayudarle. ¿Por qué me ha retenido inútilmente entre estas cuatro paredes? Si me hubiera dejado partir a tiempo, las Molnar ya podrían haber venido... ¿Por qué se empeña en retrasar lo inevitable?

—Y usted, padre, ¿por qué quiere aumentar el tormento de mi hijo?

—Cuando las cosas son precisas, vale más afrontarlas cuanto antes, y el mayor tormento que en estos momentos puede tener Renato D'Autremont es su conciencia misma. Su imprudencia, si fue imprudencia realmente, tiene verdaderos ribetes de crimen... Y si fue algo más... Los celos, la soberbia, la ira, son pecados mortales, señora... Desdichada el alma que entre ellos se agita, infeliz el corazón que busca el orgullo como escudo...

—Le ruego me haga gracia de sus sermones en este momento, Padre. Estoy desesperada...

—Lo comprendo así... Sé lo que el corazón de una madre puede llegar a sufrir, pero también sé que el camino del deber, por estrecho que parezca, es el único que puede seguirse... ¿Dónde está Renato?

—No le hable ahora, se lo suplico. No puede más... Se siente como enloquecido. Tiene usted razón al decir que el mayor tormento que puede sufrir, ya lo está sufriendo en su conciencia. Hay que tener piedad de él, Padre, hay que ayudarle en estos momentos... ¿Cómo piensa usted que puede sentirse después de haber bajado al fondo de aquella grieta, de haber rescatado por sí mismo el cuerpo de su esposa? La presencia de las Molnar será terrible para él...