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—Habla correctamente, sin omitir una palabra.

Incorregible, el goldaplicaba su antropomorfismo incluso al fonógrafo.

A veces, sentados juntos, evocábamos todas las experiencias de nuestros viajes, y estas conversaciones nos satisfacían mucho a los dos.

Cuando se regresa de una expedición, se presenta siempre mucho trabajo; hay que hacer la contabilidad y los informes de servicio, trazar itinerarios, hacer la selección de colecciones, etc. Dersu notó que yo pasaba días enteros delante de mi escritorio, sumergido en mis papeles.

—Antes, yo creía —me dijo— que el capitán pasaba su tiempo sentado de esta manera —mostró la postura imaginaria del capitán— o comiendo, o juzgando a otros hombres, sin tener otra ocupación. Ahora, comprendo mejor las cosas: al ir por la montaña, el capitán trabaja; de regreso en la ciudad, trabaja también. El capitán jamás está ocioso.

Un día, entrando en su habitación, encontré a Dersu vestido para salir, fusil en mano.

—¿Adónde vas? —le pregunté.

—Voy a disparar —respondió simplemente. Notando mi mirada asombrada, me explicó que en el cañón de su arma se había acumulado mucha grasa. Un tiro podía remediar esto, pues la misma bala, al pasar a lo largo de la hendidura, desatascaría el cañón. A continuación, bastaría enjuagarlo con una toalla. Pero fue un descubrimiento desagradable para Dersu enterarse de que estaba prohibido disparar en una ciudad. Después de dar mil vueltas y revueltas a su fusil, lo volvió a colocar con un suspiro en un ángulo de su habitación. Al día siguiente, pasando ante la habitación del gold,noté que su puerta estaba entreabierta. Entré, completamente al azar, sin hacer ruido. De pie, detrás de la ventana, el goldhablaba consigo mismo a media voz. Ya se sabe que los hombres habituados a una soledad prolongada reaccionan a menudo así para dar rienda suelta a sus pensamientos.

—¡Dersu! —le interpelé.

Él se volvió hacia mí, y una sonrisa amarga apuntaba en aquel momento en su rostro.

—¿Qué te sucede? —le pregunté.

—¡A fe mía! —respondió—, estoy encerrado aquí como un pato. ¿Cómo pueden los hombres quedarse encerrados en una caja? —señaló el techo y los muros de la habitación—. Un hombre debe siempre marchar por la montaña y disparar.

Se calló, para volver a la ventana y mirar a la calle, víctima nostálgica de su libertad perdida.

«Esto se arreglará —me dije a mí mismo—. Él se habituará poco a poco y le tomará gusto a su domicilio.»

Un día hubo que hacer pequeños trabajos de reparación en su cuarto; reacomodar la estufa, blanquear los muros, etc. Yo le dije que se trasladase por algunos días a mi despacho, libre de volver a su habitación cuando estuviese presta.

—Está bien —me tranquilizó—. Puedo perfectamente dormir en la calle: instalaré una tienda y haré fuego sin molestar a nadie.

Esto le parecía muy fácil y me dio mucho trabajo disuadirlo de su proyecto.





No se ofendió, pero pareció descontento por la cantidad de obstáculos que se presentaban en la ciudad: no se podía plantar una tienda, ni hacer fuego en la calle, ni disparar un tiro, ya que todo molestaba a los paseantes.

Un día, Dersu fue conmigo a comprar leña y quedó sorprendido al verme pagar aquella provisión.

—¿Cómo? —exclamó—. Si la selva está llena de madera, ¿por qué gastar el dinero sin motivo?

Habló pestes del proveedor, lo calificó de «hombre malo» y se esforzó en persuadirme de que me engañaba. Fue en vano que tratara de explicarle que yo no pagaba la leña sino el trabajo. Dersu no se calmó en mucho tiempo y no quiso, aquella noche, encender su estufa. Al día siguiente, para exonerarme de aquel gasto, fue él mismo a buscar leña al bosque. Pero lo detuvieron y le hicieron un proceso verbal. El goldprotestó ruidosamente, a su manera, lo que le valió ser conducido a la comisaría. Fui informado por teléfono y traté de allanar el incidente. Más tarde, intenté en vano explicarle las razones que obligaban a prohibir el corte de madera en las cercanías de la ciudad. Dersu no llegó a comprenderlo. Este incidente dejó en él una impresión profunda. Se dio cuenta de que, habitando en la ciudad, se estaba obligando a renunciar a vivir según sus gustos, para conformarse a las exigencias de los otros. La gente extraña que lo rodeaba venía a estorbar cada uno de sus pasos. El pobre hombre se puso a reflexionar y a aislarse, adelgazó, se encogió y pareció envejecer de golpe.

Pero lo que quebrantó seriamente su equilibrio moral, fue una experiencia insignificante: me vio pagar mi cuenta de agua.

—¡Vaya! —exclamó también en esta ocasión—. ¿Hay que gastar dinero incluso para el agua? Mira un poco el río —señaló el Amur—, hay agua en profusión. ¿Cómo se puede?... —y, sin terminar la frase, entró.

La misma noche, estaba yo escribiendo en mi despacho cuando escuché el ruido de una puerta que se entreabría. Volviéndome, percibí a Dersu de pie bajo el dintel y vi enseguida que quería pedirme algo. Su rostro expresaba turbación y angustia. Sin dejarme tiempo para hacerle una pregunta, se arrodilló para decirme:

—Capitán, te lo ruego, déjame volver a la montaña. Yo no puedo vivir de ningún modo en la ciudad; hay que comprar la madera y el agua; y si se corta un árbol, esto irrita a los demás.

Lo levanté y le hice sentar en una silla.

—Pero ¿adónde irás? —le pregunté.

—Por allá —dijo, señalando con la mano el horizonte donde se destacaba la cresta del Jekhtzir, teñida de azul oscuro.

Yo sentía tanta pena por tener que separarme de él como por tratar de retenerlo. Forzoso me fue ceder, pero le tomé su palabra de que volvería al cabo de un mes para volver a partir entonces los dos juntos; yo quería instalarlo de una manera definitiva en casa de algunos indígenas conocidos. Por lo demás, pensé que iba a pasar aún dos o tres días bajo mi techo y me propuse proporcionarle dinero, provisiones y vestimenta. Pero todo ocurrió de otra manera.

Cuando pasé, al día siguiente por la mañana, junto a su habitación, encontré la puerta abierta. Eché un vistazo y la pieza estaba vacía.

Esta partida de Dersu me causó una penosa impresión. Experimenté como un desgarramiento en el corazón, un sentimiento de malestar y de angustia. Una voz interior me decía que no iba a verlo más. Muy aturdido, no pude trabajar en toda la jornada, y acabé por arrojar mi pluma para vestirme e ir al campamento militar.

La primavera había llegado y la nieve se fundía rápidamente. De blanca se había convertido en lodosa, como si se hubiera esparcido hollín sobre ella. Delgados tabiques de hielo, que seguían la dirección de los rayos solares, se formaban a lo largo de los montones de nieve y se desplomaban en el curso de la jornada para reaparecer a la noche. El agua se deslizaba por todas las zanjas y su murmullo alegre parecía tener prisa de llevar a cada brote de hierba la feliz nueva de su despertar y de su intención de reanimar la naturaleza.