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—Para mayor desgracia de todos, Aimée. Y es justamente lo que fuiste capaz de hacer contra ella, siendo tu sangre, lo que me separa de ti. ¿Por qué fingías conmigo antes de casarnos? ¿Por qué te presentabas a mí como una niña enamorada, cándida y tímida? ¿Por qué enmascarabas, bajo sonrisas angelicales, tus violencias, tus ambiciones, tus apetitos? No se engaña a quien se ama... ¡Tú nunca me has querido!

—¿De dónde sacas eso? ¿Cómo te atreves a decirlo?

—Cayó la venda de mis ojos... Ella me quería... Tú pusiste en juego tus artes para desviarme, y ella fue demasiado noble para combatir con tus propias armas... Por eso la venciste. La vi fría, serena, alejada de mí, pensando primero en sus estudios, luego, en la religión; y a ti, en cambio, dulce y tierna como una niña. Me ofusqué, perdí el tino, fui torpe y ciego, pero no por mi cuenta... Me pusiste una trampa, y caí en ella... Entre las dos jugaron conmigo... O mejor dicho, jugaste tú con los dos... A ella, por su generosidad y nobleza; a mí, por mi inexperiencia de la vida, nos manejaste como quisiste... Y ahora, yo te digo: ¿Por qué? ¿Para que?

—Tus palabras son crueles, Renato. Yo no sé...

—¡Yo sí sé! Ya esa pregunta la respondí yo mismo. Querías la posición, el nombre y la fortuna. El amor, no, puesto que no me querías. Pues bien, tuyas son mi posición, mi fortuna y mi nombre. Eres la dueña de Campo Real, serás la madre de mi hijo, pero mi corazón y mi pensamiento no pueden pertenecerte. ¡Son de ella, con un amor tardío, con un amor que es como una planta venenosa, pero al que le he dado toda mi vida!

—¿Quieres decir que me arrojas de tu vida?

—Quiero decir que vamos ya por distintos caminos. Yo no quiero más que la libertad de ser todo lo desdichado que me siento, el derecho a no tener que fingir. No quiero ni palabras falsas, ni sonrisas forzadas, ni cortesías inútiles...

—¡Renato, mira lo que dices! ¡Me empujas a perder la razón!

—No lo creo. Pero, en último caso, no hay cuidado; ninguna de tus locuras será contra ti misma... eres demasiado egoísta.

—¡Me insultas! ¡Eres el último de los miserables!

—¡Mejor entonces si te libras de mí! Buenas noches...

—¡No... no vas a irte así!

—Me iré, hagas lo que hagas y digas lo que digas. No me interesas ya, Aimée. ¿Entendiste? Siendo de ti, todo me da lo mismo. No te molestes más por mí. Y ahora, con tu permiso, voy a decirle adiós a mi madre. —Y alejándose, alza un poco la voz—: ¡Bautista! ¡Bautista...!

—¿Llamaba el señor? —pregunta el interpelado, acercándose a Renato.

—¡Que me esperen con el caballo al pie de la escalera de la galería!

Renato ha dado sus órdenes en tono imperioso, y acto seguido se aleja con pasos rápidos, dejando confuso a Bautista, que sale de su abstracción ante la llamada de Aimée:

—¡Bautista... Bautista...! ¡Hace dos horas que estoy llamando a gritos! ¡Mi caballo, en seguida!

—¿Su caballo... su caballo? —balbucea Bautista profundamente sorprendido—. ¿La señora quiere decir...?

—Quiero decir que hagas ensillar mi caballo en el acto; el mío, el que ayer te tomaste el atrevimiento de montar sin mi permiso. Que lo ensillen en el acto. Quiero que esté al pie de la escalinata antes de que Renato se haya ido.

—Dios mío... Dios mío... ¿Qué va a pasar aquí? —se lamenta Bautista, alejándose para cumplir las órdenes recibidas.

—¡Ana... Ana...! Corre al cuarto de doña Sofía y dile que voy a salir a caballo... que voy a salir acompañando a mi marido, porque tengo perfecto derecho a ir con él y a seguirle.

—¿Y si está dormida?





—La despiertas, gritas, armas el mayor escándalo que te sea posible. Pero no estará dormida, porque Renato está allí...

—¿El amo Renato? ¿Y delante del amo Renato voy yo a decir...? —se extraña, llena de confusiones, la mestiza.

—¡Que te oiga él es lo que quiero! Dile que dije que iría con él de todas maneras, que no me importa morirme... ni tampoco que se pierda mi hijo... Quiero que todos lo oigan, que todos lo comenten... Golpea fuerte la puerta, y díselo a gritos, ¿entendiste? ¡A gritos...! ¡Corre ya...!

De un empellón la ha obligado a salir. Con la rapidez que le presta la ira, Aimée se echa la falda de montar sobre el traje que lleva, se calza las pequeñas botas y, empuñando la fusta, corre a la galería, para volverse con gesto furioso. Y como si aún Renato estuviese allí, amenaza:

—¡Aún puedo hacer algo que te moleste, Renato D'Autremont, aun puedo tener el desquite de hacerte sufrir!

Renato no ha reprimido el gesto de disgusto que le produce la presencia de Yanina, al pisar las habitaciones de su madre. Casi sin mirarla cruza la galería, deja atrás el gabinete de muebles desvaídos, y se asoma impaciente a la lujosa y anticuada alcoba... Como una sombra le ha seguido la doncella nativa, que explica:

—La señora ha salido, a ido a oír la misa de alba que cada día cinco hace decir en la Ermita de allá arriba, por el alma del amo don Francisco. La señora es muy reservada y hace muchas cosas así...

—Efectivamente, mi madre es muy reservada pero ya veo que no tiene reservas para ti.

—¿Le molesta a usted, señor Renato? Ya sé que he tenido la desgracia de desagradarle y que le ha pedido a la señora que me despida, pero la señora no deseó hacerlo y no lo hizo. El señor es muy cruel conmigo... me odia como si yo fuera la culpable de lo que le pasa. Y yo podría jurarle, que daría la sangre de mis venas, que daría la vida por...

Dolorida, ofendida, herida en lo más íntimo, ha retrocedido Yanina, oprimiendo contra su pecho aquel frasco que oculta en sus vestidos: el brebaje diabólico que en vano busca ocasión para usar, el último recurso que Kuma pusiera en sus manos... Y en los ojos de Renato se enciende como una llamarada de cólera violenta:

—¡Basta... basta! Estoy harto de tus manejos. No se da un paso en esta casa sin tropezar contigo. No conozco nada más odioso que una sirvienta entrometida, y tú eres peor que eso. ¿Cuándo vas a dejarme en paz? ¿Cuándo vas a no ocuparte más de mí?

—¡Es usted el más ingrato de los hombres! —estalla Yanina, roto ya el freno de la compostura—. Todo lo que le pasa, todo, lo tiene perfectamente merecido.

—¿Qué...? ¿Qué quieres decir?

—¡Lo que he dicho! Peor para usted si no lo entiende. Todo el mundo lo sabe, menos usted mismo... ¡Suélteme... déjeme salir! ¿No quiere que me vaya? ¡Pues me iré ahora mismo... me iré a donde no vuelva a verme nunca!

—Ahora no te vas sin decirme lo que empezaste. Acaba, habla, dilo todo. Vomita de una vez el veneno que tienes dentro, escupe la hiel que destilas... ¡Dime qué es lo que me pasa, qué es lo que saben todos! ¡Habla de una vez o...! —En el forcejeo en que se hallan trabados, ha caído al suelo, estrellándose, el frasco que Yanina guardaba celosamente en su pecho, y Renato pretende saber—: ¿Qué es eso? ¿Qué es lo que tenías escondido?

—¡Suélteme... déjeme! ¡No era nada...! ¡Una medicina...!

—¡Mentira! Un brebaje inmundo. Seguramente, un bebedizo de hechicería. ¡Era lo único que te faltaba para estar completa! Con razón le dije a mi madre lo que le dije. Eres lo que siempre pensé, lo que me pareciste desde el primer día... Y ahora sí vas a irte, ahora saldrás de esta casa para siempre, y sabe que si engañaste a mi pobre madre, nunca me engañaste a mí...

—¡No! ¡A usted sólo lo engañó ella! —escupe Yanina furiosamente fuera de sí—. Ella... ella, sí. Pero a ella se lo perdona usted todo porque ella...

—¡Dios mío... Dios mío...! —la interrumpe Ana, que llega gritando. Y al ver a Renato, exagerando la farsa, exclama—: ¡Ay, señor Renato! ¿Dónde está la señora Sofía? ¡La señora Aimée va a matarse...! ¡La señora Aimée va a matar al niño!

Renato ha soltado violentamente las muñecas de Yanina para volverse hacia la torpe doncella que gesticula y grita. Un instante la mira sin comprender, aun tenso de indignación y cólera, contenido con esfuerzo el impulso de apartarla de un manotazo, mientras, libre de las manos que la sujetaban, Yanina aprovecha el momento de huir.