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—Gracias, mi considerada suegra. No sabe usted los deseos tan grandes que tengo de que llegue ese día. Vamos, Ana, ven... que prescindan de mí para el besamanos.

—¡Es intolerable! —se queja Renato furioso.

—Aun cuando lo sea, la toleraremos —recomienda Sofía. Y en voz más baja—: Y no des un espectáculo delante de los criados, hijo. Ve con ella.

—No creo que valga la pena. Probablemente regresaré esta misma noche a Saint-Pierre. Con tu permiso, madre.

Yanina y Bautista han acudido solícitos, pero la señora D'Autremont no acepta el brazo que le ofrecen, se yergue altiva y fría, siguiendo un momento con la vista a su hijo que se aleja en dirección contraria a la de Aimée. Luego, solemnemente, extiende la enguantada mano derecha y recibe uno a uno el beso de sumisión y bienvenida que van dejando en ella los oscuros sirvientes.

—¡Veinte años que no salía usted de Campo Real, señora! —observa Bautista.

—Mucho lo eché de menos. Pero ya estoy de regreso, y por mucho tiempo, Bautista. En Campo Real nacerá mi nieto, y en Campo Real lo educaré a mi modo y manera. No se irá lejos, para volver distinto. ¡Ese sí será mío totalmente!

Renato ha cruzado el ancho portal, hasta apoyarse en la baranda de labrada madera. Con paso rápido dejó la entrada principal de la casa: con quemante impaciencia se apartó de saludos y ceremonias tradicionales; con un ansia intolerable de huir de todo y de todos, ha llegado hasta el fondo de la galería, sobre la que da la biblioteca... Es totalmente de noche, y, en el cielo sin nubes, una luna amarilla se alza lentamente.

—El café, señor...

—Gracias... Déjalo donde quieras...

Yanina se ha inclinado, ha dejado la taza de porcelana en su pequeña bandeja de plata, sobre la ancha baranda de madera, pero no se retira... Queda inmóvil contemplando a Renato, leyendo en cada rasgo de su rostro, en cada surco de su piel, el drama tumultuoso que le bulle alma adentro. Bruscamente, Renato D'Autremont se vuelve a ella y la interpela:

—¿Todavía estás aquí? ¿Qué quieres?

—La señora Sofía está muy inquieta, señor, por causas morales... Sumamente preocupada... Y como su salud no es buena... Ella quisiera saber si es cierto que el señor volverá esta misma noche a Saint-Pierre.

—¡Ahí ¿Mandó preguntar...?

—No, señor. No quiso molestarlo a usted. Pero yo la conozco y sé que está atormentada con esa idea. Si el señor pudiera esperar unos días, quedarse aquí con ella aunque sólo fuese un par de semanas...

—Está bien... Dile que no pedí coche ni carruaje para esta noche. Con eso será suficiente...

—Gracias, señor, le agradezco con toda el alma que se quede.

Una gran emoción tiembla en las palabras de Yanina, mientras Renato la mira de frente por primera vez, un momento vuelto a la realidad, como si pretendiera asomarse al mundo de insospechados pensamientos que arde en las negras pupilas de la mestiza... y, acaso por primera vez también, la mira de pies a cabeza... Realmente, es una criatura entraña: delgada, cetrina hierática... No acusa las formas opulentas que suelen ser peculiares en las mujeres de su raza; no tiene la gracia sensual que suele florecer bajo el pañuelo de colores de las martiniqueñas. Impasible como un ídolo, como un fetiche, sólo los ojos delatan su interno fuego, pero los finos labios, al apretarse, parecen guardar celosamente aquel secreto que flota entero en el ambiente de Campo Real, aquel impalpable misterio que parece venir del más allá, prendiendo voluntades en la malla sutil y pegajosa de los ocultos pensamientos... Con nerviosa inquietud, da Renato unos pasos, alejándose de ella...

—Perdone si me atrevo a preguntar, pero, ¿al señor le molesta verme?

—¿A mí? ¿Por qué? Ve a tranquilizar a tu ama. Dile que no me voy... esta noche al menos. Dile... Bueno dile lo que quieras, pero...

—Pero vete —termina Yanina la frase—. ¿No es eso?

—Vete o quédate, para mí es igual —se enardece Renato, a punto de estallar—. ¿Qué es lo que piensas? ¡Tus reticencias son casi una insolencia! Cuando quiero estar solo, deseo que me dejen en paz. —Y cambiando, con cierta brusquedad, indaga—: ¿Puede saberse por qué lloras?





—Perdón... Ya sé que ni a eso tengo derecho... Dispénseme, señor... Ya me voy...

—Espera —se humaniza Renato, todo confuso—. En realidad, no sé lo que me pasa contigo. Tienes el don de exasperarme. Creo que si hablaras claro, sería mejor... No tengo nada contra ti... Me has servido lealmente, o has creído hacerlo. Además, te debo tu cariño y tus atenciones especiales para mi madre. No creas que no me doy cuenta que para ella eres infinitamente más de lo que pudiera ser la mejor sirvienta. Si te pasa algo, si quieres algo, dilo de una vez...

—Yo sólo quisiera poder aliviar su tormento, señor...

—¿Quién te ha dicho que yo vivo atormentado?

—No hay más que verlo, señor. Y ya que por primera vez parece dispuesto a oírme, le diré que si usted viviera como viven los demás, los otros señores, sus vecinos, los dueños de las haciendas próximas... Ellos no se atormentan tanto, señor. Tienen, tal vez, las mismas molestias que usted, las mismas atenciones: la familia, la esposa, la hacienda... pero tienen también un lugar en el que son felices.

—¿Cómo? ¿Qué?

—Una casa pequeña donde todo lo olvidan, donde no hay para ellos espinas, sino flores, donde son como quieren ser... Si el señor tuviera también eso, un rincón en el que olvidara las penas, en el que. sentirse realmente amado, atendido y servido de rodillas por alguien que pondría su corazón de alfombra para que usted pisara sobre él...

—¡Yanina...! —se disgusta Renato comprendiendo las palabras de la mestiza—. ¡Es el colmo!

—Me pidió usted que le hablara con claridad. Supongo que teniendo como tengo el don de exasperar al señor, lo he logrado ahora totalmente...

Renato se ha contenido. Apurando de un sorbo la taza de café, se ha vuelto para mirar a Yanina de pies a cabeza, pero otra figura aparece junto a ella, acercándose inclinada respetuosamente:

—Perdón, señor, venía a buscar a Yanina. No sabía que estaba con usted, pero...

—¿Qué es eso, Bautista? —le interrumpe Renato al oír una música típica que se oye cada vez más cercana.

—La ronda de trabajadores, señor. Esta noche tienen permiso para hacer sus fiestas... un permiso especial celebrando la llegada de ustedes. Van a reunirse frente a las barracas grandes, detrás del cafetal, y la señora me ordenó que les diera un barrilito de ron y algunas golosinas, que naturalmente están de más... Ellos, con el ron tienen suficiente.

—¿Mi madre ordenó que les diese de beber? —se sorprende Renato.

—Es la costumbre, señor. Si les faltara eso se morirían de tristeza o se matarían de rabia. Bailar es lo único que les gusta a esta gente. ¿Nunca vio el señor Renato un baile de éstos?

—No. Ni deseo interrumpir la fiesta con mi presencia.

—No la interrumpiría, señor. Cuando el tambor toca de esa manera, sólo la muerte les detiene los pies. Son salvajes, mi amo. ¿No lo comprende? Además, están peor que borrachos. Le echan al ron una hierba que les hace olvidarlo todo, ¡todo!

—¿Y mi madre aprueba eso?

—No puede impedirse, señor, ni vale la pena de hacerlo. Puede usted redoblarles el trabajo, reducirles la paga, matarlos a golpes, cualquier cosa, siempre que se les deje hacer sus fiestas. Todos se van detrás de esos tambores... No sé qué tienen, pero encienden la sangre, ¿verdad, señor?

Renato se ha mordido los labios sin responder a Bautista, oyendo aquel sordo redoble que es como una llamada del ancestro. A él también, aquella extraña música parece penetrarle hasta las entrañas, revolver una ciénaga profunda de pasiones, de deseos, de sentimientos... Casi sin darse cuenta ha ido hacia la escalinata, ha bajado lentamente los anchos escalones de piedra... Como una sierpe ensanchándose a cada paso, se aleja la caravana de los negros, y Renato D'Autremont, al aire los rubios cabellos, echa a andar tras ellos...