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Pero pocos días después, el lunes 16 de febrero para ser más exacto, fui presentado al viejo poeta a la hora del almuerzo en el club de profesores. "Por fin presenté mis credenciales", como anoté, con cierta ironía, en mi diario. Me invitaron a sentarme con él y otros cuatro o cinco eminentes profesores a su mesa habitual, bajo una fotografía ampliada del Wordsmith College tal como era, inmóvil y destartalado, en un día del verano de 1903 particularmente sombrío. Su lacónica sugestión de que yo "probara el cerdo" me divirtió. Soy rigurosamente vegetariano y me gusta preparar mis propias comidas. Consumir algo que había sido manipulado por uno de mis semejantes, expliqué a los rubicundos convidados, era tan repugnante para mí como comerme una criatura humana, incluida -bajé la voz- la carnosa estudiante con cola de caballo que nos atendía chupando el lápiz. Además ya había terminado de comer las frutas que había traído en mi portafolios, de modo que me contentaría, dije, con una botella de buena cerveza del College. Mi actitud libre y sencilla puso a todo el mundo cómodo. Me hicieron las habituales preguntas acerca de si los eggnogsy los milkshakeseran o no permitidos a quienes pensaban como yo. Shade dijo que él era justo lo contrario: tenía que hacer un decidido esfuerzo para tocar una legumbre. Empezar una ensalada era para él como meterse en el mar un día frío, y siempre precisaba darse ánimos para atacar la fortaleza de una manzana. Yo no estaba todavía acostumbrado a las bromas y a las burlas más bien cansadoras que son habituales entre los intelectuales norteamericanos del tipo académico i
ato, y entonces me abstuve de decirle a John Shade, en presencia de esos viejos varones bromistas, cuánto admiraba su obra, para evitar que una discusión literaria seria degenerara en simple jarana. En cambio le pregunté acerca de uno de mis alumnos más recientes que también asistía a su curso, un muchacho taciturno, delicado, bastante maravilloso; pero sacudiendo enérgicamente su escarchada crin, el viejo poeta contestó que había dejado hacía mucho de memorizar las caras y los nombres de los estudiantes y que la única persona de su clase de poesía que podía visualizar era una señora oyente que usaba muletas. -Vamos, vamos -dijo el profesor Hurley-, ¿usted quiere decir, John, que no tiene una imagen mental o visceral de esa rubia impresionante que frecuenta Lit. 202?. -Shade, resplandeciendo en todas sus arrugas, tocó ligeramente la muñeca de Hurley para hacerlo callar. Otro torturador preguntó si era cierto que yo había instalado dos mesas de ping-pongen el sótano de mi casa. Le pregunté: -¿Es un crimen? -No -dijo-, ¿pero por qué dos? -¿Es un crimen doble? -le repliqué, y todos se echaron a reír.A pesar de un corazón desfalleciente (véase verso 735), de una leve cojera y cierta contorsión extraña al caminar, Shade tenía un gusto inmoderado por los largos paseos a pie, pero la nieve le molestaba y en invierno prefería que su mujer fuera a buscarlo con el coche después de las clases. Unos días más tarde, como me dispusiera a salir de la Sala Parthenocissus -o Sala Principal (o ahora, ¡ay!, Sala Shade)- lo vi afuera, esperando a que la Sra. Shade viniera a buscarlo. Me quedé a su lado un minuto, en los peldaños del peristilo, y mientras me ponía los guantes, dedo por dedo, mirando a lo lejos como si fuera a pasar revista a un regimiento: -Un trabajo bien hecho -comentó el poeta. Consultó su reloj pulsera. Un copo de nieve le cayó encima. -Cristal sobre cristal -dijo Shade. Le ofrecí llevarlo a su casa en mi poderoso Kramler. -Las esposas, Sr. Shade, son olvidadizas. -Irguió la hirsuta cabeza para mirar el reloj de la biblioteca. Dos radiantes muchachos vestidos con pintorescas ropas de invierno cruzaron riendo y resbalando la desolada extensión de hierba cubierta de nieve. Shade echó otra mirada a su reloj y, encogiéndose de hombros, aceptó mi ofrecimiento.
Le pregunté si no le importaba que tomara el camino más largo para detenerme en Community Center donde quería comprar unos bizcochos revestidos de chocolate y un poco de caviar. Dijo que encantado. Desde el interior del supermercado, a través de la vitrina, vi al viejo que se precipitaba a un bar. Cuando volví con mis compras, estaba de vuelta en el coche leyendo una revista que no pensé que un poeta se dignara tocar. Un eructo satisfecho me indicó que disimulaba un frasco de coñac en su bien arropada persona. Cuando doblamos en su calle, vimos que Sybil llegaba delante de la casa. Bajé con cortés solicitud. Ella dijo: - Como mi marido no cree en las presentaciones, hagámoslo nosotros mismos: usted es el Dr. Kinbote, ¿no es cierto? Y yo soy Sybil Shade. -Después se dirigió a su marido diciéndole que hubiera podido esperar un minuto más en su escritorio; ella había hecho sonar la bocinal llamadol subido todas las escaleras, etc. Me volví para irme, porque no deseaba presenciar una escena conyugal, pero ella me retuvo: -Tome un trago con nosotros -dijo- o mejor dicho conmigo, porque a John le está prohibido el alcohol. -Expliqué que no podía quedarme mucho rato porque iba a haber una especie de clase de trabajos prácticos en casa, seguida por un poco de ping-pongcon dos encantadores mellizos idénticos y otro muchacho, otro muchacho.
A partir de ese momento comencé a ver cada vez con más frecuencia a mi célebre vecino. La vista desde una de mis ventanas me proporcionaba un entretenimiento de primera, especialmente mientras esperaba a algún invitado tardío. Desde el segundo piso de mi casa la ventana del salón de los Shade era perfectamente visible mientras estaban desnudas las ramas de los árboles de follaje caduco que nos separaban, y casi todas las noches podía ver el pie en pantuflas del poeta balanceándose suavemente. Uno deducía que estaba sentado con un libro en un sillón pero no se podía ver nada más que el pie y su sombra moviéndose de arriba abajo al ritmo secreto de la absorción mental, en la luz concentrada de la lámpara. Siempre en el mismo momento la pantufla de cuero marroquí marrón caía del calcetín de lana del pie que seguía oscilando, aunque con una cadencia un poco más lenta. Uno sabía que la hora del sueño se acercaba con todos sus terrores; que en pocos minutos el pulgar tantearía y acosaría a la pantufla y desaparecería luego con ella de mi dorada campo de visión atravesada por la negra comba de una rama. Y a veces Sybil Shade pasaba con Id velocidad y los braceos de alguien que sale en un acceso de cólera de un lugar para volver poco después, con paso mucho más lento, como si hubiera perdonado a su marido su amistad por un vecino excéntrico; pero el enigma de su conducta quedó totalmente resuelto una noche en que, al marcar su número de teléfono mientras observaba la ventana, la induje mágicamente a repetir los movimientos apresurados y absolutamente inocentes que me habían intrigado.
Ay, mi tranquilidad de espíritu pronto se haría trizas. El espeso veneno de la envidia empezó a salpicarme no bien los suburbios académicos se dieron cuenta de que fohn Shade prefería mi compañía a la de todos los demás. Su risita burlona, mi querida Sra. C, no se nos escapó cuando yo ayudaba al viejo poeta cansado a encontrar sus galochas después de aquella aburrida reunión en la casa de usted. Un día que fui a la oficina de la sección de Literatura Inglesa a buscar una revista con una fotografía del 'Palacio Real de Onhava que quería mostrar a mi amigo, sorprendí a un joven profesor con chaqueta de terciopelo verde, a quien llamaré misericordiosamente Gerald Emerald, en el momento en que contestaba descuidadamente a una pregunta del secretario: "Me imagino que el Sr. Shade ya se ha ido con el Gran Castor". Es cierto que soy bastante alto y que mi barba castaña es bastante rica de textura y color; el apodo tonto evidentemente se me aplicaba a mi, pero no merecía atención alguna y después de tomar con calma la revista de una mesa cubierta de folletos, me limité a deshacer el nudo de la corbata mariposa de Gerald Emerald con golpe seco de los dedos al pasar delante de él. Hubo también la mañana en que el Dr. Nattochdag, jefe del departamento del que yo dependía, me rogó con voz formal que me sentara, cerró la puerta y después de volver a su sillón giratorio con aire sombrío, me instó a que "tuviera más cuidado". ¿Cuidado en qué sentido? Un muchacho se había quejado a su padrino de tesis. ¿Quejado de qué, por el amor de Dios? De que yo hubiera criticado un curso de literatura que él seguía ("un estudio ridículo de obras ridículas a cargo de una ridícula mediocridad"). Con una carcajada de verdadero alivio, abracé al bueno de Netochka, prometiéndole que nunca más volvería a ser malo. Aprovecho esta oportunidad para saludarlo. Siempre se comportó con una cortesía tan exquisita conmigo, que a veces me pregunto si no habría sospechado lo que Shade sospechaba y lo que sólo tres personas (dos administradores y el presidente del College) sabían con certeza.