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—En fin, mujer, vamos a dormir. Tengo la impresión de que nuestra situación empieza por fin a enmendarse. Deseemos suerte y un largo futuro por delante a Hugh y Mary…, nuestroshijos, que Dios los bendiga.
II
A eso de las ocho de la mañana siguiente, el reverendo John Hurley desmontó frente a la puerta de la casa de John Gray, ató el caballo y ascendió por los peldaños de la entrada. La familia lo oyó dar patadas en el suelo para sacudirse la nieve de las botas, y el señor Gray lanzó una burlona mirada a Mary y dijo:
—Me parece que Hugh llega un poco más pronto cada mañana, ¿no, cariño?
Mary se ruborizó y un destello de ufana satisfacción asomó a sus ojos, lo cual no le impidió correr a la puerta para dar la bienvenida… al hombre equivocado. Cuando el anciano clérigo se presentó ante la familia, anunció:
—¡Bueno, amigos míos, traigo una excelente noticia para vosotros!
—Así que eso nos traes, ¿eh? —dijo John Gray—. Suéltala, pues, Dominie, y luego con mucho gusto la superaré con otra noticia aún mejor.
Y dirigió una socarrona mirada a Mary, que bajó la cabeza.
—Bien, primero mi noticia y luego la tuya —propuso el anciano pastor—. Como sabes, David Gray lleva un mes en South Fork, atendiendo las propiedades que allí tiene. Y resulta que la otra noche se quedó a dormir en casa de mi hijo, y mientras charlaban salió a relucir que había hecho testamento hace más o menos un año, y ¿a quién dirías que deja hasta el último centavo de su fortuna? ¡Pues no a otra que a nuestra pequeña Mary aquí presente! Y te aseguro que en cuanto he leído la carta de mi hijo no he perdido ni un solo minuto. He venido derecho hacia aquí para informarte, porque, me he dicho, esto volverá a unir a esos hermanos distanciados, y gracias a Dios los veré otra vez en paz y armonía con estos viejos ojos míos. Te he devuelto el afecto perdido en tu juventud, John Gray. ¡Supera eso con una noticia mejor si puedes! ¡Vamos, cuéntame esa buena nueva!
La vida abandonó por completo el rostro de John Gray, quedando sus facciones paralizadas en un visaje de angustia y consternación. Uno habría pensado que acababa de enterarse de un tremendo desastre. Se palpó la ropa, eludió las inquisitivas miradas fijas en él, intentó farfullar una respuesta y no consiguió articular palabra. La situación empezaba a ser embarazosa. Para aligerarla, la señora Gray salió al rescate:
—Nuestrabuena noticia es que nuestra Mary…
—¡Cierra la boca! —ordenó John Gray.
Amilanada, la humilde madre enmudeció. Mary, perpleja, permaneció callada. El joven Tommy Gray se batió en retirada, como siempre que su padre sacaba el mal genio. No había nada que decir, y por consiguiente nadie dijo nada. Por un momento reinó un silencio en extremo incómodo, y finalmente el anciano clérigo se marchó de allí con tal desazón y tan mal talante como un hombre que hubiera recibido un puntapié cuando esperaba un cumplido.
John Gray deambuló de un lado a otro durante diez minutos, alborotándose el pelo y mascullando para sí con saña. Después se volvió hacia sus amedrentadas esposa e hija y advirtió:
—Escuchadme bien. Cuando el señor Gregory venga por su respuesta, decidle que la decisión es no. ¿Queda claro? La decisión es no. Y si no tenéis valor para decirle que yo prefiero no verlo más por aquí, dejadlo en mis manos. Se lo diré yo mismo.
—Padre, ¿no hablarás en serio…?
—¡No quiero oír una sola palabra, Mary! Hablo muy en serio. Eso es todo. Asunto zanjado.
Dicho esto, abandonó resueltamente la casa, dejando a Mary y a su madre con el corazón roto y lágrimas en los ojos. Era una clara mañana de invierno. El prado que se extendía desde la casa de John Gray hasta el horizonte era una alfombra de nieve homogénea y blanca. Continuaba tal cual había quedado tras la ventisca de la noche anterior, sin huella ni marca de ninguna especie.
Abriéndose paso a través de la nieve, John Gray se adentró en el prado, sin fijarse en la dirección que tomaba, ni importarle. Sólo deseaba espacio para dar rienda suelta a su mente. Éste fue poco más o menos el hilo de sus reflexiones: «¡Maldita sea mi suerte! Esto tenía que pasar precisamente en el momento más inoportuno, cómo no. Pero no es demasiado tarde, no es demasiado tarde, todavía no. Dave pronto sabrá que no hay ningún fundamento en las habladurías sobre el noviazgo de Mary y Gregory… si es que han llegado a sus oídos. Pero no, me consta que no, porque si se hubiera enterado, la habría desheredado en el acto. No, sabrá que nadie del clan de los Gregory puede atrapar a Mary…, ni echarle el ojo siquiera. Menos mal que ella nunca daría el sí a Hugh ni a ningún otro hombre sin mi consentimiento. Mandaré a paseo al señor Gregory en un santiamén. Y además haré correr la voz con la misma rapidez. ¡Qué es el dinero de Gregory comparado con el de Dave! Dave podría comprar veinte veces a todos los Gregory y aún le sobraría dinero. En cuanto se sepa por ahí que Mary heredará la fortuna de Dave, podrá elegir a su antojo en seis condados a la redonda. Pero ¿esto qué es?» Era un hombre. Un hombre joven, a juzgar por su aspecto, de menos de treinta años, vestido con una indumentaria de inusitado estilo y tendido en la nieve cuan largo era. Inmóvil estaba; era de suponer que inconsciente. Llevaba un traje de apariencia cara, así como diversas alhajas y adornos sobre su persona. Caídos junto a él, había un grueso abrigo de piel y un par de mantas, y a unos pasos una bolsa de mano. En torno a él, la nieve estaba un poco removida, pero más allá seguía intacta. John Gray echó una ojeada alrededor en busca del caballo o el vehículo que había transportado hasta allí al forastero, pero nada de esa índole había a la vista. Por otra parte, no se veían huellas de ruedas ni de caballo, ni de hombre alguno, salvo las pisadas que él mismo había dejado desde su casa. Era un auténtico enigma. ¿Cómo había llegado el forastero hasta aquel lugar, a más de un cuarto de milla del camino o la casa más cercanos, sin hollar la nieve ni dejar el menor rastro? ¿Acaso lo había arrastrado hasta allí el huracán?
Pero no era momento de indagar los detalles. Había que hacer algo. John Gray apoyó la mano en el pecho del forastero; aún lo tenía caliente. Se apresuró a frotarle las sienes heladas. Sacudió y zarandeó a su paciente, y le restregó la cara con nieve. Empezaron a advertirse señales de vida. La mirada de John Gray se posó en una petaca de plata caída en la nieve junto a las mantas. La cogió y vertió parte del contenido en los labios del hombre. El efecto fue alentador: el forastero se agitó y exhaló un suspiro. John Gray prosiguió con sus esfuerzos; incorporó al hombre hasta tenerlo sentado, y en ese instante los ojos cerrados se abrieron. Su mirada vagó con expresión confusa y mortecina, hasta detenerse brevemente en el rostro de John Gray y cobrar un poco más de vida.
«Ojalá hablara», se dijo Gray. «Me muero de curiosidad por saber quién es y cómo ha llegado hasta aquí. ¡Bien, va a hablar!»
Los labios del forastero se separaron y, tras uno o dos esfuerzos, brotaron estas palabras: