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Mónica ha secado sus lágrimas, ha alzado la cabeza... Apoyadas las manos en los brazos de la butaca, lo mira frente a frente... Otra vez las cosas tienen para ella un sentido extraño, otra vez todo parece borrarse, menos las pupilas de aquel hombre, menos el inconfesado encanto de su presencia... Quisiera retenerle allí hora tras hora, con ese deseo ardiente, única luz en el torbellino de sus sentimientos desbordados, de su mente enloquecida de sufrir y pensar... pero ya de nuevo florece la ironía amarga en los labios de Juan:

—Supongo que será la influencia de las bendiciones nupciales, pero no puedo desentenderme totalmente de ti, al menos mientras no tengas la respuesta satisfactoria a esa solicitud de anulación que pretendes... ¿La enviaste ayer? Esas cosas tardan, ¿sabes?

—¿Quién te habló de eso? ¡Aimée! ¡Aimée! —afirma Mónica con angustia, adivinando de pronto—. ¿Hablas con ella? ¿La ves?

—La vi anoche, y me trajo buena suerte...

—¿Cómo? ¿Qué estás diciendo?

—Tu caballero D'Autremont perdió más de cien mil francos, y fui yo quien se los ganó. Por supuesto, se trata de dinero, y eso no le afecta mucho. Tiene demasiado...

—¿Jugaste tú con Renato, y estaba Aimée con ustedes? —inquiere Mónica en el colmo del asombro.

—¡Oh, no! ¡Qué ocurrencia! Ellos no van juntos al lugar en el que nos encontramos. Ambos frecuentan garitos y tabernas, pero no juntos, claro está. Eso es lo que se llama corrección, decencia... Yo, desde luego, no sabía cómo eran esas cosas, pero ya voy aprendiendo...

—¡No, no es posible, no ha ocurrido nada de eso! Lo dices para burlarte de mí, para poner en ridículo a Renato, para...

—Nada de eso. Puedo enseñarte los billetes, si no crees en mi palabra. Ahora tengo lo bastante para empezar a ser lo que ustedes llaman un hombre de bien. El notario Noel me ha convencido que eso es cuestión de tener un poco de dinero y de emplearlo productivamente. No importa que el dinero venga de la mesa de juego. Si tengo casa propia, si hallo una forma de que los demás trabajen para mí, en vez de hacerlo yo personalmente, empezaré a resultar menos indigno para esposo de una Molnar...

—¿Adónde vas a llegar, Juan?

—A la única pregunta que en realidad tengo que hacerte. ¿También ha solicitado anulación de su matrimonio el caballero D'Autremont? ¿También él va a romper sus cadenas? Respóndeme a eso, Mónica. ¡Me importa demasiado tu respuesta!

Mónica se ha puesto de pie temblando, mientras Juan va hacia ella, tomándola por las muñecas en un impulso irresistible. Ahora sí, decidido y fiero, quiere sondear un alma a través de la azul mirada de Mónica. Su vida entera está pendiente de aquella palabra, pero Mónica está demasiado ciega, su corazón está sordo a fuerza de sufrir, y no llega hasta ella, no percibe el grito desesperado de otro corazón asomado al fondo de las falsamente irónicas palabras de Juan. También ella se revuelve envenenada, también ella siente en los labios la amarga bocanada de los celos, cuando pregunta a su vez:

—¿Quieres saber si Aimée queda libre? Ella es la que te interesa, ¿no es cierto?

—¿Aimée...? —desprecia Juan con sarcástica risa.

—¿Por qué te ríes? ¿Por qué pretendes hipócritamente aparentar que no te importa? Anoche fue a buscarte... todavía anoche estuviste con ella, y por ella espías y hurgas en mi vida. La quieres, la quisiste siempre... ¡Pero no me importa, puedes estar seguro!

—De eso sí lo estoy, Mónica; ya sé que te importa él.

—¡No me importa nadie... ya no me importa nadie!





—No te esfuerces. Conmigo puedes ser sincera. Ya lo fuiste una vez, en otro ambiente, en un lugar en el que podía hablarse claro, en el que hubieras podido llorar a gritos y proclamar tus penas. Allí fuiste sincera, allí me hablaste de tu amor, allí confesaste lo que ahora pretendes negarme...

—También tú una vez fuiste sincero; también una vez desnudaste tu alma. ¿Ya no lo recuerdas? No hablabas de amor, no... tú nunca hablas de amor. Hablabas de venganza, y tu mirada hería como hubiese podido herir un puñal. La amabas, la amabas desesperadamente, aunque sólo injurias salían de tus labios, para ella, y hablabas de matarla cuando soñabas con sus besos, y maldecías su nombre mientras pretendías llevártela por la fuerza, saltando por todo con tal de conseguirla... ¡No lo niegues, no lo niegues ahora! ¿Piensas que no sé que tu barco esperaba en la costa para llevarla a ella? ¿Te atreverás a negar...

—¡No niego nunca nada de lo que hago! Sí, así fue. Quise llevármela de Campo Real. Era mi venganza... ¡yo ya no sentía amor por ella! Quería llevármela porque estaba loco, porque pensaba que sólo con sangre se saciaría mi sed. ¡Quería matarla con mis propias manos!

—Eso... eso... querías matarla con tus manos, pero cuando su vida estuvo en peligro, cuando otro y no tú era el que iba a matarla, preferiste bajar la cabeza frente a Renato y aceptarlo todo... ¡todo!

—¡También tú lo aceptaste todo, y fue por amor a él! ¿Vas a negarlo? ¿Vas a atreverte a negarlo?

—¡No lo niego! Ahora mis sentimientos no te interesan. Ni ahora ni nunca te interesaron. Si Renato va a romper sus cadenas, no lo sé, ni me importa. ¿No tiene ella otra forma de enterarse más que preguntándomelo a mí? Pues, entonces, busca tú a Renato y pregúntaselo cara a cara.

—¡Es justamente lo que voy a hacer!

—¡Juan! —lo detiene Mónica con un grito—. No... no vayas a él de esa manera... No choques con él...

—Otra vez tienes miedo. Otra vez lo aceptas todo, como entonces...

—Como entonces, no. Entonces lo acepté todo, ahora lo rechazo todo, pero no quiero que mis palabras te empujen a buscarlo, no quiero enloquecerte. Hablé como si yo también estuviese demente. Soy la última carroña, el último gusano a quien las pasiones arrastran y ciegan. ¡Por eso Dios no tiene piedad de mí!

Se ha desplomado sollozante otra vez, y Juan la mira apagándose lentamente en sus pupilas la llama que la cólera encendiera, sintiendo que su ira se transforma en hondo dolor, que sutilmente le penetra mientras se abren sus brazos en la triste actitud del que nada puede.

—Cálmate, Mónica, te lo ruego. No haré nada. Un momento me dejé llevar por la cólera, pero no lo buscaré si él no me busca; no lo buscaré, porque hay algo que sí no podría prometerte: respetar su vida. Cien veces me contuve frente a él, cien veces, al ir a extender las manos, al ir a alzar los puños, pensé que, al fin y al cabo, renegado y proscrito, es también sangre suya la que me corre por las venas... Tampoco yo quiero derramarla, Mónica. Hay algo que me paraliza, que me detiene: no quiero verter la sangre de mi hermano. Pero que no siga por ese camino, que no sea él quien cada instante me salga al encuentro, porque no miraré nada, puedes creer que no miraré nada la próxima vez... ¡Si quieres que viva, dile que se aparte de mi sendero, que se olvide de mí, como yo voy a olvidarme de él!

—¡Juan... Juan...! —Mónica ha alzado la cabeza, se ha puesto de pie tambaleante, pero esta vez Juan no se detiene. Ha salido del locutorio, ha cruzado los claustros como si un vendaval le arrastrase, y va como un rayo hacia las altas rejas que cierran la entrada principal, mientras inútilmente Mónica le llama—: ¡Juan... Juan...!

—¡Mónica! ¿Qué te pasa? ¿Qué tienes? —indaga Renato acercándose a ella—. ¿Qué te ha hecho? ¿Qué ha osado contra ti...?

—¡Detenlo, Renato, haz que vuelva!

—Ya salió. Le vi cruzar como un relámpago. Es un canalla, no debiste recibirle a solas, pero voy a buscarle donde quiera que se encuentre. Te dejé porque me lo pediste, porque no tengo ningún derecho, porque mi amor se estrella contra tu rencor; pero, aunque no me quieras, aunque no me perdones nunca, siempre estaré a tu lado... Y él tendrá que aprender a respetarte...

—Nada hizo contra mí. ¿Es que no entiendes? Nada me ha hecho. Ningún mal quiere hacer a nadie... Es noble, es generoso, es bueno...