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Se ha ido con paso rápido, apartándose de ella bruscamente, mientras las manos de Yanina se crispan al juntarse, y murmura como una amenaza:

—¡Tal vez mañana te hiera el dolor como a mí me hiere!

En la puerta de una cabaña semiderrumbada, a la escasa luz rojiza del fuego que hay encendido dentro, Aimée y Ana miran, con ojos curiosos la primera y de intenso pánico la segunda, la figura de una mujer alta y huesosa, de piel más negra que el carbón, que se ha acercado a ella, brillantes en la sombra, como carbunclos, los ojos inyectados de sangre... Negros son sus vestidos, negro el pañuelo que envuelve su cabeza... Sólo se ven, en sus muñecas los largos collares de cuentas de colores, el fulgor rojizo de las pupilas y el relámpago blanco de los dientes cuando, al hablar, mueve los gruesos labios:

—¿Quién eres? Te estoy preguntando... Contesta... Quien llega por burla a casa de Kuma, lo paga muy caro, porque Kuma tiene poderes secretos...

Una leve sonrisa se ha asomado a los labios de Aimée. Por un instante le pareció estar frente a una loca, su amenaza, y la forma ávida con que la recorre de pies a cabeza, descubriendo, aun bajo el chal que le envuelve, los detalles de su verdadera posición, abren camino a otra opinión, al contestar con absoluta tranquilidad:

—Quien llega no viene por burla. Te busca porque te necesita y te pagará bien... Tendrás más dinero por servirme, que lo que logres reunir en un año entero; pero tienes que ser leal. Yo también tengo poderes, aunque no tan secretos, y si me traicionas lo pagarás tan caro, tan caro, que por tu bien te aconsejo que no lo intentes.

—¿Quién se atreve a decir que tiene más poder que Kuma? ¿Quién?

—¡Ay, mi ama, vámonos...! —suplica la asustada Ana, en voz baja.

—Vete tú y espérame en la puerta. ¿Oíste? Ni un paso más allá. ¡Anda! —ordena Aimée imperiosa.

—Hablas con voz de ama, y es blanca tu piel...

—Sí... es blanca mi piel. ¿Quieres ver también el color de mi dinero? Ahí lo tienes; son de oro, Kuma. Recógelas... Vale la pena...

Con brusco movimiento, Kuma ha encendido un hachón de tea en el fuego donde arde una marmita, clavándola en la caña hueca de las paredes, y la llamarada roja ilumina vivamente la estancia: el techo bajo y e

—¿Qué deseas, mi ama? ¿Qué le mandas a hacer a tu sierva? Kuma va a complacerte. Te dará la forma de que tu rival se vuelva fea, el polvo que domina a los hombres más rebeldes, las gotas que harán tu esclavo de aquel a quien desees, sólo con hacérselas tomar en una taza de café... Kuma puede prepararte una bolsa de yerbas que, colgándolas a tu cintura, hará venir al hijo que acaso deseas y no tienes. ¿Es eso?

—¡Ojalá tuvieras poder para tanto, Kuma!

—¿Dudas de mi poder? —apostrofa la hechicera con cierta ira—. Entonces, ¿a qué vienes?

—A algo mucho más cómodo para ti. Si pensara que de veras puedes hacer todas esas cosas, no habría oro en el mundo con que pagar tu ciencia. No te voy a pedir nada de eso... Bastará con que te prestes a obedecerme. Yo sé que tú ayudas a las mujeres de aquí cuando van a venir los niños; pero sólo te quiero para que me sirvas de testigo, para que, con esas palabras que sabes usar para que te crean, digas a todos, a los amos también, que me atendiste después de un accidente...

«Antes de seguir, quiero decirte una sola cosa: Si todo sale bien, te daré diez monedas como ésas; si tratas de traicionarme, haré que te arrojen a palos de todas las tierras de D'Autremont, sin dejarte abrir siquiera la boca. Júrame que no dirás sino lo que yo te ordene, y mírame bien para que veas que no miento. Soy la esposa del amo, soy la dueña de Campo Real... ¡Mírame bien, y piensa lo que te conviene!

Con brusco movimiento, Aimée ha echado hacia atrás el velo que cubre su rostro, el chal que envuelve su cabeza, y a la luz rojiza de la antorcha de tea brilla deslumbrante la belleza de su rostro blanco, mientras Kuma retrocede moviendo la cabeza. Sus pupilas oscuras parecen agrandarse y es más rojo el fulgor de sus ojos inyectados de sangre. Durante un largo minuto parece vacilar; luego, aprieta las tres monedas de oro hundiéndolas en el bolsillo de su falda, y se yergue al responder:





—Haré lo que me ordenas... ¿Cómo? ¿Cuándo?.

—Tiene que ser pronto. He perdido ya bastante tiempo... Mañana si es posible... Debo preparar las cosas, hacerlo todo bien. Esta vez no podemos equivocarnos...

Aimée ha ido hacia la puerta. Kuma la sigue, bebiendo cada gesto, cada movimiento, como si la estudiase, como si se esforzase en adivinar su mente sagaz, ágil en la mentira y el engaño. Al fin, una expresión astuta humaniza su negro rostro:

—Tú eres la señora Aimée. Yo te vi de lejos el día de tu boda. No entré a la iglesia, pero te vi de lejos, y también sé de ti algunas cosas... Dicen que vas a darle al amo Renato un heredero.

—Es lo que dicen... Si tu sabiduría no llega más lejos... ¿No te dicen más que eso tus poderes secretos?

Otra vez ha callado Kuma durante largo rato. Otra vez ha observado de pies a cabeza a la hermosa mujer que alza la frente altanera, mientras una sonrisa burlona le juguetea en los labios.

—Kuma ve la verdad en el fuego, en el viento y en el humo de la olla que hierve —afirma ésta—. Kuma ve a tu hijo hermoso y fuerte... Kuma ve al heredero de la casa D'Autremont...

—No —niega Aimée con decisión—. Ni Kuma ni nadie va a verlo, ¿entiendes? El heredero de Renato D'Autremont no existe ni existió nunca, pero es preciso que todos crean que fue un accidente lo que le impidió nacer. Ocurrirá cerca de tu cabaña, y habrá que agradecer tus atenciones. ¿Comprendiste bien?

—La hoguera tiene las llamas muy altas. ¿Quieres que Kuma salte sobre una hoguera en la que seguramente se quemará los pies? Es mucho lo que arriesga Kuma. Si tú puedes hacerme arrojar a palos de Campo Real, el amo Renato puede mucho más. Tal vez tenga que irme muy lejos... y diez monedas de oro no son mucho dinero.

—¡Te daré veinte! ¡Te daré cien!

—Té serviré. Te serviré a todo riesgo. Dime qué debo hacer.

—¡Espera! —señala Aimée. Y acercándose a la puerta, perdida toda prudencia, llama—: ¡Ana... Ana!

Por el estrecho sendero sube, trotando, una figura larga y flaca que, al llegar junto a Aimée, exclama alborozada:

—¡Ay, mi ama, qué bueno está el baile! Todo el mundo está allá abajo, menos el amo Renato, que ya se fue...

—¿Se fue Renato? ¿Volvió a la casa? Es preciso que vuelvas tú también. Yo tengo que hablar todavía con esta mujer. Si Renato fuese a la alcoba y no nos hallase a ninguna de las dos, saldría a buscarnos, y ¡quién sabe! Es preciso que te quedes allí, que estés atenta, que inventes cualquier cosa para disculpar mi ausencia. Si preguntan dónde estoy, puedes decir que salí al jardín a tomar el fresco... Y si te mandan a buscarme, tomas hacia el lado de la glorieta, y allí me esperas. ¡Anda... vuela... !

De mala gana marcha Ana por el sendero abajo, mientras Aimée regresa lentamente a la cabaña casi en ruinas... En su ágil mente diabólica, la confusa idea va tomando forma, se concreta en hechos... Uno a uno va preparando, in menti, cada detalle de la farsa, hasta que empuja al fin la desvencijada puerta, con mano impaciente, y explica:

—Kuma... ya sé lo que vamos a hacer. Punto por punto, ya sé lo que tenemos que hacer...