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A

Supongo que se podrá ganar dinero cogiendo textos cuyos derechos ya han caducado y publicándolos a bajo precio con un mínimo de gasto editorial: sin diseño, sin revisiones e incluso sin índice. No es una crítica -no del todo- gracias a esto me hice por un euro con varios clásicos nuevos. Me gustaría indicarles los relatos de este volumen, pero no sé donde tengo el ejemplar: cuando lo encuentre, los pongo.

Muchas de las narraciones no son muy conocidas -al menos por mí- y, en algunos casos, con razón. Pero otras son pequeñas joyas del humor que merecen ésta y otras reediciones. La del elefante blanco, feroz parodia de las novelas policiales. La rana saltarina, que encaja sin problemas en el universo de Tom Sawyer. El muchachito bueno, certero palo a los relatos moralizantes con escaso reflejo en el mundo real. Y las aventuras del agente de viajes un tanto inepto, de una comicidad desbordante.

Mark Twain

Narrativa breve

Un misterio, una muerte y un matrimonio

A Murder, a Mystery and a Marriage

En 1876 Mark Twain propuso al director de la revista “The Atlantic Monthly” un audaz proyecto editorial. Siguiendo una trama trazada por el mismo, se propondría a una docena de autores (algunos ya consagrados como Bret Harte, otros noveles como Henry James) que escrbieran un relato de similar extensión “a ciegas”, es decir, desconociendo mutuamente lo que cada uno había escrito. El proyecto no fraguó, siendo su único fruto el relato de Twain, cuyo manuscrito permaneció durante decadas dormido, extraviado… Salvo una limitadísima edición de 16 ejemplares en 1945, el relato “Un misterio, una muerte y un matrimonio” permaneció inédito 125 años.

I

En los aledaños de una aldea remota y aislada del suroeste de Missouri vivía un viejo campesino llamado John Gray. La aldea llevaba por nombre Deer Lick. Era un poblacho de seiscientos o setecientos habitantes, aletargado y disperso. Los vecinos tenían la vaga noción de que en el mundo exterior existían cosas como los ferrocarriles, los barcos a vapor, los telegramas y los periódicos, pero carecían de experiencia directa con ellas, y no les despertaban mayor interés que el que pudieran suscitarles los asuntos de la luna. Ponían toda su alma en los cerdos y el maíz. Los libros utilizados en la anacrónica escuela del pueblo habían pasado ya por las manos de más de una generación; el reverendo John Hurley, el senil pastor presbiteriano, esgrimía aún los horrores del infierno propios de una teología caduca; ni siquiera el corte de las prendas de vestir había cambiado desde tiempos inmemoriales.



John Gray, a sus cincuenta y cinco años, gozaba de la misma posición económica que cuando heredó su pequeña granja tres décadas atrás. Labrando sus tierras se ganaba escasamente el sustento, y con muchos sudores; de ahí no pasaba por grandes que fueran sus esfuerzos. En su día albergó ciertas ambiciones de fortuna, pero paulatinamente perdió la esperanza de amasarla mediante el trabajo de sus manos y al final se convirtió en un hombre hosco y desengañado. Le quedaba una oportunidad y nada más que una: encontrar un marido rico para su hija. Así pues, contempló con satisfacción la creciente confianza entre Mary Gray y el joven Hugh Gregory, ya que Hugh, amén de ser bondadoso, respetable y diligente, disfrutaría de una posición más que aceptable cuando a su anciano padre le llegara su hora. John Gray, por simple egoísmo, animaba al joven; Mary le animaba porque era alto, honrado, apuesto y candido, y porque prefería el pelo rojizo y rizado a cualquier otro. Sarah Gray, la madre, le animaba porque Mary mostraba especial simpatía hacia él. Sarah habría hecho cualquier cosa con tal de complacer a Mary, pues vivía sólo por y para ella.

Hugh Gregory tenía veintisiete años, y Mary, veinte. Mary era una criatura de corazón puro, delicada y hermosa. Era cumplidora y obediente, e incluso su padre sentía afecto por ella en la medida en que podía sentir afecto por algo. Hugh pronto empezó a visitar a Mary todos los días. Si el tiempo acompañaba, daban largos paseos a caballo y por las noches sostenían amenas e íntimas conversaciones en un ángulo del salón mientras los padres y el joven hermano de Mary, Tom, se mantenían a distancia, sentados al amor de la lumbre sin prestarles atención. La natural acritud de John Gray empezó a atenuarse por momentos. Gradualmente dejó de gruñir y reconcomerse. Su severo semblante adquirió una expresión satisfecha. Incluso sonreía de vez en cuando, a modo experimental.

Una tormentosa noche de invierno la señora Gray, radiante, llegó a la cama una hora después que su marido y dijo en voz baja:

—John, por fin hemos salido de dudas. ¡Hugh se le ha declarado!

—¡Repítelo, Sally, repítelo! —exclamó John Gray. Ella lo repitió—. Sally, me dan ganas de levantarme y gritar hurra. ¡No hay para menos! ¡Veremos qué dice Dave ahora! Ya puede hacer con su dinero lo que le venga en gana, lo mismo da.

—Tú lo has dicho, marido mío: lo mismo da. Y mejor así, porque, si había la más remota posibilidad de que tu hermano nos dejara su dinero, ya no la hay, pues odia a Hugh a muerte… Lo odia desde que, con malas artes, intentó apropiarse de la granja de Hickory Flat, y Hugh tomó cartas en el asunto para impedirlo.

—Olvida el dinero que hayamos podido perder por parte de Dave, Sally. Desde el día que reñí con Dave, hace ya doce años, me ha aborrecido cada vez más, y yo lo he aborrecido cada vez más a él. Mujer, las riñas entre hermanos no se arreglan así como así. Él se ha hecho más y más rico, y yo lo aborrezco por eso. Yo soy pobre, y él es el hombre más rico del condado…, y lo aborrezco por eso. ¡Vaya un dineral iba a dejarnos Dave!

—Bueno, ya sabes cómo mimaba a Mary antes de que riñerais, y por eso pensaba yo que quizá…

—¡Bah! Eran mimos de viejo solterón. Mary no habría sacado nada de ahí, te lo aseguro. Y aun si hubiera podido sacar algo, eso ahora, como tú dices, se acabó, porque Dave no le daría un solo centavo sabiendo que podía ir a parar a manos de Hugh Gregory.

—Dave es un viejo tacaño, lo mires por donde lo mires. Ojalá Hugh pudiera hospedarse en otro sitio cuando se queda a pasar la noche en el pueblo, y no bajo el mismo techo que David Gray El padre de Hugh ha intentado convencerle una y mil veces de que traslade la oficina a otra parte, pero él se aferra al contrato de arrendamiento. Dicen que de buena mañana se planta en la puerta de la calle, preparado para insultar a Hugh en cuanto lo ve bajar por la escalera. Según me contó la señora Sykes, una mañana, hace alrededor de un mes y medio, oyó a Dave insultar a Hugh cuando pasaban por allí tres o cuatro personas. Daba por hecho que Hugh le rompería la crisma, pero no fue así. Hugh conservó la calma y sólo dijo: «Señor Gray, si sigue haciendo estas cosas, el día menos pensado acabará mal». Dave, con toda su sorna, contestó: «Sí, ya, no es la primera vez que me lo dice, pero… ¿por qué no haceusted alguna cosa? ¿Para qué habla tanto?»