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se estremecía. Después te volviste y me ofreciste

un dedal de té brillante y metálico.

Tu perfil no ha cambiado. Los dientes relumbrantes

mordiendo el labio atento; la sombra de las largas pestañas

debajo del ojo; el durazno

bordeando el pómulo; la seda castaño oscuro

del pelo levantado por el cepillo desde las sienes y la nuca;

el cuello muy desnudo; la forma persa

de la nariz y las cejas: todo eso lo has conservado

y en las noches silenciosas escuchamos la cascada.

¡Ven que te adore, ven que te acaricie,

mi sombría Vanessa de rayas carmesí, mi bendita,

admirable mariposa! Explícame ¿cómo

en las sombras crepusculares de Lilac Lane,

has podido dejar que ese palurdo, este histérico John Shade

te humedeciera el rostro y la oreja y el hombro?

Hace cuarenta años que nos casamos. Tu almohada

cuatro mil veces por lo menos fue arrugada

por nuestras dos cabezas. Cuatrocientas mil veces

el gran reloj de ronco carillón de Westminster

ha dado nuestra hora común. ¿Cuántas veces más 280

los calendarios de propaganda adornarán la puerta de la cocina?

Te amo cuando, de pie sobre el césped,

miras algo en un árbol. "Se ha ido.

Era tan pequeño. Tal vez vuelva" (todo esto

dicho en un murmullo más suave que un beso).

Te amo cuando me llamas para que admire

la huella rosa de un avión sobre el fuego del poniente.

Te amo cuando canturreas haciendo

una valija o el cómico bolso del auto

con su cierre relámpago todo alrededor. Y te amo sobre todo 290

cuando con un cabeceo pensativo saludas su fantasma





y tienes su primer juguete en tu palma, o miras

una postal que te había mandado, encontrada en un libro.

Ella hubiera podido ser tú, yo, o cualquier mezcla rara:

la naturaleza me eligió para torcer y desgarrar

tu corazón con el mío. Al principio decíamos, sonriendo:

"Todas las niñitas son regordetas", o "Jim Mc Vey

(el oculista de la familia) corregirá ese ligero estrabismo

en poco tiempo". Y más tarde: "Será muy bonita,

ya verás", y tratando de calmar 300

la tormenta que se acerca: "Es la edad ingrata".

"Debería tomar lecciones de equitación", decías

(tus ojos y los míos no se cruzaban). "Debería jugar

al tenis, al badmington. ¡Menos feculentos, más fruta!

Tal vez no sea una belleza, pero es graciosa."

Era inútil, inútil. Los premios ganados

en francés y en historia, era divertido, sin duda;

en las fiestas de Navidad los fuegos eran violentos, sin duda,

y una pequeña invitada tímida podía quedar a un lado;

pero seamos justos: mientras los niños de su edad 310

hacían el papel de elfos y de hadas en el escenario

que ella había ayudado a pintar para la representación de la escuela,

mi dulce hija personificaba la Madre Tiempo,

una criada encorvada, con un cubo y una escoba,

y como un imbécil, yo me iba a llorar a los retretes de hombres.

Otro invierno desapareció, barrido por los limpianieves.

El Toothwort White frecuentó nuestros bosques en mayo.

El verano avanzó segando, ardió el otoño.

Ay, el deslucido pichón de cisne nunca se convirtió

en un pato Carolina. Y de nuevo tu voz: 320

"¡Pero es un prejuicio! Deberías alegrarte

de que sea inocente. ¿Por qué insistir tanto