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—Malos presagios, sí —acata Yanina aterrada—. Ya los vaticinaste, ya se cumplieron... ¿Es que no sabes? ¿Es que no entiendes lo que te digo? ¡Ella está muerta! Dijiste que alguien moriría, que habría sangre...

—Sangre en las piedras del desfiladero, como cuando murió el amo don Francisco... Pero él no cayó allí; quedó al borde de los peñascos... Mis ojos lo vieron... mis ojos, que tantas cosas han visto... Y escuché al amo renegar, maldecir, y luego suplicar como un niño. Él murió lentamente; ella, de golpe, como el árbol que troncha el ciclón... Pero es lo mismo... Hay sangre en las piedras del desfiladero... Empieza a cumplirse lo que vi temblar en el humo... Pero todavía no es nada... Falta mucho más... Mucho más... Yo lo vi claro... Vi el Valle de Campo Real en ruinas, vi romperse la tierra, vi vomitar fuego las montañas, vi hervir el mar...

«Corría... corría... iba a hacer una burla, pero encontró la muerte... Estaba marcada por un sino, el sino negro de los D'Autremont. Por eso resbalaron las patas del caballo, por eso rodó al fondo del abismo, ese abismo que un día ha de abrirse para tragárselos a todos... Como partida por un rayo se abrirá la montaña, y saldrá del corazón de la tierra una nube negra, mortífera...

—¡Basta ya! Vuelve en ti; estás delirando. ¡Abre los ojos, Kuma, mira... mira! ¡Kuma... Kuma, estás loca...!

Desesperadamente ha ido Yanina hacia la oscura profetisa y con manos trémulas la sacude, la zarandea con el brutal impulso de su angustia, clavándole las uñas en la oscura piel, y al fin la extraña mujer se estremece como si despertara, y de sus ojos se desvanece la visión de horror. Ya es otra vez la vieja curandera, astuta conocedora de todas las yerbas del monte, la sierva de los D'Autremont a quien también llega la consternación de todos:

—Yanina, ¿qué quieres? Ahora ella está muerta... se apagó el sol que te oscurecía...

—¡Pero el amo Renato no querrá verme más! Me desprecia, me aborrece, y todo por ti, por ti... por el bebedizo que me diste, por el frasco que se rompió a sus pies... Pero tú tienes poder, Kuma, tú viste el porvenir... Por eso vine a buscarte, porque creo en ti... ¡Ayúdame, Kuma, dame un amuleto, haz una oración por mí! Tengo que volver...

—No vuelvas... Olvídalo... no te acerques a él, o compartirás su negro destino. Antes dijiste que eras mi amiga, que creías en mí. Si es cierto, sigue mi consejo: toma el primer camino que te aleje de Campo Real, y olvida a tu amo. ¡Olvídalo!

—¡Más fácil sería olvidarme de mí misma! Preferiría secar la sangre de mis venas, arrancarme la piel, que mis ojos no vieran más luz del día... Tú puedes hacer que me ame... Antes lo dijiste: se apagó el sol que me oscurecía. Ella encontró la muerte...

—Sí, encontró la muerte... por jugar, como tú, contra su destino... Encontró la muerte, porque alguien empujó su caballo... Por última vez te lo digo: apártate de Renato D'Autremont, su nombre está maldito...

Lentamente, Renato D'Autremont ha alzado la cabeza, mostrando la ancha frente largo rato abatida entre las manos... Desde que regresara tras el cuerpo muerto de Aimée, se ha refugiado allí, en el fondo de aquella biblioteca donde cuatro generaciones de D'Autremont amontonaron papeles y libros... Como un animalejo en una cueva, se ha hundido en la vieja butaca que fuera de su padre, y ha quedado inmóvil como si buscase, en el fondo de los horribles acontecimientos, una razón que ante sí mismo le justifique. Aun lleva las ropas sucias y desgarradas con que descendiera hasta el mismo fondo de la grieta, desgarrándose las manos por las paredes cortadas a pico, haciendo por la mujer muerta lo que no hubiese hecho por la mujer viva. Ahora, por primera vez, busca en los ojos del antiguo servidor apoyo y simpatía, aunque su largo silencio le impacienta...

—¿Qué quieres, Bautista? ¿Qué vienes a decirme? Si es un recado de mi madre, dile que no me hallaste.

—Venía sólo a saber si el señor quería bañarse y vestirse. Han empezado a llegar gentes. Un jubileo se volvería esta casa si la señora no hubiese dicho que ya no quería avisar a nadie. No quiere que venga gente de Saint-Pierre a opinar y a decir cómo fue y por qué fue el desgraciado accidente.

—Sí... Mi madre está en todo. Supongo que debo estarle enormemente agradecido, y que debo estimarle el favor de no haberme hecho hasta ahora ningún reproche.





—Las cosas son tal como se las pintan, y, por mi parte, puede el señor estar tranquilo. De mi boca no saldrá una palabra que no deba salir. Fiel como un perro... y llegó la hora de probarlo. Los D'Autremont pueden contar conmigo y con las gentes que yo he traído aquí... El momento es amargo para el señor, pero no quisiera dejarlo pasar sin decirle que también la pobre Yanina es fiel a esta casa, y lo será siempre... Ella me dijo que usted la había despedido definitivamente, que la había arrojado de aquí...

Un recuerdo, que es como un chispazo, se enciende en la atormentada mente de Renato. Ha recordado las últimas palabras de Yanina, la violenta escena en que la despidiera, aquella frase una vez más trunca: la posible revelación de aquel delito que todos, menos él, sabían. Y con repentina impaciencia, se alza, tomando el brazo de Bautista:

—Haz venir a Yanina. Búscala... llámala... Pronto, la necesito... ¡Tráemela, Bautista!

—¿El señor me ha mandado llamar? Yo ya me iba. El señor me echó antes y...

La mano de Renato, fina y firme, ha caído sujetando el delgado brazo... Sus labios se aprietan hasta ser sólo una línea roja sobre el rostro extraordinariamente pálido, en las pupilas verde-azules hay una chispa penetrante que al investigar parece que adivinan.

—Te he mandado llamar para que hables, Yanina. ¡Por la primera vez estoy dispuesto a escuchar lo que nunca te quise oír! Di cuanto sepas de ella... dilo, pero dilo sin ninguna vacilación, sin una sombra, sin una duda, sin una mentira. No calumnies a la que ya ha pagado con su vida sus posibles crímenes, porque es la tuya la que ahora está en juego. ¡Habla, Yanina, habla! ¡Dijiste que a ella se lo perdonaba todo... todo... todo...! ¿Qué es lo que tengo que perdonarle?

¿Por qué tiembla Yanina? ¿Por qué, bajo la presión de aquellos dedos duros y finos, se estremece su carne como bajo un tormento inefable? ¡Cuánto ha anhelado estar así, cerca de él, muy cerca, bajo el fuego de aquellas pupilas! ¡Cuántas veces se ha mordido los labios hasta hacerlos sangrar, para no gritarle a Renato D'Autremont cuanto sabe de Aimée, cuanto han visto sus ojos, cuanto han escuchado sus oídos! Pero ahora tiembla hasta doblársele las rodillas, y la voz, en su garganta, es un susurro al decir:

—Pero... ella está muerta, señor... Yo no debo decir...

—¡Te estoy ordenando que hables, Yanina! —se enfurece Renato.

—Ahora no puedo, señor —protesta Yanina con voz trémula—. Ahora, ella está ahí, sobre la colcha de raso de su cama de novia... Rígida, fría... Su cuerpo, al caer, fue desgarrándose en las rocas... Su hermoso cuerpo blanco...

—Sí... Sí... —se exaspera Renato—. Ya sé que está ahí... Ya sé que mirarla da horror... Pero, ¿no comprendes que, por lo mismo, necesito saber? ¿No comprendes que pienso que bien puedo ser yo quien la hice morir? ¿No lo has visto? ¿No lo has oído? Las medias palabras, las miradas recelosas... ¿No has visto que el padre Vivier me esquiva, que mi propia madre evita mirarme, que hasta mis criados se alejan de mí? ¡Fue por culpa mía...! Ahora todos lo dicen en voz baja; pronto, tal vez lo griten y tendré que oírlo. Pero quiero que, al menos en mi conciencia, no resuene ese grito... Quiero saber que fue mala, que fue traidora, que fue desleal...

—¡Lo fue, señor, lo fue!

—¿Estás segura? ¿Lo sabes bien? —persiste Renato, acorralando a la mestiza con sus preguntas—. ¿Por qué no me lo dices? ¿Qué es lo que, según tú, todos murmuran? ¿Qué es lo que saben todos, menos yo mismo?