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Inmóvil, helada, con la vista fija, la hechicera color de ébano parece hundida en los horribles presentimientos que han fluido de sus labios... Las manos de Yanina la tocan fría y rígida, la sacuden en vano, desesperadamente tratan de hacerla despertar, y al fin, vencidas, se separan de la hechicera con gesto de temor supersticioso... Sin dejar de mirar a Kuma, Yanina ha llegado a la puerta de la cabaña, ha cruzado su umbral de espaldas al camino... El aire fresco de la noche parece despertarla azotando su rostro... Entonces, poseída de un terror repentino, echa a correr hacia las lejanas luces de la casa...

Ahogada por el golpe del corazón que late demasiado de prisa, todavía pálida y temblorosa del espanto que le produjeran las palabras de Kuma, busca Yanina el apoyo de la pared, mientras Bautista se acerca a ella con gesto de violenta ira:

—¿Dónde estabas? ¿De dónde vienes?

—Yo... yo... —balbucea Yanina—. No vengo de... de ninguna parte. Salí... salí...

—¡Sin inventar, sin mentir! Te vieron allá arriba. Te vio el propio amo Renato. Vino con el cuento a doña Sofía. ¿Sabes cómo está ella contra ti? ¡El amo está furioso, le ha pedido que te despida! ¿Qué le has hecho al amo? ¿Qué le has dicho?

—Yo... yo... ¡Oh, tío Bautista! —gimotea la mestiza en tono suplicante.

—¡No permitiré que vuelvas a llamarme así! Demasiado sabes que te amparé cuando mi hermana me lo pidió al morir, y que ella, por lástima, te tenía recogida. Pero no me dejes mal aquí... Como por tu culpa se disguste el ama conmigo, le diré la verdad a todo el mundo: no eres más que una basura del arroyo, y allí volverás si el ama te despide. Mañana haré un escarmiento en todos esos bandidos que se escaparon a la fiesta, y no te irá mejor a ti si no te haces perdonar por doña Sofía...

—¡Hágame lo que quiera! ¡No me importa! —desprecia la mestiza llorando profusamente.

—¿Que no te importa? Eso ya lo veremos. La culpa es mía por haberte tratado demasiado bien, por decir que eras mi sobrina. Sécate esos ojos, ve donde está el ama y pídele perdón de rodillas...

—¿Al ama Sofía...?

—Y también a la otra, al ama Aimée... Seguramente, ella es quien puso a su marido contra ti. Hazte perdonar de todos antes que sea de día, o tendrás que entendértelas conmigo.

Bautista se ha alejado con firme paso. Unos instantes permanece Yanina inmóvil, el rostro entre las manos, ahogando los sollozos que la sacuden, hasta que sus lágrimas se secan al ardor de las mejillas. Entonces se levanta despacio, entra como sonámbula en la estrecha alcoba, y con mano temblorosa abre el mueble incrustado en la gruesa pared, que hace las veces de cómoda y botiquín. Del fondo del mismo ha extraído un tosco frasco de barro. Es el repugnante bebedizo que Kuma le diera como medicina para destruir la voluntad rebelde de Renato. Temblando, lo oprime en sus dedos, mientras su alma se debate en una lucha horrible...

—Me odia... Renato me odia, y me odia por ella... La maldita...

Un relámpago rojo cruza por sus pupilas, acabando de secar sus lágrimas, devolviéndole en un instante las fuerzas perdidas. Otra vez vuelve a endurecerse su rostro desfigurado de angustia, otra vez acompasa el inquieto corazón sus latidos, cuando en tono ominoso se decide:

—¡Sí... sí, haré lo que Kuma me dijo!

6

—¡AY, SEÑORA, POR fin!

—¿Ha pasado algo? ¿Ha preguntado alguien por mí, Ana?

—Preguntar, no ha preguntado nadie, pero el Bautista ha llegado cuarenta veces hasta aquí mismo, se ha acercado a la puerta, ha pegado el oído, y se ha vuelto a ir...

—Bueno, cállate... Tengo que pensar, que discurrir. Son muchas cosas las que tengo entre manos. No puedo equivocarme, no puedo cometer una torpeza, no puedo dar un paso en falso, porque entonces sí que estoy perdida. Sal con cuidado. Da la vuelta por todos los pasillos y vuelve a decirme dónde está Renato y qué hace.





—¿El amo Renato?

—Sí. Voy a tener con él una última entrevista. Quiero quemar el último cartucho, quiero hacer un último esfuerzo para que todos seamos felices... Si no, haré lo que tengo dispuesto, ¡y que el diablo me ayude, o cargue de una vez conmigo!

Obediente al mandato de Aimée, Ana ha llegado silenciosa, en su misión de espionaje, a aquella galería, amplio portal sobre arcos coloniales que da vuelta a la enorme mansión y parece prolongar cada estancia en un anexo más aireado, más campestre y sencillo, donde se encuentra Renato con un vaso de coñac en la mano, dando órdenes terminantes al humilde y servicial Bautista... Tras observar atentamente la situación, la siempre asustada Ana regresa a la alcoba de su ama para rendir el informe de sus observaciones:

—El señor Renato está solo. Ya se bebió hasta el último poquitito que le quedaba en la botella, y yo oí cuando le mandaba al Bautista prepararle el baño, la ropa, y un caballo para irse en seguida...

—Tengo que detenerlo... He de hacer las cosas estando él aquí... Ayúdame a arreglarme... Tráeme aquel perfume francés que compré en Saint-Pierre el otro día, un chal de encaje y un poco de carmín... Cuando acabes, vete a la cocina y llévanos champaña y jugo de pina... Le invitaré a tomar conmigo la copa del estribo y peor para él si me obliga a llegar hasta el fin...

Con pasos felinos, sabedora del poder sensual que exhala de su persona, Aimée se acerca decidida a la amplia galería donde se halla Renato, y saluda jovial:

—Buenas noches, Renato, o buenos días... En realidad, no sé cómo decir; a estas horas, es difícil... Todavía no amanece, pero ya falta poco...

—A estas horas, deberías estar durmiendo.

—Hasta ahora dormí, pero me sentí tan sola en esa habitación tan bien preparada para dos... Es crispante sentirse abandonada en una alcoba así... Todo allí huele todavía a luna de miel: una luna de miel que, por desgracia, no hemos vivido. A veces me pregunto si no fue un sueño mi matrimonio contigo, y si estas horas o estos días son una pesadilla de la que al fin habré de despertar...

Renato se ha erguido, mirando a Aimée frente a frente. A pesar de cuanto lleva bebido, no ha logrado que el alcohol embote su inteligencia ni sus sentidos. Por el contrario, tiene una vibración dolorosa y fina, una especie de penetración sutil, que le hace contemplarla tratando de hallar el verdadero sentido a aquella actitud inesperada. No se le escapa que cuidadosamente acaba de arreglarse, de vestirse, de perfumarse con el más sensual de los perfumes, y así, pálidas las mejillas, ahondadas las ojeras de por sí profundas, le parece repentinamente más hermosa, con su desconcertante parecido a Mónica, que le hace estremecerse, maldecir alma adentro de sí mismo...

—Mi querido Renato, ¿te has detenido un momento a pensar qué cosa tan absurda ha venido a ser nuestra vida? Oí decir que no te quedabas en Campo Real...

—No. Vuelvo a Saint-Pierre. Supongo que para ti es lo mismo, que no me criticarás.

—No... no te critico. Te envidio... ¡Qué felicidad, nacer hombre! Ustedes tienen todas las ventajas del mundo: cortejan a las mujeres, las eligen, las piden en matrimonio o se hacen los tontos, como mejor les convenga...

—No hay nada más frágil que la ilusión, Aimée. Si la nuestra se hizo trizas, no ha sido sólo culpa mía.

—Menos mal que reconoces tu parte de culpa.

—La reconozco entera si quieres, pero no voy a discutir.

—Naturalmente... Te basta con hacer lo que te dé la gana. ¡Qué actitud más cómoda la tuya!

—Está bien, Aimée. Ya veo que quieres oírme. No es culpa mía si digo cosas que te hieran y te lastimen. Me has buscado en una hora en la que no soy capaz de mentir...

—Pues me alegro muchísimo... También yo sé decir verdades amargas, Renato D'Autremont, y la primera es que no estoy dispuesta a sufrir tu público desprecio, tu abandono a los ojos del mundo, tu cortejo descarado a otra mujer, para mayor vergüenza y mortificación para mí, lleva mi misma sangre...