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—Venga a ver... Acérquese... ¿No viene, mi ama? ¡Qué bueno va estar eso! Se me van los pies detrás de esa música... ¡Ah, caramba! Eso sí que está bueno... Venga, mi ama, corra... Venga a ver...

—¿Quieres dejarme tranquila, Ana?

—Venga... Venga si quiere ver al Señor Renato detrás de los que van para allá... Corra, que si no, no lo ve. ¡Bendito y alabado sea el Santísimo Sacramento del altar! Tuve que mirarlo para creerlo...

Aimée ha corrido a la ventana de su cuarto, y apenas puede dar crédito a sus ojos. A la luz de las farolas y de las antorchas de la caravana que ya se aleja, al reflejo incierto de la luna en menguante, puede ver con toda claridad que es en efecto Renato D'Autremont el hombre blanco que se une al oscuro conjunto, que sigue con paso incierto el ronco ritmo de las tamboras africanas, como si aquella turbadora música lo arrastrase a él también...

—Y Yanina, mi ama, mire a Yanina —señala Ana—. Ella que tanto habla, ella que tanto presume de que no va a esas fiestas... Mírela... Mírela... Se va detrás de los cueros... Y luego dice que es más blanca que los blancos... Bueno, claro que el amo es reblanco también, y allá va...

—Probablemente, Renato ha bebido más de la cuenta. Pero Yanina detrás de él...

—A cualquiera le gusta echar un pie, y esta noche la fiesta va a ser grande. Seguro que les amanece dándole a la cintura y a los pies...

—Esta noche... Esta noche... —murmura Aimée pensativa—. Tal vez habría que aprovechar el tiempo, que hacer las cosas lo más aprisa posible... Antes me dijiste que Renato había dicho que volvería a Saint-Pierre inmediatamente. Sin embargo...

—Eso me dijeron, pero ya usted ve...

—¡Calla! Esta noche, tú y yo vamos a ir a donde tenemos que ir, para arreglar esto cuanto antes... Es mejor estando aquí Renato... Debo hacerlo en seguida, mañana si puedo...

—¡Ay, mi ama! ¿Qué es lo que va a hacer?

—Librarme de una carga, preparar la puerta de escape, no permitir que me agarren en descubierto... ¡Pronto, Ana! Esta noche podemos salir tranquilamente; nadie se fijará en nosotras, nadie se dará cuenta. Los propios vigilantes, seguramente estarán en la fiesta y, si todos salen en secreto, nadie se extrañará de ver a dos mujeres más o menos, tapándose la cara, rumbo al cafetal...

—¿Vamos al baile nosotras también? —se entusiasma la doméstica.

—¡No seas imbécil! ¿De qué te estoy hablando desde ayer? Hemos de ver a esa mujer que vive allá arriba.

—¿La bruja? ¿La yerbera? —se atemoriza la mestiza.

—Claro... Esa es la que nos va a sacar del apuro... Seguramente, ella no irá al baile... ¿Sabes dónde vive esa mujer? ¿Conoces bien el camino?

—Yo sí, mi ama, pero me da miedo... Me da mucho miedo... Dicen que cuando uno va a ver a la bruja, en una noche de éstas en que la luna está en menguante y en que los cueros suenan, sale una mancha roja en el agua y viene sangre. Sí, mi ama, viene sangre... Alguien se muere, y queda un gran charco de sangre...

—¡Cállate, no digas más estupideces! No va a morirse nadie... Dame un chal, un velo, coge una linterna chiquita y ven conmigo. Renato D'Autremont va de fiesta, es noche de ron y de baile. Que arda Campo Real, que se alegre... Hoy hay música, mañana habrá llanto; al menos, de la imbécil de mi suegra. ¡Se acabó el heredero D'Autremont! Vamos a salir de la farsa, alegremente, y yo seré al final quien me ría de todos, quien ría con más ganas... ¡Vamos Ana, ven...!

Sendero arriba, Aimée empuja a su remolona doncella, que casi a la fuerza va dando sus tardos pasos; pero al pisar la parte más alta de la colina, entre los troncos de caobos y pimenteros que dan sombra a los cafetales, brillan las lenguas rojas de las hogueras, y ambas se detienen, a pesar suyo, fascinadas...

—¡Ay, mi ama, mire... mire para allá! ¡Qué bueno va a estar esto!





En el ronco tañir de los primitivos instrumentos, rompe la bóveda de la noche la fiesta negra. Ya se arrancan los bailadores, ya sus cuerpos vestidos estrafalariamente se agitan iluminados por las llamas, como si ellos mismos, hechos antorchas vivientes, ardieran. Ya se agitan los torsos como en temblores de epilepsia, mientras las manos, empuñando pañuelos de colorines, fingen en el aire remolinos frenéticos.

Un instante, los ojos de Aimée contemplan aquello, como emborrachándose con el espectáculo fascinante. Luego, clavando los dedos en el brazo de Ana, la arrastra monte arriba, rompiendo la cadena que también a ella la sujeta:

—¡Ven... ven! Después te quedarás aquí si quieres. Ahora, ven...

5

COMO UN SONÁMBULO ha llegado Renato hasta la plaza que forman los cuatro grandes barracones, centro de la ciudad miserable de cuyo sudor, de cuyo, esfuerzo, de cuya miseria, vivía la opulenta casa de mármol rodeada de jardines. Ha llegado hasta allí deteniéndose al borde de la hoguera más próxima, pero nadie le mira, nadie repara en él... Ya no es el amo, ya no es sino una sombra pálida en la locura negra de las danzas nativas, una pincelada sin color allí donde las carnes color de bronce y de ébano se agitan en los espasmos de una danza honda y convulsa como la propia convulsión de la tierra... Jamás se había acercado allí, nunca había contemplado con sus ojos azules el oscuro esplendor de todo aquello. Era un extraño en aquellas tierras que le pertenecían, era un extranjero en la tierra que le vio nacer. Ahora, por primera vez, todo aquello parece llegarle muy hondo, despertar como a fieras dormidas las voces acalladas tantos años, sentir que el odio y el amor se encienden como nunca en su pecho, y mira por vez primera, sin repugnancia, una pequeña mano color de cobre que se apoya en la suya blanca...

—¿Le gusta, amo Renato? Es la primera vez que viene a una fiesta en la plaza de las barracas, ¿verdad?

—Supongo que tú también, Yanina. No creo que mi madre te haya permitido jamás...

—No... naturalmente. Doña Sofía no podría perdonar ni comprender jamás. Y sin embargo, perdona otras cosas, y trata de comprender lo que no se comprende... La señora Aimée vino muchas veces aquí... ¿No lo sabía usted, mi amo?

—¿Aimée? puede que alguna vez pasara cerca... Puede que, por curiosidad, se acercara, pero...

—La señora Aimée vino aquí muchas veces, y algunas ha bailado frente a los barracones.

—¿Por qué dices ese absurdo? ¿De dónde sacas eso? ¡Eres una embustera y una necia! Mi esposa no pudo venir aquí... ¿No lo comprendes?

—Aquí nadie mira a nadie, ¿no lo está viendo? Se ocupan de bailar y de beber... Cuando se bebe lo que ellos están bebiendo, nadie sabe sino que la música suena y hay que mover los pies...

Renato ha movido con ira la cabeza mirando hacia el lugar que Yanina señala. Sobre una tosca mesa han puesto el barril de ron, le han quitado la tapa... Un negro anciano, con el lanoso cabello más blanco que la nieve, derrama en él el contenido de una jícara, y todos se amontonan, impacientes, acercando jarros y vasijas a la espita abierta para todos...

—Si bebiera usted un trago de eso, olvidaría hasta su propio nombre, señor, y sería feliz unas horas al menos. ¿No quiere? La señora Aimée bebió alguna vez...

—¿Quieres no mentir más? ¿Qué es lo que te has propuesto, imbécil? —se enfurece Renato.

—Ya se lo dije antes. Usted no me entendió o no quiso entenderme, pero si me mirase a los ojos...

Yanina se ha erguido sobre las puntas de los pies, clavando sobre los azules de Renato la mirada sombría de sus ojazos negros. Pero él la aparta con gesto de disgusto.

—Déjame. Será mejor para ti que no te entienda. Creo que eres tú quien necesita tomar un sorbo de ese veneno, Acércate, bebe hasta caerte y no vuelvas a vigilar a mi esposa ni a inventar calumnias contra ella. No es la primera vez que te mando dejarme en paz, y no lo haces... De una vez por todas... entiéndeme: no quiero oír tus chismes ni tus enredos.