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Mónica de Molnar se ha erguido y, al alzar la cabeza, cae el velo, mostrando el fino rostro color de ámbar; tan digna, tan altiva, tan amargamente serena, que Juan retrocede, conteniendo la oleada de despecho que ha encendido aquella carta cuya helada cortesía le hiere más que la peor de las ofensas. Como de otro mundo, llega hasta ellos la música del órgano, el susurro del rezo, el aroma litúrgico del incienso... y los ojos de Juan se encienden, avivados por la llama del alcohol, que le hace parecer un demente:

—Odio las inútiles cortesías hipócritas... Odio las explicaciones superfluas... Me escribiste para afirmar lo que no necesitabas decir dos veces, lo que resbaló de tu actitud durante nuestra entrevista. Tenías miedo que yo no hubiera entendido, ¿verdad?

—No tenía miedo de nada. Me dolió haberte tratado con violencia, cuando tú generosamente no deseabas el mal de nadie. Pensé, loca, ilusa, ingenua, que eras sincero cuando dijiste que te alejarías para siempre, que no querías chocar con tu hermano ni derramar su sangre, y que ponías lo que estaba de tu parte para alejarte de todo esto, haciendo imposible esa lucha fratricida que me causa horror...

—Horror por él... miedo por él... No piensas sino en ayudarle y protegerle... Pues bien, no me iré de la Martinica, no dejaré Saint-Pierre. Me quedaré aquí, con tanto derecho como él. Lucharé como luchan los que nacen como yo, en el abismo más negro, hasta levantarme más alto que todos... Esta no es tierra de sangre azul, éstas no son tierras de príncipes, sino de aventureros. Todavía triunfa en ellas la ley del más fuerte...

—¿Qué pretendes?

—Sólo una cosa: demostrar que soy el más fuerte, que no vivo de la limosna de tu sonrisa y de tu gratitud, que tomo y dejo lo que quiero tomar y dejar, con estas manos. Que ahora mismo podría arrastrarte, contra tu voluntad, hasta mi barco, que me espera cerca; que otra vez podría llevarte hasta el Luzbel, como una conquista de vándalo, debatiéndote en mis brazos, y ahora sí que no tendría piedad de tu dolor ni de tu fiebre. Te haría mía, mía totalmente por la fuerza, doblegándote como a una esclava.

—¿Quieres decir que...?

—¡Te respeté cómo un imbécil! ¡Ahora sería diferente! Pero no lo haré. ¿Y sabes por qué? Porque no me importas, porque no me interesas, porque hay cien mujeres en el puerto aguardando por Juan del Diablo...

—¡Cien mujerzuelas! ¡Vete con ellas!

—Podría llevarte a ti, aunque no quisieras.

—¡Tendrías que matarme antes! Inténtalo, acércate, toca uno solo de mis dedos, comete esa infamia aquí mismo, a las puertas de la casa de Dios...

—Sería muy fácil. Podría hacerlo sin que se cayeran las torres de la iglesia. Pero ya te lo dije antes... No quiero nada que se consiga en esa forma... De ti no quiero nada...

—¿Por qué vienes entonces a atormentarme de esta manera? ¿Qué pretendes aún de mí? ¿Qué esperas? ¿Qué mal te hice nunca?

—¿Y qué sé yo hasta dónde eres culpable del mal que me hicieron? Victima o cómplice, no sé lo que eres, ni quiero saberlo. Llegué sólo a decirte que no pretendas manejarme otra vez, que no te serviré más de juguete, que me quedaré para pelear, para luchar contra ese protegido de la suerte que me lo usurpó todo al nacer, para arrancarle uno a uno los dones que le dieron. Dile que se cuide, que se defienda, que se apreste, porque Juan sin nombre está en pie de guerra...

—Pero, ¿por qué? ¿Por qué?

—¡Por que tú le quieres! No vayas a decir que no le quieres, para alejar de mí el odio...

—¿Le odiarías tú por eso?

—¡Le odio desde que tengo conciencia! Sólo una cosa quiero decirte: no salgas del convento, que no te vea jamás junto a él... Esta es la última vez que hablamos... Ahora sí, definitivamente, siempre que cumplas tu palabra, siempre que al romperse esa cadena, de la que tanto deseas librarte, no sea para burlarte de mí otra vez. Vuelve a tu convento, Santa Mónica. El salvaje que soy, no te llevará por la fuerza...





—¿Y si yo quisiera seguirte?

Mónica ha temblado, espantada de su propia audacia. Ha esperado trémula, pero Juan retrocede en lugar de avanzar...

—Ya veo que sigues siendo capaz de todo. Tienes el mismo temple de esos cristianos que, según cuentan, iban cantando hacia las fieras. No es necesario tanto... Si algún día quieres venir a mí, que no sea bajo la presión de una amenaza, como sería en este momento... Así no me interesa...

Le ha vuelto la espalda bruscamente, ha echado a andar calle abajo, como arrepentido de haber hablado más de la cuenta, creyendo haber desnudado hasta el fondo de su alma tormentosa. Tal vez se aleja esperando una palabra, un gesto de ella, su nombre dicho en otro tono por aquellos labios en flor... pero la voz no llega, y Juan se pierde entre las callejuelas que van al muelle...

Jadeantes, cubiertos de sudor y de espuma, los dos caballos del hermoso tronco que arrastra el coche de los D'Autremont han llegado a la cima del desfiladero. Y superado el último obstáculo, sigue el carruaje la fácil marcha cuesta abajo, descendiendo a través de los bosques que arropan los cafetales, hasta los sembrados de cacao, de maní, de especies, cruzando frente a los grupos de los barracones, para enfilar al fin la bien cuidada carretera que lleva directamente al palacio campestre, mansión de piedra y mármol en medio de jardines, palacio real del pequeño reino, que hace exclamar a Sofía D'Autremont:

—¡Campo Real! Creí que no llegábamos nunca.

—Pues ya estamos aquí... Bueno, usted y yo por lo menos; Renato sigue en su residencia de las nubes...

Aimée ha mirado de reojo, burlonamente, el pálido perfil de Renato, cuya mirada azul delata la ausencia de su pensamiento. Sentado entre las dos damas, inmóvil y silencioso desde hace horas, no parece mirar su valle natal, más bello que nunca en la semipenumbra del atardecer. Frente a los amos, obligadas a una vecindad forzosa, Ana y Yanina parecen dos muñecas nativas: una de bronce, la otra de cobre claro...

—¿Habrá llegado a tiempo el mensajero que enviamos a avisar? —pregunta Sofía.

—Sin duda, madrina; seguramente nos esperan —asiente Yanina—. Y aunque no nos esperaran, usted sabe muy bien qué, con mi tío al frente, todo el mundo anda derecho, y las cosas estarían a punto, de todas maneras.

—¡Oh, miren, un jinete! —señala Aimée—. Y creo es nada menos que el bueno de Bautista... Pero, ¿qué es eso? ¿No viene montado en mi alazán? Efectivamente, aquél es mi caballo, el que me regaló usted para los esponsales, doña Sofía. ¿Qué pasa, me lo ha vuelto a quitar otra vez?

—Por favor, Aimée —interviene Renato con fastidio—. Si es tu caballo, hace perfectamente bien Bautista en montarlo. Ya te dije hace tiempo que ese caballo es demasiado brioso para ti. Nunca fuiste buena amazona y no debes montar en él...

Bautista ha saltado a tierra dejando las riendas del espléndido animal en manos de un mozo, y se apresura a abrir la portezuela del carruaje. Están frente a la escalinata principal, flanqueada por dos filas de sirvientes: ama de llaves, doncellas, lacayos, mozos de comedor y de cámara, el cocinero con sus cuatro ayudantes, y una fila interminable de limpiadores y jardineros. Tocando casi el suelo con sus cabellos entrecanos, se inclina Bautista ante doña Sofia y besa luego su mano en señal de respeto, al tiempo que declara sumiso:

—Que Dios la bendiga, mi señora. Campo Real estaba muy triste sin usted... Y que bendiga también a mi señor Renato y a mi señora Aimée...

—Conmigo puede usted ahorrarse las lagoterías, Bautista —rechaza Aimée despectiva—. Y hacerme el favor de no volver a tomar mi caballo. Es mío, y nadie más que yo montará en él.

—¡Te he dicho...! —empieza a enfurecerse Renato. Pero su madre interviene conciliadora:

—No le falta razón, Renato. Se lo regalé, es suyo, que lo guarde si quiere. Día llegará en que no nos opondremos a que tu esposa haga cuanto le plazca.