Добавить в цитаты Настройки чтения

Страница 17 из 68

—Renato... hijo...

—¿Eh...? ¿Qué haces levantada a estas horas, madre? Es tarde, muy tarde. No creo que debas abusar así de tu salud y de tus fuerzas. Tienes que estar rendida y...

—Mi cansancio, hijo querido, no es del cuerpo.

Junto a la escalinata de piedra que da acceso al sombreado y confortable portal de la casa opulenta, ha tropezado Renato con aquélla a quien menos hubiese deseado encontrar en aquel momento. Los ojos de su madre, inquisitivos y angustiados, se fijan en él, y asoma a ellos una súplica tan doliente y tan tierna que, a pesar suyo, le estremece.

—No quiero parecer una entrometida preguntándote de dónde vienes. Supongo que no habrás ido a pedir un caballo, que no te irás esta misma noche como amenazaste...

—No, madre, claro que no me iré esta noche. Ya ordené antes a Yanina que te dijera, pero veo que olvidó mi encargo.

—Pues es bien raro... Te aseguro que es la primera vez que ocurre algo así.

—Sí, es bien raro... Todo es raro en ella... Preferiría no hablar de eso... No quiero disgustarte, madre...

—Con lo que has dicho, basta para preocuparme seriamente. ¿No crees que es preferible hablar claro de una vez?

—Pues sí. Yo sé que tienes un gran apego a esa muchacha... pero, como dijiste antes: he dicho demasiado para callarme ahora. Yanina es alguien de quien deberías desprenderte. En una forma suave y con pretexto cualquiera, pero...

—La has tomado con ella. Supongo que será una sugestión de tu mujer. Aimée odia a la pobre Yanina y...

—Es Yanina quien la odia a ella. Por la tranquilidad de esta casa, por esa paz que tú misma deseas, quiero pedirte que alejes a Yanina en cuanto se presente una ocasión, que ya la buscaré yo... Si hemos de vivir en Campo Real, tiene que ser así, madre.

—Está bien. Habrá que aceptar tu deseo... Bien sabes que es un gran sacrificio para mí, pero las madres nacimos para eso: para aceptar los sacrificios. Pero, al menos, ¿puedo saber qué ha pasado esta noche con Yanina?

—No es esta noche, es siempre. Dejemos el tema, madre, te lo ruego. Por mi parte, mi petición va unida a la súplica de que no me preguntes más.

—Si no quieres hablar tú, haré que me informe ella. Le dispensas gratuitamente tu antipatía... ¡Qué le vamos a hacer! Será una víctima más de todas estas cosas, pero al menos voy a demostrarte, quiero demostrarte, todo el cariño, toda la sumisión y todo el respeto que Yanina me tiene. —Y alzando la voz, llama—: ¡Yanina... Yanina!

—No la llames, madre, no te canses, porque no ha de acudir. No está en la casa, y es preciso que despiertes. Ha salido esta noche, como sin duda muchas otras, sin que tú lo sospecharas siquiera. Está allá arriba, en la plaza de las barracas... Siento desilusionarte con respecto a ella, pero no es lo que piensas. Has querido sacarla de su medio, de su ambiente, y no creas que le has hecho ningún bien. Menos mal que, en el fondo, es igual a los otros. Bastará que la dejes en libertad para que se manifieste tal como es, sin la máscara de hipocresía con que te fascina...

—Renato, acompáñame a mi alcoba. Llamare a Yanina. Tú verás como acude, tú verás como desmiente esta calumnia que se han encargado de decirte de ella. No es capaz de ir a esa fiesta. Está de este lado. Desde niña me ocupé de su educación. Ella...

—Ella está allá arriba, madre, la vi por mis ojos.

—¿Tú? ¿Quieres decir que tú fuiste también?

—Eso es lo de menos... pero no hablemos más esta noche... creo que estoy fuera de mí, y hay algo que tengo que decirte, algo que importa mas que todo: la verdad de mi corazón...





—No la digas en este momento. La verdad de tu corazón la sé, no me la repitas... Espera, espera unos meses... Ven, ven a mi alcoba. Te he vuelto a ver de pronto tan desorientado, tan alucinado como cuando eras niño. Quiero librarte de eso...

Le ha tomado del brazo llevándolo con ella blandamente, con la misma ansia dolorosa de protegerle con que cuando era niño le alejaba de todos los peligros imaginados o verdaderos... Le ha hecho entrar en la amplia alcoba, y sentarse de espaldas a los ventanales. Un momento vacila mirando a través de ellos la mancha roja de las hogueras que arden allá, en el claro de los cafetales...

Pero en el aire que sopla de aquel lado, parece llegar, con el ritmo sensual de la música, la vaharada cálida de aquellas llamas que en la montaña lengüetean. Y es como si el ambiente se cargase de oscuros presagios, como si los tétricos augurios que presidieron el nacimiento de Renato D'Autremont temblaran otra vez sobre su rubia cabeza...

—Tengo que defenderte de ti mismo, Renato. Tu peor enemigo lo llevas dentro... Es tu corazón, tu insensato corazón que se aficiona siempre a lo que más pueda dañarte. Primero a la amistad de ese canalla a quien odias... Hoy, al amor de una mujer prohibida para ti por todas las leyes humanas y divinas...

—No hay ninguna ley que le prohíba al corazón los sentimientos. Lo que la mente piensa, lo que el corazón siente...

—¿Acaso no existe el pecado mental? ¿Piensas que no se peca recreándose en el pensamiento de lo que está prohibido? No basta tener un nombre como el nuestro, no basta nacer llamándose Renato D'Autremont, sino que hay que saber serlo, hay que aceptar las obligaciones del rango, de la fortuna, del poder... Naciste poderoso, opulento, con todos los honores, con todas las ventajas. No tienes sino sostener lo que otros hicieron para ti...

—Creo que te excedes en tus reproches, madre. Aun no he hecho nada indigno.

—Confío en que Dios te libre siempre de hacerlo. Todavía estás a tiempo, pero tienes que tener voluntad. No vuelvas a Saint-Pierre... Quédate aquí, espera al menos a que nazca tu hijo... ¿No sientes que con esa criatura que va a venir, asoma la esperanza de una nueva vida?

Renato ha bajado la cabeza. Largo rato ha tardado en responder, como si rebuscara en su conciencia, como si bajara al fondo de sí mismo. Luego, sus claros ojos se alzan, clavándose en los de Sofía, al rebatir:

—Sólo se vive una vez, madre. Quiero vivir mi propia vida... Yo comprendo tu punto de vista, pero trata de comprender tú el mío. Quiero mi vida, la mía, la que bulle en mis venas, no esa que, como bien dijiste, hicieron los demás para mí... Debe bastarte con que en lo material no haga nunca nada indigno, o trate de no hacerlo... ¿Es que crees que no es ya bastante mi martirio? Tarde hallé la verdad de mi corazón. ¿Por qué estuve tan ciego?

—¿Y por qué no aceptas las consecuencias de tu error, ya que lo cometiste?

—¡Porque no puedo, madre! No puedo conformarme a esa vida pueril y mediocre que me brindas. No puedo ser esclavo de un pedazo de tierra, de las letras de un apellido... Lucharía aunque yo mismo no quisiera... Faltaría a mi palabra si me la pudieras arrancar, y a mis juramentos, si jurara lo que sé que no puedo cumplir. No me atormentes más, madre... Es inútil... deja que se cumpla mi destino...

—¿Y por qué ha de ser tu destino correr al abismo?

—Porque es el de todos los D'Autremont, madre: vivir para nuestras pasiones, y por nuestras pasiones, morir...

Sofía ha hecho un gesto para detenerle cuando se aleja bruscamente, pero no le sigue. Le mira cruzar, con una desolación infinita en las pupilas, y luego busca una butaca donde dejarse caer rendida, sollozando. La puerta de la alcoba se ha abierto y Bautista se disculpa:

—Perdóneme que entre así...

—¿Dónde está Yanina?

—No encuentro ni siquiera con quién enviar a buscarla, ni tampoco una doncella con quien pedirle permiso para entrar. Por eso llegué así... Todos se han ido; pero, con el permiso de la señora, mañana haré el escarmiento que se necesita. Parece como si un demonio les hubiera soplado a todos. Nunca ha ocurrido en Campo Real una cosa así... Pero Yanina no tardará en volver, señora. Seguramente habrá tenido que ir a hacer por sí misma cualquier cosa necesaria...