Добавить в цитаты Настройки чтения

Страница 11 из 68

—¿Por qué llega hasta aquí a atormentarte? No es necesario que me lo digas... el verdadero culpable no es él, soy yo. Por eso a él le perdonas y a mí me desprecias.

—No, no, Renato no te desprecio. Te comprendo más de lo que crees. Ya sé lo que es sentirse enloquecer y cegar de celos. Pero, aun comprendiéndote, aun perdonándote de todo corazón, el mal que hiciste está hecho.

—Ya lo sé. Pero hay algo que no puedes negarme, un derecho que a nadie se le niega: luchar para reparar mi locura, remediar ese mal, aunque para hacerlo derrame la última gota de sangre que me quede en las venas...

—Ni con sangre, ni con dinero, ni con nada puede volverse el tiempo atrás, Renato. Olvídate de mí, olvídate de él... vuelve a tu Campo Real, sigue tu vida. Si algo puedo pedirte, si algo puede darme tu amor, que sea eso...

—Me pides lo único que no puedo darte, lo único que no podré hacer. Mi vida no me pertenece, es tuya, aunque tu no la quieras.

Mónica ha ido a replicar, pero las cercanas cortinas se han entreabierto y por ellas asoman las blancas tocas de la abadesa. Muy despacio se acerca a Mónica, mientras en la alta torre de la iglesia, las campanas llaman para la oración de la tarde. Silenciosamente fija la Madre una mirada elocuente en el pálido rostro de Renato, que parece volver al mundo, refrenando sus desbordados sentimientos:

—Perdóneme, Madre; mi visita ha sido larga e inconveniente. Debo retirarme en el acto, y lo haré. Sólo me resta rogarte, Mónica, que no me condenes definitivamente sin oírme otra vez. En mi casa, en casa de tu madre, donde tú lo desees...

—Te dije mi última palabra, Renato: olvídate de todo esto, vuelve a tu Campo Real. Si el Santo Padre accede a mis deseos, no saldré jamás de este convento. Vamos, Madre, seguramente que en la iglesia la esperan. Perdóneme, y sosténgame...

4

JUAN CRUZA A LARGAS ZANCADAS la plazuela en declive... Ha seguido calle abajo como si cruzara un mundo nuevo, y apenas refrena un poco el paso cuando la voz fatigada de su único amigo, suplica doliente:

—¿Quieres matarme? ¡No puedo correr de esta manera! Eres un desconsiderado... ¿Piensas que tengo tus años y tus piernas? ¡No puedo correr así!

—Con no venir detrás de mí, se ahorra la carrera... ¿Quiere dejarme en paz, Noel?

—Después de todo, creo que es lo que tengo que hacer. No te interesa mi amistad, te molesta tenerme al lado tuyo... Eres como el mendigo ciego, lo bastante loco para echar a palos al perro que le sirve de lazarillo.

—¡No soy ningún mendigo!

—¡Ni yo ningún perro! —se indigna el viejo notario—. ¡Diablo de muchacho! Estoy hablando en sentido figurado... Pero no te preocupes, si quieres de verdad que te deje en paz, definitivamente te dejo.

—Estese quieto —suplica Juan con afectuosa autoridad—. No me atormente más. ¿Es que no se da cuenta?

—Saliste como un rayo, me pasaste por delante como si no me vieras... Supongo que olvidaste que habías ido conmigo al convento. ¿Por qué no me invitas a un jarro de cerveza? Mira qué buen lugar hay en aquella esquina para que refresquemos.

Juan ha bajado la cabeza para mirar el rostro del anciano, la redonda cabeza ya casi calva, los pequeños ojuelos claros, a la vez maliciosos e ingenuos, aquel conjunto humilde de inteligencia y de bondad que repentinamente le conmueve al extremo de hacerle echar el brazo sobre los hombros del notario y disculparse:

—Sí, Noel... Usted no tiene la culpa de nada. Su consejo fue bueno, pero su buena voluntad y mi impulso sincero chocaron contra la eterna muralla en la que todo lo mío se estrella. No soy nadie para su corazón, no significo nada para ella...

—¿Le hablaste de verdad, sinceramente?





—Empecé a hacerlo, pero apenas me dio tiempo. Es muy avara de sus minutos, los necesita todos para sufrir por él, para llorar por él. Tiene voluntad para rechazarle, mientras legalmente sea un imposible para ella; pero él la ronda con terquedad, lucha con todas sus fuerzas para separarla de mí y quizá para ser libre él también... No es que yo lo sepa, pero, ¿qué otro camino les queda?

—Bueno, tú y yo sabemos la verdad con respecto a la que es su esposa. Sabemos cosas que de saberlas él...

—Le harían matarla, no por amor, que ya no la quiere, sino porque es todo un caballero, un D'Autremont-Valois... Y me buscaría a mí también... ¡Si viera cómo lo deseo, qué placer sería!

—¿Estás loco?

—No tenga miedo. No será si él no me desafía, si él no me ofende. Lo he prometido a Mónica. Se lo prometí, y me alejé, huí, no pude soportar ver en sus ojos lágrimas de gratitud. Me alejé por no enloquecer, por no ver asomada a sus pupilas la imagen de otro nombre y sentir el deseo de apretar también su cuello... Se acabó todo, ahora si que terminó todo. Esta misma noche zarpará el Luzbel, y en él me alejaré para siempre... Pero no hablemos más de eso. ¿Quiere todavía su jarro de cerveza? ¡Entremos!

—Dime antes una sola cosa. Me dijiste que tenías que hacerle una pregunta, de la que dependía tu vida futura... ¿Llegaste a hacerla?

—No, Noel. ¿Para qué? Todo me dio la respuesta... Quería invitarla a un viaje, llevármela esta misma noche, arrancarla de aquí, sacarla de esa tumba donde agoniza por un amor que es imposible para ella, mirar sus ojos bajo otra luz, bajo otros cielos, arrancarle como a un ídolo las mil túnicas falsas en que su alma se envuelve, y volver a sentir su corazón entre mis manos... Escuchar el latido de su sangre bajo las estrellas, y entonces, sólo entonces, preguntarle si el amor de Juan del Diablo es algo para ella... De otro modo, no lo haré, no lo haré aunque me muera...

—Eres terco, Juan... Bueno, bebamos ese jarro de cerveza...

—¡Colibrí! Pero, ¿estás aquí todavía?

—No me quería marchar sin verla otra vez ya que usted me dijo que no podía volver a entrar. Por eso me escondí y me quedé esperándola. El patrón me dijo que yo tenía que estar con usted para atenderla, para servirla, pero si usted me echa...

Dolorosamente, Mónica se ha acercado al niño negro, atrayéndole a sí. Es ya casi de noche, las sombras del crepúsculo envuelven aquel jardín cercado de altas tapias donde Colibrí ha aguardado, escondido entre los arbustos, el momento de verla otra vez. Y con el muchachuelo de ojos ingenuos, parece llegar de nuevo hasta Mónica una oleada de aquel mundo distinto, extraño, con el que inútilmente se ha propuesto romper.

—Que Dios te bendiga por haberme esperado, Colibrí. Pienso que es él quien te dio la idea de aguardarme.

—¿De veras, mi ama? ¿No se pone brava porque antes no la obedecí? ¿Hablará conmigo siempre que yo me cuele por arriba de las tapias?

—Hablaré contigo ahora; y tendré que agradecerte un último favor. Si no fueras tan niño, tal vez te hablaría... Pero es demasiado para ti.

—¿Y me va a dejar estar a su lado siempre?

—No, Colibrí, tendrás que irte. Tu lugar está junto a Juan, a él se lo debes todo... lo que él hizo por ti, sería una ingratitud que lo olvidaras. Volverás junto a él y le llevarás una carta mía. Esta tarde nos separamos de un modo violento. Lo llamé, le grité que se detuviera. No quiso escucharme. Supongo que fue culpa mía, pues lo exasperé, lo enfurecí, le hice perder la paciencia. En realidad, no tengo derecho a forzar sus confidencias, a asomarme al fondo de su corazón. Él nunca dijo que su corazón era mío... Hablo tonterías. No pretendo que entiendas, Colibrí, pero tengo que decirlo, porque los sentimientos, aquí dentro, llegan a pudrirse cuando se calla y se calla. Por eso hablo y hablo, y tú debes pensar que me he vuelto loca... Me vas a esperar aquí. No será mucho rato. Bajaré en seguida... Son sólo unas líneas...

—Si es una carta para el patrón, se la llevo en seguida. A todo lo que me den los pies, corro.

—No se la entregarás sino cuando estés a solas con él. No importa que pasen las horas ni los días; no importa que se haya hecho a la mar el Luzbely que ya no se distinga la tierra de la Martinica... Hasta entonces, si antes no puedes, se la entregarás tú. Tal vez no le importe, tal vez mi carta le haga sonreír, tal vez la arroje al mar sin acabar de leerla; pero quiero que se la lleves. Espérame... espérame...