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Tenía un cerebro, cinco sentidos (uno de ellos único),
pero en todo lo demás era un engendro ridículo.
En mis sueños nocturnos jugaba con otros chicos,
pero en realidad no envidiaba nada, salvo quizá
el milagro de una lemniscata trazada
en la húmeda arena por las ruedas descuidadamente
diestras de una bicicleta.
Un hilo de dolor sutil 140
que la traviesa muerte mueve, suelta después,
pero siempre presente, corre a través de mí. Un día,
acababa de cumplir once años, mientras tendido
en el suelo, contemplaba un juguete de cuerda
- un carrito de lata tirado por un muchacho de lata-
que pasaba entre las patas de las sillas y se perdía debajo de la cama,
irrumpió de pronto el sol en mi cabeza.
Y después la negra noche. Aquella negrura era sublime.
Me sentía disperso en el espacio y en el tiempo:
un pie en la cima de una montaña, una mano 150
bajo los guijarros de un arroyo jadeante,
una oreja en Italia, un ojo en España,
en las grutas mi sangre y en las estrellas mi cerebro.
Había sordas palpitaciones en mi Triásico; verdes
manchas ópticas en el Pleistoceno Superior,
y un estremecimiento helado en mi Edad de Piedra,
y todos los mañanas en mi huesecillo de la risa.
Durante un invierno, cada tarde
me hundí en aquel desmayo momentáneo.
Y después desapareció. Se borró su recuerdo. 160
Mi salud mejoró. Hasta aprendí a nadar.
Pero como un muchachito obligado a calmar
con su pura lengua la abyecta sed de una mujer,
fui corrompido, aterrado, fascinado,
y aunque el viejo doctor Colt me declaró curado
de lo que, decía, eran sobre todo males del crecimiento,
la maravilla dura y la vergüenza permanece.
CANTO SEGUNDO
Hubo un tiempo, en mi loca juventud,
en que sospeché vagamente que la verdad
sobre la supervivencia después de la muerte era conocida 170
por cada ser humano; sólo yo
no sabía nada, y una gran conspiración
de libros y personas me ocultaba la verdad.
Hubo un día en que empecé a dudar
de la cordura del hombre: ¿Cómo podía vivir sin
saber con certeza qué alba, qué muerte, qué castigo
aguardaba a la conciencia más allá de la tumba?
Y finalmente fue la noche insomne
en que decidí explorar y combatir
el inmundo, el inadmisible abismo 180
dedicando toda mi perversa vida a esta
tarea única. Hoy cumplo sesenta y un años. Los picoteros
picotean las bayas. Una cigarra canta.
Las tijeritas que estoy usando son
una deslumbrante síntesis de sol y estrella.
De pie delante de la ventana, me corto
las uñas y tengo una vaga conciencia
de ciertos parecidos fugitivos: el pulgar,
el hijo de nuestro almacenero; el índice, delgado y taciturno,
el astrónomo del College, Starover Blue; 190
el mediano, un sacerdote alto que conocí;
el femenino anular, una vieja coqueta;
y el auricular, un niñito prendido a su falda.
Y gesticulo mientras me corto las finas
pieles de lo que Tía Maud llamaba "cutícula".
Maud Shade tenía ochenta años cuando un brusco silencio