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- A propósito de novelas -dije-, usted se acuerda que una vez usted, su marido y yo decidimos que la obra maestra, mal acabada, de Proust era un enorme y demoníaco cuento de hadas, el sueño de un espárrago, sin relación alguna con cualquier tipo de gente de una Francia histórica, un travestissementsexual y una farsa colosal, el vocabulario de un genio y su poesía, pero nada más, dueñas de casa imposiblemente mal educadas, déjeme hablar por favor, y huéspedes peor educados todavía, peleas mecánicamente dostoievskianas y tolstoianos matices de esnobismo repetidos y estirados hasta una longitud intolerable, adorables marinas, avenidas fundentes, no, no me interrumpa, efectos de luz y sombra que rivalizan con los de los más grandes poetas ingleses, una flora de metáforas descripta, por Cocteau, creo, como un "espejismo de jardines suspendidos", y, todavía no he terminado, una absurda historia de amor, hecha de goma y cordeles, entre un pillastre joven y rubio (el ficticio Marcel) y una improbable jeune fillede pechos postizos, cuello ancho como el de Vronski (y Lyovin), y mejillas como nalgas de cupido; pero, y ahora déjeme terminar suavemente, estábamos equivocados, Sybil, estábamos equivocados al negarle a nuestro pequeño beau ténébreuxla capacidad de evocar el "interés humano": allí está, allí está, quizá más bien a la manera del siglo dieciocho o incluso del diecisiete. Se lo ruego, zambúllase o vuelva a zambullirse, araña, en este libro (ofreciéndolo), encontrará un lindo marcador que compré en Francia, quiero que John lo guarde. Au revoir, Sybil, tengo que irme. Me parece que mi teléfono está sonando.

Soy un zemblano muy taimado. Por si acaso había traído en el bolsillo el tercero y último volumen de la obra de Proust, en la edición de la Bibliothéque de la Pléiade, donde había marcado ciertos pasajes en las páginas 269-271. Mme. de Mortemart, habiendo decidido que Mme. de Valcourt no figuraría entre los "elegidos" de su velada, pensaba mandarle una nota al día siguiente que dijera: "Querida Edith, la echo de menos, anoche no la esperaba demasiado (¿cómo hubiera podido esperarme, se diría Edith, si no me había invitado?) porque sé que a usted no le gustan demasiado esta clase de reuniones, que más bien le aburren".

Tal fue el último cumpleaños de John Shade.

Versos 181-182: los picoteros… Una cigarra

El pájaro de los versos 1-4 y 131 está de nuevo con nosotros. Reaparecerá en el último verso del poema; y otra cigarra, dejando atrás su envoltura, cantará triunfante en los versos 236-244.

Verso 189: Starover Blue

Véase nota al verso 627. Esto recuerda el Juego Real de la Oca, pero jugado aquí con avioncitos- de lata pintada; más bien el juego de la oca salvaje (saltar a la casilla 209).

Verso 209: desintegración gradual





El espacio-tiempo es en sí mismo desintegración; Gradus vuela hacia el oeste; ha llegado a la gris azulada Copenhague (véase nota al 181). Pasado mañana (7 de julio) seguirá a París. Ha pasado velozmente por este verso y se ha ido, para volver pronto a e

Versos 213-214: Silogismo

Esto puede gustarle a un muchacho. Más tarde en la vida aprendemos que somos esos "otros".

Verso 230: un fantasma doméstico

Jane Provost, ex secretaria de Shade a quien visité recientemente en Chicago, me contó sobre Hazel mucho más que su padre; él al parecer no hablaba de su hija muerta y como yo no preveía este trabajo de investigación y comentario, no lo apremié a que tratara la cuestión y se desahogara conmigo. Es cierto que en este canto se ha desahogado no poco y que su retrato de Hazel es muy claro y completo; quizá demasiado completo, arquitectónicamente, pues el lector no puede menos de encontrar que ha sido desarrollado y elaborado en detrimento de ciertas materias más ricas y más raras a las que ha desplazado. Pero un comentador no puede eludir sus obligaciones, por aburrida que sea la información que haya de recoger y transmitir. De ahi esta nota.

Parece ser que a comienzos de 1950, mucho antes del incidente del granero (véase nota al verso 347), Hazel, que tenía entonces dieciséis años, estuvo comprometida en aterradoras manifestaciones "psicokinestésicas" que duraron casi un mes. Al principio, es de suponer, el poltergeistpretendía infundir a la perturbación la identidad de la tía Maud que acababa de morir; el primer objeto que entró en acción fue el cesto donde había guardado en otro tiempo a su skye terriersemiparalizado (raza que en nuestro país llamamos "perro sauce llorón"). Sybil había hecho eliminar al animal no bien hospitalizada su ama, provocando la ira de Hazel que estaba fuera de sí de desesperación. Una mañana esa cesta salió disparada del santuario "intacto" (véase versos 90-98) y avanzando por el corredor pasó delante de la puerta abierta del estudio donde Shade estaba trabajando; Shade la vio pasar silbando y desparramar su humilde contenido: una manta raída, un hueso de goma y un almohadón medio descolorido. Al día siguiente la escena de la acción se trasladó al comedor donde apareció uno de los óleos de la tía Maud ( Ciprés y murciélago) vuelto contra la pared. Siguieron otros incidentes tales como breves vuelos a cargo del álbum de recortes (véase nota al verso 90) y, desde luego, toda clase de golpes, especialmente en el santuario, que despertaban a Hazel de su sueño sin duda apacible en la habitación vecina. Pero pronto el poltergeist, a falta de ideas en relación con la tía Maud se volvió, si así puede decirse, más ecléctico. Todos los movimientos triviales a -ue se limitan los objetos en esos casos, se cumplieron en éste. Las cacerolas se estrellaban en la cocina; una bola de nieve apareció (quizá prematuramente) en la nevera; una o dos veces Sybil vio un plato volando como un disco y aterrizar intacto en el sofá; las lámparas se encendían en diversos lugares de la casa; las sillas iban, contorneándose, a reunirse en la intransitable despensa; aparecían misteriosos pedacitos de cordel en el suelo; invisibles juerguistas tambaleándose bajaban las escaleras en mitad de la noche; y una mañana de invierno Shade al levantarse, después de echar una mirada al tiempo, vio que la mesita de su despacho donde tenía un Webster como la Biblia abierto en la letra M, estaba afuera pasmada, posada en la nieve (subliminalmente, esto debe de haber contribuido a la génesis de los versos 5-12).

Me imagino que durante ese período los Shade, o por lo menos John Shade, experimentó una sensación de extraña inestabilidad como si partes del mundo cotidiano bien aceitado, se hubiesen desatornillado y uno comprobaba que alguno de los neumáticos rodaba al lado o que el volante se había soltado. Mi pobre amigo no podía sino recordar las dramáticas crisis de su infancia y preguntarse si no era esta una nueva variante genética del mismo tema, conservada a través de la procreación. Tratar de esconder a los vecinos estos horribles y humillantes fenómenos no era la menor preocupación de Shade. Estaba aterrado y destrozado por la compasión. Aunque nunca fue capaz de acorralar a la solemne, torpe, enfermiza y floja muchacha que parecía más interesada que asustada, él y Sybil nunca dudaron de que de rúguna manera extraordinaria Hazel fuera el agente de la perturbación que para ellos representaba (cito ahora a Jane P.) "una extensión exterior o una expulsión de demencia". No podían hacer gran cosa, en parte porque les desagradaba la moderna psiquiatría vudú, pero sobre todo porque tenían miedo de Hazel, miedo de herirla. Sin embargo tuvieron una conversación secreta con el viejo Dr. Sutton, erudito a la antigua, que los reconfortó. Estaban pensando en mudarse a otra casa, o más exactamente, se decían a voz en cuello el uno al otro, para ser oídos por quien pudiera estar escuchando, que estaban pensando en mudarse, cuando de pronto el espíritu maligno se fue, como ocurre con el moskovett, ese viento glacial, ese coloso de aire frío que sopla sobre nuestras costas orientales durante el mes de marzo, y una mañana uno oye a los pájaros, las banderas cuelgan flaccidas y los contornos del mundo están otra vez en su lugar. El fenómeno cesó por completo y fue, si no olvidado, por lo menos nunca más mencionado; pero qué curioso que no percibimos un signo misterioso de la ecuación entre el Hércules surgiendo del débil cuerpo de una niña neurótica y el fantasma turbulento de la tía Maud; qué curioso que nuestra racionalidad se sienta satisfecha con la primera explicación que se nos presenta cuando en realidad lo científico y lo sobrenatural, el milagro del músculo y el milagro del espíritu son inexplicables, como lo son todas las vías de Nuestro Señor.