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—Yanina también está allá arriba... La ha visto mi hijo, y encuentra la falta lo bastante grave como para despedirla...

—Si el señor Renato opina así, tendría que despedirlos a todos, y a la señora Aimée la primera.

—¿Qué dices?

—No hay luz por aquel lado de la casa...

—Puede estar acostada y dormida. No eres tú quién para juzgarla... ¿Entendiste? Exijo la mayor consideración y el mayor respeto de todos para la esposa de mi hijo. Al menos, por ahora...

—Ahora y siempre se hará en esta casa lo que usted diga, doña Sofía. Usted es la única dueña que reconocemos los leales, los antiguos... Por usted nos dejamos matar... Es lo que yo siento, y es lo que siente mi sobrina. Claro que si, con todo eso, el señor se empeña en que la eche usted de aquí...

—Búscala tú mismo, Bautista, ve a buscarla... Yo nada necesito...

—Ni el señor tampoco... Está en el comedor, y él mismo se sirve... Está bebiendo como en los peores días: él solo y una copa tras otra... En eso es distinto del amo don Francisco... Ese bebía siempre en buena compañía... En fiestas, con amigos, como todo un gran señor que era, mi señora. Que hasta sus pecados eran de eso, de gran señor...

—Calla, Bautista, y ve a lo que te he dicho. Trae a Yanina...

—Yo estoy seguro que la señora está equivocada con Yanina. Si el señor la vio allá arriba, sería un momentito. A cualquiera le pica la curiosidad. Ahora, apostaría la mano derecha a que no está allí, y la señora va a verlo por sí misma... Con permiso...

No... No está Yanina en la ancha plaza de las barracas, donde la fiesta negra sigue, donde los cuerpos bañados de sudor se retuercen en danzas lascivas, donde, como las llamas de las hogueras, los deseos palpitan, y se ligan, en un solo nudo el amor y la muerte... Tras largo rato de estupor doloroso, ha echado a andar, primero como sin rumbo fijo, luego como arrastrada por una idea...

Marcha, primero, muy despacio; después, más de prisa... Se aleja hasta encontrar un sendero escondido, un áspero sendero que trepa la montaña a través de los riscos, hasta el punto más alto del valle, junto al arco del desfiladero, allí donde, oculta y disimulada entre peñascos, hay una choza semidestruida: la guarida de Kuma...

Se ha apartado del sendero, ocultándose entre las malezas, hasta que la sombra que pasa cerca de ella desaparece... Largo rato la sigue con la vista, tratando de localizarla en las tinieblas... Una sospecha le hace sentir el anhelo de ir tras ella, pero no lo realiza, y cuando todo vuelve a ser silencio, sigue, hasta llegar junto a la curandera...

—¡Kuma! ¿Quién salió de aquí? La he visto, me he tropezado con ella en el camino... Casi podría jurar... ¡Kuma, dime...!

—¡Déjame en paz! No tengo nada que decirte... Bruscamente, la hechicera se ha soltado de aquella mano, que apretando su muñeca la oprime, y mira hosca el rostro desencajado de Yanina... Luego, con aquella solemne calma que da a todos sus movimientos, destapa la marmita que hierve y hunde un puñado de hierbas secas en su oscuro y maloliente contenido.

—Kuma, responde a lo que te pregunto... Te juro que no va a pesarte... Soy tu amiga, tú sabes que soy tu amiga...

—Kuma no es amiga ni enemiga de nadie. Sirvo a los que llegan aquí, y callar su nombre es mi primer servicio... Dime a qué has venido. ¿Siguen tus penas? Si vienes a hablarme de ellas, te escucharé... Si quieres un remedio, Kuma sabrá encontrarlo, aunque sea muy difícil. Si no es para eso, puedes irte...

Ha cruzado los brazos, frente a Yanina, que otra vez parece serena, contenida, y largo rato permanecen ambas inmóviles, hasta que, lentamente, Yanina saca una moneda de plata de sus bolsillos, poniéndola sobre la mugrienta tabla de la mesa:

—Vengo a pagarte mi última visita, aunque no debería, porque de nada me ha servido. Tu consejo fue malo; tu amuleto, inútil; sin valor las oraciones que me diste...

—¿Pusiste en el café de tu amo la medicina?

—No... Me dio miedo... Puede enfermarse, puede morir...

—Tal vez se enferme, pero esa enfermedad ablandará su fuerza, se sentirá desdichado, y ése será el momento en que vuelva sus ojos a ti. ¿No es eso lo que pediste a Kuma?





—Pedí que me amara, que sus ojos se fijaran de otro modo en mí... Pedí una sonrisa, una sola sonrisa... Después, no me importa morirme...

—¡Pobre necia! ¿Por qué tenías que mirar tan arriba?

—Si mi madre logró el amor de su amo, una hora, un día... ¿por qué no puedo yo lograrlo?

—Los tiempos cambian, las cosas son distintas... Cuando el valle era maraña de selva y los amos vivían en cabañas, cuando bebían ron y tendían su hamaca bajo las palmas, todo era distinto... Las mujeres blancas estaban muy lejos, ninguna llegaba hasta aquí...

—Lo que fue una vez, puede volver a ser —se obstina Yanina con terca pasión—. No hay sino una cosa que me importe en la vida... Tu lo sabes... Tú dices que tienes poder para lograrlo todo...

—Ya te di la medicina. No la eches toda de una vez si no tienes valor suficiente. Hazle tomar unas gotas cada día. Poco a poco, todas las cosas van a parecerle distintas... Puede que llegue a verte hermosa, blanca, como...

—¡Como quién! ¡No te rías, Kuma!

—Tengo que reírme. ¿Viste a un escarabajo frente al sol? Así eres tú frente a la que pretendes que él olvide por ti. ¡Pobre Yanina!

—¡No tienes por qué compadecerme! —se revuelve Yanina furiosa—. Aun cuando ella fuera el sol, como tú dices, y yo un escarabajo, ella es mala, es dañina... Le envenena... le odia... pero cuando tú dices eso, es que la viste...

—Sí —acepta la hechicera con falsa indiferencia—. Todos la vieron de lejos, un día: el día de su boda. Hasta Kuma, la maldita, estuvo en el cortejo nupcial del amo Renato...

—¡Mientes! La has visto después y de mucho más cerca. Acabas de verla, porque fue ella la que estuvo aquí... Es inútil mentir... Aunque lo niegues, estoy bien segura. Ella vino a buscarte... ¿Por qué? ¿Qué quería? ¡Contéstame! ¡Te he pagado en plata cuando otros te dan cobre!

—Y otros me dan oro...

Kuma ha abierto la mano mostrando las tres monedas de oro, que brillan a la luz del hachón, ya casi extinguido, y Yanina se revuelve furiosa, totalmente segura ya:

—¡Ella... Ella...! ¡Lo sabía... Lo sabía...! Vino hasta aquí, y te pagó con sus monedas de oro. ¿Qué vino a comprarte? ¡Dímelo! ¡Dímelo! ¡No pretendas burlarte de mí, porque soy mala enemiga!

—Kuma no teme al alacrán, ni a la araña, ni a la hormiga... Tú eres como una viborilla que se arrastra... Quieres llegar hasta la rama más alta del pimentero, pero no podrás subir. Tendrás que esperar a que el rayo que baja de las nubes parta la rama, y la rama baje hasta ti... Aunque no lo mereces, voy a darte un consejo de amiga: No quieras llegar hasta el amo, aguarda a que el amo baje hasta ti. Te di el remedio... úsalo poco a poco... Y ahora, vete...

Yanina ha dejado caer las manos con gesto de vencida, como transida de un dolor sin nombre, mientras la hechicera vuelve lentamente al horno de barro sobre el que hierve la marmita, donde queda largo rato inmóvil. Luego, tiembla como si la sacudiera el escalofrío de una fiebre, y alza la tapa de la olla hirviente. Con las grandes y negras manos extendidas, traza extraños signos, queda como absorta contemplando las espirales de vapor, y después la tapa, volviéndose con brusco movimiento, para indagar:

—¿Todavía estas aquí? ¡Vete!

—¡No puedo irme así! ¡Dime lo que viste en el humo! ¡Dímelo!

—Sangre... Fuego... Ruina... Lágrimas en la casa D'Autremont, sangre en las piedras del desfiladero... tanta sangre como cuando se mató el amo don Francisco. Y después, ruina... y después, fuego... Vi hundirse la casa D'Autremont, y hervir el mar...

—¡Kuma... Kuma! ¡Eso no es posible! ¡Lo dices para asustarme, para burlarte de mí! ¡Tú no has visto eso! ¡No lo has visto! ¡Kuma! ¡Kuma!