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En mis notas al poema el lector hallará estas variantes suprimidas. Sus lugares están indicados o por lo menos sugeridos por los esbozos de los versos definitivos situados en su vecindad inmediata. En cierto sentidol muchos de ellos son artística e históricamente más valiosos que algunos de los mejores pasajes del texto definitivo. Debo explicar ahora cómo fue que la edición de Pálido Fuegoquedó a mi cuidado.
Inmediatamente después de la muerte de mi querido amigo, convencí a su desconsolada viuda de que se adelantara, para anularla, a las pasiones comerciales y a las intrigas académicas que no dejarían de concitarse en torno al manuscrito de su marido (depositado por mi en un lugar seguro aún antes del entierro de su cuerpo), firmando un acuerdo en el sentido de que él me había entregado el manuscrito, que yo lo haría publicar sin tardanza, con mis comentarios, en una editorial elegida por mi; que todos los beneficios, con excepción del porcentaje del editor, lo corresponderían a ella, y que, el día de la publicación, el manuscrito sería entregado a la Biblioteca del Congreso para su conservación permanente. Desafío a cualquier crítico serio a que demuestre la incorrección de este contrato. Sin embargo ha sido calificado (por el antiguo abogado de Shade) de "fantástico fárrago de malignidad", en tanto que otra persona (su antiguo agente literario) se preguntó con una mueca sardónica si la temblorosa firma de la Sra. Shade no habría sido trazada "con un extraño tipo de tinta roja". Corazones, espíritus como ésos serian incapaces de comprender que el apego que se puede sentir por una obra maestra es absolutamente irresistible, sobre todo cuando es el revés de la trama lo que transporta a su espectador y único instigador cuyo pasado mismo está entrelazado con el destino del inocente autor.
Como he mencionado, creo, en mi última nota al poema, la carga de fondo de la muerte de Shade hizo estallar tantos secretos y subir a la superficie tantos peces muertos, que tuve que abandonar New Wye poco después de mi entrevista con el asesino prisionero. La redacción de los comentarios tuvo que aplazarse hasta que yo pudiera encontrar un nuevo incógnito en ambiente más sereno, pero los problemas prácticos relacionados con el poema tenían que quedar arreglados en seguida. Tomé un avión a Nueva York, hice fotografiar el manuscrito, me puse de acuerdo con uno de los editores de Shade y estaba a punto de cerrar trato cuando, como al descuido, en medio de un vasto atardecer (estábamos sentados en una celda de nogal y vidrio, cincuenta pisos por encima de la progresión de los escarabajos), mi interlocutor observó: "Le alegrará saber, Dr. Kinbote, que el Profesor Fulano (uno de los miembros del comité Shade) ha accedido a servirnos de asesor para editar la cosa".
Entendámonos, eso de "alegrarse" es extremadamente subjetivo. Uno de nuestros proverbios zemblanos más estúpidos dice: el guante se alegra de perderse. Rápidamente volví a cerrar mi portafolios y me dirigí a otro editor.
Imagínense un gigante suave, torpe; imagínense un personaje histórico cuyo conocimiento del dinero se limita a los miles de millones abstractos de una deuda nacional; ¡imagínense a un príncipe exiliado ignorante de la Golconda que lleva en los gemelos de su camisa! Esto para explicar -oh, hiperbólicamente.- que soy el individuo menos práctico del mundo. Entre tal persona y un viejo zorro del mundo editorial, las relaciones son al principio conmovedoramente naturales y amistosas, con chistes expansivos y toda clase de muestras de amistad. No tengo ningún motivo para suponer que nada venga jamás a impedir que ese contacto inicial con el bueno de Frank, mi editor actualt siga siendo permanente.
Frank ha acusado recibo de las pruebas que me habían sido enviadas aquí y me ha pedido que mencionara en mi prefacio -y lo hago con mucho gusto- que soy el único responsable de los errores de mis comentarios. Insertarlo en presencia de un profesional. Un experimentado corrector de pruebas ha vuelto a verificar cuidadosamente el texto impreso del poema teniendo a la vista la fotocopia del manuscrito y ha encontrado unos pocos gazapos triviales que yo había pasado por alto; esta ha sido toda la ayuda exterior que he recibido. Inútil decir cuánto esperé que Sybil Shade me proporcionara abundantes datos biográficos; desgraciadamente se fue a New Wye antes que yo y ahora está viviendo con unos parientes en Quebec. Desde luego, hubiéramos podido cruzar una correspondencia de lo más fecunda, pero los shadeanos no iban a abandonar la partida. Se encaminaron a Canadá en manada para caer sobre la pobre señora en cuanto yo perdí contacto con ella y sus cambiantes estados de ánimo. En lugar de responder a una carta que yo le había mandado un mes antes desde mi cueva de Cedarn, con una lista de mis problemas más urgentes, tales como el verdadero nombre de "Jim Coates", etc., me envió de pronto un telegrama pidiéndome que aceptara al profesor H. (!) y al profesor C. (!!) como coeditores del poema de su marido. ¡Cuánto me sorprendió y me apenó! Naturalmente, eso impidió la colaboración con la extraviada viuda de mi amigo. ¡Y vaya si era un amigo muy querido! El calendario dice que yo lo había conocido unos pocos meses antes, pero existen amistades que desarrollan su propia duración interna, sus propios eones de tiempo transparente, independientes de esa música que gira, malévola. ¡Nunca olvidaré mi exaltación al enterarme, como lo digo en una nota que hallará mi lector, de que la casa suburbana (del Juez Goldsworth, que se había marchado a Inglaterra en su año sabático, y alquilada para mí) a la que me mudé el 5 de febrero de 1959, era vecina de la del célebre poeta norteamericano cuyos versos yo había tratado de traducir al zemblano veinte años atrás! Aparte de esa prestigiosa vecindad, el cháteau goldsworthiano, como lo descubriría en seguida, dejaba mucho que desear. El sistema de calefacción era una broma, pues dependía de unos reguladores instalados en el piso desde donde las tibias exhalaciones de una caldera palpitante y quejumbrosa situada en el sótano se difundía en las habitaciones con la debilidad del último suspiro de un moribundo. Condenando todas las bocas de calor del piso alto traté de dar más energía a los reguladores del salónl pero su temperatura resultó incurablemente perjudicada, por cuanto no había nada entre esa habitación y las regiones árticas salvo una puerta de entrada llena de rendijas, sin el menor vestigio de vestíbulo, sea porque la casa había sido construida en pleno verano por un ingenuo colono que no podía imaginar el tipo de invierno que le esperaba en New Wye, o porque en los viejos tiempos era de buen tono que el visitante casual pudiese comprobar desde el umbral de la puerta que en la sala no pasaba nada indecoroso.
En Zembla, febrero y marzo (los dos últimos de los cuatro "meses de nariz blanca", como les decimos) solían ser también bastante crudos, pero incluso la habitación de un campesino ofrecía una masa de calor uniforme, no una retícula de mortales corrientes de aire. Es cierto que, como suele ocurrir a los recién llegados, me dijeron que yo había elegido el peor invierno en muchos años, y eso en la latitud de Palermo. Una de mis primeras mañanas allí, mientras me preparaba a ir al College en el poderoso coche rojo que acababa de comprar, observé que el Sr. y la Sra. Shade, a quienes aún no había sido presentado (me enteraría más tarde de que creían que yo deseaba estar solo), se veían en figurillas con su viejo Packard que emitía quejidos agónicos en el sendero resbaloso sin poder desprender una torturada rueda trasera de un cóncavo infierno de hielo. John Shade se afanaba torpemente con un cubo del cual, con gestos de sobrador, sacaba puñados de arena marrón para esparcirlos en el hielo azul. Llevaba botas para la nieve, se había alzado el cuello de vicuña y su abundante pelo gris parecía escarchado al sol. Yo sabía que había estado enfermo pocos meses antes y con intención de ofrecer a mis vecinos un viaje hasta el campusen mi poderosa máquina, me precipité hacia ellos. Una vereda que rodeaba la ligera eminencia sobre la cual se situaba mi castillo alquilado me separaba del sendero de mis vecinos, y estaba a punto de cruzarla cuando perdí pie y caí sentado sobre la nieve sorprendentemente dura. Mi caída actuó como reactivo químico en el sedán de Shade que arrancó en el acto y estuvo a punto de pasarme por encima al meterse en el sendero, con John al volante gesticulando laboriosamente mientras Sybil le hablaba con frenesí. No estoy seguro de que me haya visto ninguno de los dos.