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Se conjeturó entonces correctamente que si Odón había huido, también el Rey había huido. En una sesión extraordinaria del Gobierno extremista pasó de mano en mano, en un silencio consternado, un ejemplar de un periódico francés con el titular: ¿EL EX REY DE ZEMBLA EN PARÍS? La exasperación vindicativa más que la estrategia de Estado impulsó a la organización secreta, de la que Gradus era un oscuro miembro, a tramar la destrucción del fugitivo real. ¡Matones despreciables! Se los puede comparar a esos gamberros que se mueren por torturar al invulnerable caballero cuyo testimonio los ha enviado a la cárcel de por vida. Se sabe que esa clase de condenados se vuelven locos furiosos a la sola idea de que la evasiva víctima cuyos testículos quisieran retorcer y desgarrarlos con sus uñas, está sentada debajo de una pérgola en alguna isla soleada, o acariciando entre sus rodillas a alguna joven y linda criatura en serena seguridad… ¡y burlándose de ellos! Es de suponer que no hay peor infierno que la rabia impotente que sienten cuando los inunda la certeza de esa dulce e implacable alegría y destruye lentamente sus cerebros de brutos. Un grupo de extremistas especialmente fervorosos que se habían aplicado a sí mismos el nombre de Sombras se habían reunido, jurado perseguir al Rey y matarlo donde quiera que estuviese. Eran en cierto sentido las sombras gemelas de los carlistas y en realidad varios tenían primos o incluso hermanos entre los seguidores del Rey. Sin duda, el origen de cada grupo está en los diversos ritos violentos de las fraternidades estudiantiles y de los círculos militares, y su desarrollo puede estudiarse en términos de modas y antimodas; pero en tanto que un historiador objetivo asocia con el carlismo un prestigio romántico y noble, el grupo que es su sombra nos sorprende como algo definitivamente gótico y odioso. La grotesca figura de Gradus, cruza de murciélago y cangrejo, no era mucho más extraña que muchas Sombras, como por ejemplo, Nodo, el medio hermano epiléptico de Odón que trampeaba con los naipes, o un Mandevil loco que había perdido una pierna tratando de fabricar antimateria. Gradus era desde hacía mucho tiempo miembro de toda clase de anémicas organizaciones de izquierda. Nunca había matado, aunque hubiese estado a punto de hacerlo varias veces en su opaca vida. Sostuvo más tarde que cuando resultó designado para descubrir las huellas del Rey y asesinarlo, la elección fue decidida mediante un juego de naipes… pero no olvidemos que habían sido barajados y distribuidos por Nodo. Quizá el origen extranjero de nuestro hombre fue secretamente lo que determinó una candidatura que no expusiera a ningún hijo de Zembla al deshonor de un verdadero regicidio. Podemos imaginar bien la escena: la lúgubre luz de neón del laboratorio en un anexo de la fábrica de vidrio donde las Sombras se reunían aquella noche; el as de pique en el suelo embaldosado; la vodka servida en tubos de ensayo; las muchas manos que palmeaban la espalda redonda de Gradus y la sombría exaltación del hombre al recibir esas felicitaciones bastante traidoras. Situamos ese momento fatídico a las 0h. 05, del 2 de julio de 1959, que resulta ser también la fecha en que un inocente poeta escribió los primeros versos de su último poema.

¿Gradus era realmente la persona indicada para el trabajo? Sí y no. Un día, en su temprana juventud, cuando trabajaba como mensajero en una grande y deprimente fábrica de cajas de cartón, ayudó tranquilamente a tres compañeros a tender una emboscada a un muchacho del lugar al que deseaban darle una tunda porque había ganado una motocicleta en una feria. El joven Gradus consiguió un hacha y dirigió la tala de un árbol, pero el árbol cayó mal, no bloqueó del todo el caminito por el que solía andar, generalmente al crepúsculo, la despreocupada víctima. El pobre muchacho que venía zumbando hacia el lugar donde lo acechaban aquellos matones era un lorenés delgado, de aspecto delicado y había que ser realmente infame para envidiarle su inofensiva diversión. Lo curioso es que, mientras esperaban nuestro futuro regicida se quedó dormido en una zanja y se perdió así la breve refriega durante la cual el bravo lorenés hizo morder el polvo y puso fuera de combate a dos de los atacantes, mientras el tercero, pisado por la moto, quedó lisiado para toda la vida.

Gradus nunca tuvo verdadero éxito en la industria del vidrio a la que se dedicó una y otra vez, entre la venta de vinos y la impresión de folletos. Empezó fabricando ludiones-figuritas de vidrio de botella que subían y bajaban en tubos llenos de metileno, que se vendían en los bulevares durante la Semana de Ramos. Trabajó también como fundidor y más tarde como chapista en fábricas del Gobierno y fue, creo, más o menos responsable de las ventanas rojo y ámbar, notablemente feas, del gran lavatorio público de ruidoso pero colorido Kalixhaven frecuentado por marineros. Pretendía haber perfeccionado la luminosidad y el chirrido de las llamadas feuilles d'alarmeutilizadas por viticultores y horticultores para espantar a los pájaros. He clasificado las notas que a él se refieren de tal modo que la primera (véase la nota al verso 17 donde se bosquejan algunas de sus otras actividades) es la más vaga, en tanto que las siguientes se van aclarando a medida que el gradual Gradus se aproxima en el espacio y en el tiempo.

Simples resortes y espirales producían los movimientos internos de este hombre mecánico. Podía haber sido calificado de puritano. Una aversión esencial, formidable en su simplicidad, invadía su alma obtusa: aversión a la injusticia y al engaño. La unión de ambos -siempre iban juntos- le inspiraba un repudio terco y apasionado que no tenía ni necesitaba palabras para expresarse. Una aversión como esa hubiera merecido elogios de no haber sido el subproducto de la irremediable estupidez del individuo. Llamaba injusto y engañoso a todo aquello que superaba su entendimiento. Adoraba las ideas generales y lo hacía con un aplomo pedante. Lo general era divino, lo concreto diabólico. Si una persona era pobre y otra rica no importaba lo que había causado la ruina de uno o la riqueza del otro; la diferencia misma era injusta, y el pobre que no la denunciaba era tan malvado como el rico que la ignoraba. Las gentes que sabían demasiado, científicos, escritores, matemáticos, cristalógrafos, etc., no valían más que los reyes o los sacerdotes: todos detentaban una parte injusta del poder que habían quitado con imposturas a los otros. Un hombre sencillo y honesto debía esperarse alguna mala jugada astuta de parte de la naturaleza y de su vecino.

La revolución zemblana había dado muchas satisfacciones a Gradus pero también le había causado frustraciones. Un episodio sumamente irritante parece, visto con perspectiva, muy significativo por pertenecer a un orden de cosas que Gradus hubiera debido aprender a prever, cosa que nunca hizo. Un hombre que hacía imitaciones especialmente brillantes del Rey, el as de tenis Julius Steinma

(hijo del conocido filántropo), había eludido durante varios meses a la policía exasperada hasta el límite por la perfección con que parodiaba la voz de Charles el Bienamado, por la radio clandestina, en una serie de discursos en que ridículizaba al Gobierno. Capturado al fin, fue juzgado por una comisión especial, de la cual formaba parte Gradus, y condenado a muerte. El pelotón de ejecución hizo una chambonada y poco después el valeroso joven fue descubierto en un hospital de provincia donde se recuperaba de sus heridas. Cuando Gradus se enteró de esto, tuvo uno de sus raros accesos de cólera, no porque el hecho supusiera maquinaciones realistas, sino porque el curso limpio, honesto y ordenado de la muerte había sido contrariado de una manera sucia, deshonesta y desordenada. Sin consultar a nadie se precipitó al hospital, entró como una tromba, ubicó a Julius en una sala atestada y se las arregló para disparar dos veces, errando las dos, antes de que un robusto enfermero le arrebatara el arma. Volvió apresuradamente al cuartel general y regresó con una docena de soldados, pero el paciente había desaparecido.