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Profundamente conmovida, Mónica ha estrechado contra su corazón al niño negro y ha besado su frente; luego, se aparta de él y marcha muy de prisa escaleras arriba...

Los dedos nerviosos han roto por tercera vez la carta apenas comenzada, y otra vez emprende, con pluma vacilante, la difícil tarea: hablar al que ama, sin hablar de su amor... Pasar como una esponja de suavidad sobre las escenas de su última entrevista, mientras su corazón apasionado destila la hiel y el fuego de los celos... Extender las palabras como un bálsamo sobre el rencor, mientras siente girar, como un torbellino, ideas y sentimientos... Firmar con una frase amable y fría, mientras las lágrimas caen ardientes, como si desmintieran cada falsa palabra de serenidad... Y al fin, cubrir de besos aquellas palabras heladas, sólo porque los ojos de él han de leerlas...

—Colibrí, ¿qué haces aquí? ¡No es éste el lugar a donde me gusta que entres! Te lo he dicho mil veces...

Los brillantes ojos de Colibrí han girado con expresión de susto, pero no retrocede. Está frente a la mesa desnuda de un cafetín del puerto, donde Juan ha apurado copa tras copa. Es más de medianoche, y, en el lugar casi desierto, los pocos parroquianos que quedan están lejos, junto al fonógrafo que desgrana las notas picarescas del último can can, enfrascados unos en sus juegos de naipes y otros en sus vasos de ajenjo...

Juan sacude la cabeza, mirando con fijeza al muchacho. Ahora, sus ojos están turbios, su razón hundida como en un letargo; pero, a través de todo eso, contempla los ojazos vivos, el rostro oscuro de expresión inteligente, la actitud a la vez tímida y decidida del muchachuelo, y lo amenaza:

—Si no sabes obedecerme, le daré orden a Segundo de que no te deje bajar de la goleta... Y ahora...

—No se ponga bravo, patrón. Tenía que esperar a que estuviera usted solo. Por eso entré... Tengo una carta del ama, que me dijo se la diera cuando no hubiera nadie, y claro que aquí hay gente, pero...

—¡Dame esa carta!

Juan se ha puesto de pie. Como bajo un soplo que barriera las nubes, su frente se serena. Su ancha mano se extiende, atrapando a Colibrí, obligándole a acercarse... Casi de un manotazo ha tomado el sobre lacrado donde la pluma de Mónica escribiera su nombre. Como si aún no acabase de comprender, lo rasga bruscamente y recorre con la turbia mirada las apretadas líneas de fina letra, mientras se crispan sus labios en una mueca, al leer:

—Al señor Juan del Diablo, a bordo del Luzbel... ¡Menos mal que ya no soy Juan de Dios para ella! —Ávidamente, lee y relee cada palabra, salpicando la lectura de sarcásticas observaciones—: Una carta muy fina, muy correcta... Mi apreciado Juan... Menos mal que me aprecia... Cuando ésta llegue a tu poder, ya estarás lejos... Pues no, señorita Molnar; estoy cerca, demasiado cerca. Creo que te diste demasiada prisa en traerla, Colibrí, pues era una romántica carta de despedida, para ser leída en un viaje sin regreso... Confío en tu promesa de que te alejaras, de que seguramente no volveremos jamás a vernos... Es gracioso cómo lo arregla todo a su gusto. Tampoco puede negarse que es inteligente... y te doy las gracias por la generosidad que ese alejamiento representa... ¿Estás oyendo, Colibrí? Me da las gracias por el favor de no volverme a ver. El tribunal me absolvió, pero ella me condena al eterno destierro. Y no es que me interese demasiado esta maldita isla, pero nací en ella y tengo tanto derecho como cualquier D'Autremont...

—El ama estaba llorando cuando me dio esa carta, patrón —observa Colibrí—. Y me abrazó, y me besó muchas veces, y habló bien de usted, patrón... Dijo que usted era generoso y bueno...

—Generoso y bueno, ¿eh? ¡Maravilloso! —se burla Juan en tono sarcástico y mordaz—. Hasta Santa Mónica practica el sistema de fastidiar hasta el límite a los que son generosos y buenos. Te dio esta carta para mí, te dijo que me la entregaras en el mar, cuando ya estuviéramos lejos, ¿verdad?

—Me dijo que cuando usted estuviera solo, y que no importaba que fuera cuando ya estuviésemos de viaje... Pero acabe de leerla, patrón...

—¿Para qué? Ya sé perfectamente lo que dice, lo que puede decir desde el principio al fin... Perdóname si ayer no supe hablarte con la serenidad que hubiera querido, y decirte que sólo gratitud guardo para ti... ¡Gratitud! ¡Qué palabra más socorrida es ésta! Adiós, Juan... Que seas feliz como yo te lo deseo... Que en otras tierras encuentres la felicidad que mereces, y que la triste sombra que pude ser en tu vida, se borre totalmente, ya que pronto van a romperse las cadenas con que otros nos ataron. Nunca olvidaré la bondad que te debo, aunque yo sí te suplico que la olvides totalmente, evitándote hasta el esfuerzo de compadecerme... ¡Lindas palabras para despacharme contento!





Ha ido hacia la puerta del cafetín, congestionado el rostro, turbios los ojos, estrujando en su puño cerrado aquella carta, cuya helada cortesía le hiere y le punza como la peor de las ofensas... Hacia el lado del mar, sobre las aguas de la bahía, un resplandor sonrosado asoma débilmente... Es el amanecer... Colibrí ha seguido sus pasos, tembloroso, los gruesos labios entreabiertos, e indaga:

—Patrón, ¿qué va a hacer?

—¡Nada! ¡Déjame en paz! ¡Vete! ¡Lárgate! ¡Espera! ¿Qué es eso que se oye?

—¡Oh! Las campanas del convento. Ya es de mañana, y allá, en la iglesia del convento, dicen misa bien temprano... todavía de noche, patrón...

—¡Misa de alba... Para los más devotos, para los más fíeles... Seguramente es la que escucha Santa Mónica. ¡Pues allí la veré!

En efecto, es la primera misa del día en la iglesia del Convento de las Siervas del Verbo Encarnado. Ya han abierto la puerta lateral, ya arden en el altar las blancas velas y, como cada madrugada, van llegando los escasos fieles: viejas beatas, gentes de luto riguroso, alguien que cumple una promesa... La parte de la iglesia destinada al público, está casi desierta, y en la anexa capilla de las monjas, separada del resto por una reja, llegan en movimiento suave las blancas filas de novicias, las negras filas de profesas... Una mujer va tras las últimas... Viste de negro, aunque no son sus ropas monjiles, y un grueso velo envuelve su cabeza, casi cubriendo el fino rostro de color ambarino... Es Mónica... Desde lejos la reconoce Juan, que con paso audaz ha llegado hasta aquella reja. No necesita hablar ni hacer el menor ruido. Rápidamente, la cabeza de Mónica se vuelve como si aquella mirada de fuego que la persigue fuera algo tangible...

—Tengo que hablar contigo en el acto —declara Juan en voz baja pero enérgica—. ¿Sales, o entro?

—¡Juan! ¿Estás loco? —Mónica ha vacilado. Entre los hábitos cercanos, hay un movimiento de sorpresa, algunas cabezas se vuelven, y Mónica parece decidirse... cruza la pequeña puerta de resortes que da acceso a través de la verja y, sin mirar a Juan, va hacia el cercano pórtico de la iglesia—. Supongo que has perdido la razón...

—¿Tú crees? Si tenemos en cuenta quién eres y quién soy, debes pensar que sólo loco podría atreverme a exigir tu presencia del modo que lo he hecho. Pero no, no estoy loco. En mi mundo los derechos se toman. Y aún tengo derecho a obligarte a verme y a escucharme, porque todavía no está rota esa cadena de que tan elegantemente hablas en tu carta, aún tengo derecho a llamarte, y tienes que venir aunque no quieras... Pero no te alarmes, no pongas esa cara de espanto...

—No es espanto lo que siento. Te entregaron mi carta en mal momento, ¿verdad? Regresabas de una juerga... De jugar, de beber... tal vez de los brazos de una mujerzuela...

—¿Qué estás diciendo? —reclama Juan en un arranque de ira.

—Sólo así se comprende esta manera de llegar hasta aquí. Ya sé que soy tu esposa y que no se ha roto mi cadena; pero ni aun esa cadena te da derecho a acercarte de ese modo, a proceder en la forma que lo has hecho. Tengo la desgracia de ser tu esposa, pero no puedes tratarme como a una cualquiera...